El polvo y la ceniza: “Marrón cobalto”, de Sergio de los Santos

Hay una forma especial de sensibilidad que solo cultivan aquellos que ya no tienen nada que perder, salvo unas gafas, una vieja bicicleta o una máquina de escribir rota. Este es el caso del protagonista de Marrón cobalto, un hombre del que desconocemos casi todo, incluso el nombre. Casi todo, menos los tres aspectos fundamentales: está solo, arruinado y enfermo. Como tantas otras personas invisibles que pasan desapercibidas en la ciudad. En su primera novela publicada, en Ediciones de la Torre, Sergio de los Santos ha querido dar voz a una de estas personas, y ha resultado una voz temblorosa, anhelante de calor y de esperanza, derrotada. Una voz que lucha contra el frío de la vida.

Que no sepamos el nombre del protagonista o su pasado es lo de menos. Los nombres sirven para definir las realidades o para inventarlas y, precisamente, eso es lo que él hace con Violeta, la joven y desvalida drogadicta que encuentra un buen día desplomada en las escaleras del descansillo de su portal. Violeta, cuyo nombre real tampoco llegamos a conocer, a quien bautiza así por un tatuaje con forma de “V”. La idealizada muchacha se convierte para él en una luz en medio de la desgastada realidad. Asistimos a un extraño proceso de enamoramiento por parte del protagonista, al transcurrir de un romance fuera de lo habitual, forjado sobre un ambiente y una situación sórdidos, pero atravesado, por qué no, por momentos de ternura. La ternura que puede brotar entre dos criaturas náufragas. Porque, en palabras del propio protagonista, “Solo un espíritu ensuciado por el polvo puede comprender a un corazón de ceniza”.

Inmersos en esta sencillez honda, los lectores avanzamos por las páginas sin que ocurran sucesos extraordinarios, y precisamente en ese punto encontramos el mayor encanto de la novela. El autor es capaz de conmovernos sin alardes, incluso en medio de la sordidez. La terrible y vívida humanidad del protagonista se apoya en la idealización de Violeta, que para él es una suerte de Dulcinea del Toboso, la razón que halla para aferrarse a la existencia. Los personajes secundarios también resultan decadentes y algunos rayan en lo grotesco, como el casero o la obesa AleX, cuyo hechizo de seducción solo sucede en la penumbra. En contraste con ellos, una familia feliz de turistas extranjeros, rubios y pálidos, que constituyen todo aquello que no alcanzará el protagonista.

La desesperación por conseguir dinero marca todos los rumbos, el de los antagonistas -el casero o el drogadicto ladrón- y el de Violeta, que se mantiene cerca del protagonista para poder recibir su pago a cambio de su mera compañía. Ella también posee su propia historia, sugerida en detalles apenas perceptibles, como su reacción ante una fotografía. El único personaje que parece actuar guiado por el corazón es el propio protagonista, que cree estar enamorado y, tras conocer a Violeta, concibe el dinero exclusivamente como un medio para acercarse a ella.

El argumento se sitúa a lo largo de un período de tiempo indeterminado, en una ciudad desconocida, con bares, monumentos y supermercados: una ciudad cualquiera en la que, bajo el ajetreo de sus habitantes, las luces y el circular de automóviles, una serie de criaturas náufragas luchan en su propia guerra: la supervivencia diaria. Marrón cobalto es un fragmento de la historia de esa otra ciudad al margen de la luz.

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La novela mereció una mención especial del jurado del Premio de Novela Ateneo de Madrid.

Slot-machine

El mundo es una slot-machine,
con una ranura en la frente del cielo,
sobre la cabecera del mar.
(Se ha acabado la cuerda,
se ha parado la máquina…).

León Felipe

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Toda la noche
he sentido empotrarse contra mi ventana
enloquecidos, furibundos enjambres de billetes
que llevan en sus goznes
el impúdico sello de Wall Street.
A las cuatro de la mañana
extrañaba las gotas de lluvia
y lloraba por un mendigo
que gusta de posarse sobre la luna
y así acunar despacio sus cuencas muertas,
sus cuencas malheridas,
los restos de sus ojos
que asesinaron doce hombres por la televisión
después de naufragar en un telediario
en el que nadie se conoce.
Marx muere mutilado cada día
en multitudes de llaveros
y de camisetas de compra al por mayor,
pero al caer la tarde,
lo vamos a llorar sobre los cementerios
y a regalarle siemprevivas
que se funden en un enigma
vestido de noviembres.

Cinco de la mañana.
Burbuja financiera en alza.
Siete brokers dormidos
se olvidan de sus huellas dactilares
en la pantalla del ordenador
y por sus labios se desbordan
ríos amargos de humanidad
que alguien cambiará por bonos del tesoro.
Y Rafael Alberti suspira, abandonado;
el comunismo dejó de estar de moda
en los ochenta
y ahora sus poemas
se mueren de pena por las esquinas
y vienen a comer entre mis manos,
como galgos hambrientos,
desesperados y leales.
Arriba, parias de la tierra…

Ya dijo el gran León,
aquel viejo León titiritero y vagabundo,
que todo el mundo se resume en una slot-machine
«con una ranura en la frente del cielo».
Pero se me han gastado las monedas
y ahora tengo que robar o llorar,
o pedirle prestado al mendigo de lunas
un lucero de oro,
de aquellos que naufragan
entre las aguas macilentas de sus cuencas vacías,
para engañar a los guardianes del abismo,
al Dios Mercado y sus cadenas,
a la sonrisa histriónica del Tío Sam
agitándose en las caricaturas
que se visten con traje de chaqueta
y pronuncian discursos
tras la pantalla de la televisión
y se dicen tan españoles como el que más.
«España ha muerto»,
sentenció Luis Cernuda en un lejano año 39
y ninguno quisimos escucharlo,
pues los enjambres de billetes
se escapaban felices
como pequeños ícaros deslumbrados
por la radiante luz del porvenir,
y hoy esos que mataron
por atrapar su desusado vuelo esperan,
como hienas feroces y patéticas,
en despachos con soles de bajo consumo
fundidos por exceso de emoción
y nos apuntan con un rifle para cambiar
una estrella rendida
por un seguro médico
y una inversión a largo plazo.

Las seis de la mañana y todavía no ha llovido.
Y ahora se me han gastado las monedas,
las monedas y las mañanas,
y tal vez los mañanas, que vienen a llorarme
como galgos hambrientos
o Albertis olvidados, rechazados
por las correas sigilosas del futuro.
España muerta, desenterrada,
con su rostro amarillo
devorado por los insectos;
España desahuciada,
contemplando el abismo desde el piso más alto
de un rascacielos engreído.
Estoy en negative equality
y el futuro me niega el préstamo pedido.
Se me han gastado las monedas
y solo puedo preguntarme
qué será de mi sangre y qué será del mundo
o de esa slot-machine que lo ha sustituido
aprovechando que lloramos
con vendas en los ojos.

Y llegarán las siete
y ya nadie recordará cómo dar cuerda
a esta máquina hambrienta de monedas sin alma.
La luna bailará sobre la urbe antes de perecer
y un millar de pequeñas siemprevivas
coronarán los labios
de los que nunca vuelvan.

Marina Casado, Mi nombre de agua

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Antonio Buero Vallejo, a un siglo de su nacimiento

¡Sentía! Lo que tú, mezquino razonador, nunca has debido hacer.

(Penélope en La tejedora de sueños, de A. Buero Vallejo)

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El dramaturgo Antonio Buero Vallejo

Sentimentales: así podrían definirse los personajes que protagonizan las tragedias de Antonio Buero Vallejo; seres idealistas encerrados en una sociedad que no los comprende, que los asfixia, que entierra sus ilusiones hasta marchitarlas. Soñadores introvertidos, dotados de una hipersensibilidad que los conduce a un cierto apartamiento, a una clara inacción: así son Ignacio (En la ardiente oscuridad), Penélope (La tejedora de sueños), Mario (El tragaluz), Goya (El sueño de la razón), Tomás (La fundación), Lázaro (Lázaro en el laberinto) y tantos y tantos otros. Son poseedores de una tristeza lírica y profunda, resultante de algún paraíso perdido, como el de la infancia:

MARIO.-Los niños no deberían morir.
LA MADRE.-(Suspira.) Pero mueren.
MARIO.-De dos maneras.
LA MADRE.-¿De dos maneras?
MARIO.-La otra es cuando crecen. Todos estamos muertos.

(A. Buero Vallejo, El tragaluz)

Frente a estos personajes, que la crítica ha bautizado como “contemplativos”, surgen otros que toman el papel de antagonistas: seres férreos, seguros de sí mismos y de su lugar en esa sociedad asfixiante. Personajes fríos que actúan, en lugar de limitarse a sentir; que no se dejan apresar por la melancolía, porque no conocen ese sentimiento. “Mezquino, pero verdadero. Yo no sueño”, declarará Ulises en La tejedora de sueños a una abatida Penélope.

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Estreno de Historia de una escalera en 1949

Las tragedias de Buero están centradas, realmente, en esa lucha silenciosa entre sentimentalidad y razón; son tragedias psicológicas en las que uno o varios personajes luchan en vano por conseguir sus sueños, que son aplastados y se hallan abocados al fracaso. Es siempre el mismo fondo, aunque cambie el escenario y el autor traslade a sus espectadores a la Grecia clásica, al Madrid ilustrado o a una cárcel franquista.

El propio Antonio Buero Vallejo se sentía, en gran medida, desplazado de la sociedad de su época. Cargaba con su exilio interior en el franquismo y escribía su teatro en forma de amarga y vana protesta, y lo hacía con discreción, entre dientes; porque lo importante era que las obras pasaran la censura y pudieran estrenarse y despertar, de algún modo, el alma dormida del público de la época.

1413879062628Al contrario que Alfonso Sastre, que por la misma época defendía una crítica explícita contra el franquismo –aunque esto impidiera su estreno-, las de Buero constituían un guiño a los espectadores, un apretón afectuoso de complicidad; siempre con discreción, porque don Antonio era una persona discreta y elegante, y basta ver su mirada en las fotografías para confirmarlo.

Que fuera discreto no impedía que tuviera, en el fondo, su ideología, arraigada en principios muy firmes. No hay que olvidar que hablamos del primer rojo cuya obra fue estrenada durante la posguerra nada menos que en el Teatro Español, gracias al Premio Lope de Vega que obtuvo en 1949 con Historia de una escalera, que le procuró un éxito sin precedentes. Solo unos años antes, salía en libertad condicional de una cárcel franquista, donde había sido condenado –primero a muerte y más tarde a pena de treinta años- por su militancia comunista durante la Guerra Civil. Fue en la cárcel –en la de Conde de Toreno, precisamente- donde coincidió con otro ilustre compañero de celda: Miguel Hernández, a quien había conocido años antes en Benicasim. A Miguel, el poeta de canciones y ausencias, le dibujó el famoso retrato que todos conocemos, poco antes de que este muriera abandonado en una celda, víctima de la tuberculosis.

POSGUERRA ESPAÑOLA
Retrato de Miguel Hernández dibujado por Buero Vallejo en la cárcel

Y es que Buero, antes de decidirse por la dramaturgia, había estudiado para pintor, siendo alumno de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, aquella misma a la que asistiera Salvador Dalí. Había llegado en 1934 desde su Guadalajara natal, acompañado de sus dos hermanos, su madre y su padre, que era militar y que fue fusilado en los comienzos de la Guerra Civil. El pasado, por tanto, pesaba sobre los hombros del joven autor a finales de la década de los cuarenta, pero eso no fue obstáculo para su afán crítico con la sociedad dictatorial. No hay que olvidar, tampoco, que su obra El tragaluz, que hacía una referencia directa a la Guerra Civil, fue estrenada en 1967, todavía en pleno franquismo, y eso no impidió que resultara exitosa.

Buero Vallejo fue un idealista pero, al contrario que sus personajes, supo luchar por sus sueños y no abandonarse a la mera contemplación. Lo hizo como supo: con ingenio, con elegancia, con tramas brillantísimas que van aumentando progresivamente la tensión hasta explotar en un final que se agarra al corazón de los lectores, de los espectadores.

Hoy se cumplen cien años de su nacimiento y ninguno de los grandes teatros madrileños lo homenajea estrenando una de sus obras. Los motivos, seguramente, estén relacionados con asuntos legales, de derechos de autor, de herencias. Su viuda, la actriz Victoria Rodríguez, afirma consternada en un artículo de ABC que “parece que para eso no hay dinero”. Quién sabe. La verdadera cuestión es lo triste que resulta que todos estos asuntillos monetarios estén eclipsando el legado de uno de los más elevados dramaturgos de toda la historia de la literatura española. Y que nuestra sociedad lo permita. Yo, como los personajes meditabundos de Buero, solo puedo aspirar a esta melancolía contemplativa.