Recordemos quién es Simba

Fotograma de la nueva versión de El Rey León, estrenada en 2019

Lo confieso: tenía unas expectativas muy bajas respecto a la nueva versión de El Rey León, dirigida por John Favreau. Sin duda, eran consecuencia de la decepción causada por anteriores remakes como Dumbo o Maléfica, en los que los guionistas y directores parecen más preocupados por ceñirse a lo políticamente correcto que por preservar la esencia de las películas originales, llegando hasta el punto de destruir completamente la magnífica escena de los elefantes rosas en Dumbo, por ejemplo, que en la versión original era una alegoría al delirium tremens. Porque, ¿cómo va a emborracharse el elefantito? Los niños de hoy no están preparados para escenas de ese calibre, a pesar de que la mayoría empiece a hacer botellón antes de los trece años. Cuánta hipocresía social.

Habrá quien me acuse de conservadora, pero, no nos engañemos: ¿a qué viene toda esta fiebre actual de Disney por resucitar los clásicos con la tecnología contemporánea? Por mucho que a los niños no les desagrade, estos son, en muchos casos, la excusa de sus padres o de sus primos mayores para acudir al cine a ver esa nueva versión del clásico que marcó su infancia. El público principal de todos estos experimentos son, sin duda, las generaciones anteriores: los nostálgicos. Por eso, ¿no sería más lógico centrarse en satisfacer sus expectativas y no alejarse tanto de la versión original?

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El caso de El Rey León me afectaba más que otros, porque ha sido, desde siempre, mi película favorita de Disney –junto con La Bella Durmiente, claro–. Puedo afirmar con orgullo que la vi en el cine cuando se estrenó en 1994. Tenía cuatro años, pero jamás olvidaré el desasosiego que me causó la muerte de Mufasa. He visto tantas veces la película a lo largo de mi vida que conozco de memoria todos los diálogos. Cuando descubrí el primer tráiler de la nueva versión, comenzó a librarse en mi interior una pequeña batalla. Por una parte, me hacía ilusión y me causaba una curiosidad intensa. Por otra, temía que no quedara nada de la esencia primigenia –eso que dicen de “destruirte la infancia”–. Llegué a plantearme si debía verla o no.

Finalmente, he ido al cine y, a pesar de mi escepticismo, he salido con buenas sensaciones, en general. Se me erizó la piel en los primeros minutos, con la fidelidad al clásico en el tema inicial de la banda sonora, que constituye uno de los comienzos más míticos de Disney: “El ciclo de la vida”. Casi lloré de la emoción cuando la cámara se fue acercando progresivamente a la Roca del Clan, con la figura de Mufasa recortada sobre el cielo. En la técnica del realismo por ordenador, todo parece más magnífico. Y ese ha sido, quizá, el gran logro de la nueva versión: la escenografía. Ha habido más aciertos reseñables, como los personajes de Rafiki, Timón y Pumba, que no pierden su esencia –ayuda mucho el hecho de que, en estos tres casos, se ha respetado el doblaje de la película de animación–. Las escenas añadidas, en torno a la vida de Simba en la selva, con Timón y Pumba, no han causado ningún perjuicio; al contrario: aplaudo a los guionistas. Los animalitos que acompañan al trío original resultan entrañables, especialmente los antílopes.

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Scar y Mufasa en la versión de 1994

Sin embargo, el paso de la animación al realismo virtual también ha ocasionado pérdidas. Principalmente, en el carácter de algunos personajes, que ven mermada su expresividad respecto a la caricatura: el joven Simba es menos hippie, Mufasa se deja parte del carisma por el camino –no puedo concebirlo sin el doblaje de Constantino Romero, la verdad–; pero la víctima principal es, desde luego, Scar, al que siempre he considerado el malvado más carismático de Disney. Sus expresiones faciales, el tono de su voz: todo se vuelve más plano; pierde el genial sarcasmo que lo caracterizaba, se convierte en un villano al uso. Su relación con las hienas también cambia: de ser el rey de la oscuridad, respetado y temido, en esta nueva versión casi tiene que pedirles un favor para que lo ayuden a llegar al trono. Vemos cómo Sensi, la cabecilla de las hienas, adquiere un empoderamiento con el que no contaba en la versión original. La consecuencia de estos cambios es que el tema de la BSO “Preparaos”, uno de mis favoritos, prácticamente desaparece. No queda nada de aquellos lúgubres ejércitos de hienas desfilando ante un orgulloso Scar erguido en las alturas, flanqueado por llamas verdosas.

Hay otras escenas míticas que se han echado de menos, como los monótonos cantos de Zazú, cuando Scar lo hace prisionero, o las enseñanzas de Rafiki respecto a aprender del pasado, en vez de huir de él. Solo menciono, por supuesto, aquellas que hubieran podido incluirse dentro de este nuevo “realismo”, pues hay otras –por ejemplo, la torre de animales al final del tema “Yo voy a ser el Rey León”– que no habrían resultado procedentes. En conclusión: me alegro de haber conocido la nueva versión y la recomendaría a todos los nostálgicos, aunque soy consciente de que es un asunto delicado y puedo entender a aquellos que la critican. Al fin y al cabo, la obra maestra es la original de 1994, uno de los filmes con más hondura y sensibilidad de Disney, que nos propone reflexionar sobre la propia identidad y el recuerdo de los seres queridos, aquellos que, como nos enseñó Mufasa, nos observan desde las estrellas y nos aconsejan desde dentro de nuestro corazón. Lo importante, siempre, es no olvidar quiénes somos. Y Simba, en 2019, sigue recordándolo.  

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Fotograma de la versión original de 1994

El deslucido regreso de Mary Poppins

Cartel de la película El regreso de Mary Poppins (2018)

En sus intentos contemporáneos por revivir viejos clásicos, Disney la ha tomado en esta ocasión con una de mis películas favoritas de todos los tiempos: Mary Poppins, estrenada en España en 1965 y dirigida por Robert Stevenson. En su día, la obra provocó una notable polémica a causa de que a P. L. Travers, la autora de cuyos libros sirvieron de inspiración a Disney, no le agradó la adaptación cinematográfica. Por eso, a pesar del éxito de la película, no pudo grabarse una secuela, como le hubiera gustado al director. Cincuenta y tres años más tarde, con Travers bajo tierra desde hace dieciocho, llega por fin a todas las pantallas El regreso de Mary Poppins, dirigida por Rob Marshall. Así, a destiempo y por sorpresa, cuando la entrega original se había convertido en un clásico venerado e intocable. Un panorama con barra libre para el escepticismo.

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«The Doors» de Oliver Stone: un videoclip de dos horas

“¿Cómo es posible que una fan de The Doors como tú no haya visto aún la película de Oliver Stone?”. Estaba harta de oír esa pregunta, así que decidí poner remedio y verla. Bueno, eso… y la curiosidad. ¿Una película sobre la vida de Jim Morrison y su carrera como vocalista de The Doors? La perspectiva era jugosa, no os lo niego, y parecía especialmente hecha para mí.

Cartel de la película de Oliver Stone
Cartel de la película de Oliver Stone

FICHA TÉCNICA

Título original: The Doors

Año: 1991

Duración: 135 min.

País: Estados Unidos

Director: Oliver Stone

Guión: Randal Johnson & Oliver Stone

Música: Olivia Barash (Canciones: The Doors)

Fotografía: Robert Richardson

Reparto: Val Kilmer, Meg Ryan, Kevin Dillon, Kyle MacLachlan, Frank Whaley, Michael Madsen, Billy Idol, Kathleen Quinlan, Michael Wincott, Bruce McVittie, Dennis Burkley, Josh Evans, Costas Mandylor, Crispin Glover, Mimi Rogers, Sam Whipple, Josie Bissett, Kelly Hu, Titus Welliver

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Después de 135 minutos de largometraje, me he quedado, como diría Ángel González, “con un acre sabor a nada en la garganta”. En el filme de Stone hay mucha pretensión y poca fidelidad a la historia real de la banda y, más concretamente, de Jim Morrison (1943-1971). El director intentó refugiarse en la psicodelia para no tener que esforzarse en desarrollar un argumento coherente y cohesionado, y el resultado es una suerte de videoclip de más de dos horas de duración con algunas escenas de diálogo intercaladas. Porque, eso sí, como videoclip, le hubieran dado el visto bueno hasta los propios integrantes de la banda, quienes, por cierto, no se mostraron nada conformes con la visión que Stone ofreció de ellos, especialmente de Jim Morrison, cuyo personaje describió Ray Manzarek, el teclista de la banda, como “un psicópata fuera de control”.

Efectivamente, esa es la imagen que de él se lleva, después de ver la película, cualquiera que no haya leído nada acerca de la vida de Morrison: lo que viene siendo el espectador medio. El personaje, interpretado por Val Kilmer, se nos antoja desagradable, agresivo y vulgar: un alcohólico que escupe frases literarias –extraídas por Stone de entrevistas y grabaciones reales del artista-, las cuales pierden su esencia por el contexto en que son pronunciadas –como en aquella escena, de la cosecha de Stone, en que Morrison está a punto de tirarse desde un tejado-.

Van Kilmer en la película y el verdadero Jim Morrison
Val Kilmer en la película y el verdadero Jim Morrison

Van Kilmer en la película y el verdadero Jim Morrison
Val Kilmer en la película y el verdadero Jim Morrison

Es cierto que Jim Morrison, sobre todo en sus últimos tiempos, fue un alcohólico y protagonizó más de un episodio extremo, pero no era esencialmente una persona agresiva y, desde luego, no se parecía en nada a la fiera que muestran en la película. Era un tipo culto, lector voraz desde su infancia; idolatraba a Arthur Rimbaud y a William Blake y había estudiado a fondo las teorías sociológicas de la recepción, llegando incluso a escribir sobre ella. En su obra Los señores. Notas sobre la visión (1969), encontramos textos breves acerca de la recepción, por parte del espectador, de la cinematografía, ámbito en el que también era un experto –estudió cine en la UCLA y fue compañero del mismísimo Francis Ford Coppola, quien utilizó su tema “The End” como banda sonora para el célebre filme Apocalypse Now (1979)-. “El encanto del cine reside en el miedo a la muerte”, escribió Morrison.

Jim Morrison fue una persona sensible, a pesar de lo que nos presenta la película de Stone. Tenía el alma de un poeta maldito y acabó sus días en aquel París que fue escenario de las impúdicas correrías de Verlaine, Rimbaud, Baudelaire. La película no profundiza en la sensibilidad de Morrison, algo que considero esencial a la hora de definir su personaje. He de reconocer, sin embargo, que Val Kilmer resultó una buena elección tanto físicamente como en cuestión de voz, porque realiza una imitación del vocalista de The Doors mucho más que aceptable –los fans de Morrison diríamos, llegados a este punto, que a pesar de la buena caracterización, la fisonomía de Kilmer no alcanza en absoluto la perfección de la de Jim, pero eso ya es entrar en terreno muy subjetivo…-.

Con Pamela Courson, la novia de Jim Morrison, se repite el mismo esquema: brillante interpretación y caracterización de Meg Ryan y distancia kilométrica con respecto a la verdadera Pam. En la película, la presentan como una joven ñoña y vulnerable, un poco tontita, que come de la mano de Jim. En la historia real, era ella quien llevaba las riendas y trataba –en vano- de controlar a su novio: resultaba dominante e histérica, a menudo cruel, en contra de lo que indicaba su aspecto frágil y desvalido. Además, Pam no era, ni mucho menos, una víctima de los devaneos amorosos de Jim con otras mujeres: ella tenía su propia colección de amantes, por cierto muy nutrida.

Meg Ryan y Val Kilmer como Pamela Courson y Jim Morrison
Meg Ryan y Val Kilmer como Pamela Courson y Jim Morrison

Los verdaderos Jim Morrison y Pamela Courson
Los verdaderos Jim Morrison y Pamela Courson

A la que presentan injustamente como una devora-hombres sin corazón es a la pobre Nico, integrante durante un corto período de la banda neoyorquina The Velvet Underground, que en la realidad mantuvo una relación sentimental con Morrison y llegó a enamorarse profundamente de él, hasta el punto de teñirse el cabello rubio de pelirrojo para agradar más a su amado, que sentía predilección por los cabellos de fuego y, más concretamente, por el de Pamela. En la película, apenas se presta atención a la identidad de Nico y a su papel dentro de The Velvet Underground, y ella aparece como una provocativa rubia que no vacila en desnudarse a la primera de cambio.

La película, además, presenta llamativos errores históricos y cronológicos, como el momento en el que Jim y Pam se conocen. En la historia real, fue en el London Fog, tras uno de los primeros conciertos de The Doors. Stone lo edulcora hasta el punto de presentarnos un Jim con aires de Romeo que trepa hasta el balcón de Pamela-Julieta para presentarse ante ella y declararle su amor. Y esto, mucho antes de haberse formado la banda.

Robby Krieger tampoco estuvo en el grupo desde los inicios, como muestra la película. Y no está comprobado que Jim Morrison hiciera exhibicionismo en un concierto de Miami en 1969 –de hecho, los testigos afirman que no vieron nada y todo se quedó en una mera bravuconada del provocativo Jim-. Por no hablar de la confusión que aquellos que no hayan profundizado en la historia de la banda deben de encontrar a la hora de identificar a los personajes secundarios, que aparecen indefinidos y nebulosos.

Fotograma de la película. De izquierda a derecha, los personajes de John Densmore, Jim Morrison, Robby Krieger y Ray Manzarek
Fotograma de la película. De izquierda a derecha, los personajes de John Densmore, Jim Morrison, Robby Krieger y Ray Manzarek

Mi conclusión es que el filme fue concebido con muchas pretensiones y no cumplió su misión principal: la de convertirse en un biopic de Jim Morrison y, por extensión, de The Doors. Oliver Stone cayó en errores de principiante y se decantó por el morbo de la puesta en escena, ignorando partes tan esenciales como el argumento y la profundidad psicológica de los personajes.

Se trata de una película muy ruidosa, envuelta en un bullicio constante, algo así como un gran concierto, vasto e indefinido. He echado de menos en ella instantes de silencio, de reflexión, como aquel en que debió inspirarse Morrison para escribir que:

Los Señores nos apaciguan con imágenes. Nos dan libros, conciertos, galerías, espectáculos, cines. Especialmente cines. A través del arte nos confunden y nos ciegan a nuestra esclavitud. El arte adorna las paredes de nuestra prisión, nos mantiene en silencio, distraídos e indiferentes (Jim Morrison, Los Señores. Notas sobre la visión).

Basándome en las palabras del poeta, solo puedo recomendar a aquellos que han visto la película… que no se queden ahí: que escuchen a The Doors, que lean sobre la vida y el pensamiento de Morrison, que se acerquen a la verdad. Y a los que no han visto la película, prácticamente les aconsejo lo mismo. Una cosa no puedo negarle al filme: la calidad insuperable de la banda sonora… original de The Doors, claro.

Manipulación histórica en la película «Anastasia»

Llega el postrer mes del año y en mi memoria resuena, como siempre, aquella canción titulada “Una vez en diciembre”, perteneciente a la banda sonora de la película de animación Anastasia, producida por la Fox –aunque esté muy extendido el error de atribuirla a Disney– y dirigida por Don Bluth y Gary Goldman en 1997.

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La película se sitúa en 1916, en la Rusia Imperial, en un baile celebrado en el Palacio de Invierno por el Zar Nicolás II, de la dinastía de los Romanov, en el que se conmemoraba el trigésimo centenario de gobierno de la familia. Anastasia, la hija menor de Nicolás II y de la Emperatriz Alejandra, se presenta como una alegre niña de ocho años que le dedica un dibujo a su abuela, la madre del Zar. Ella, a su vez, le regala una cajita de música dorada, incrustada de piedras preciosas, que se abre con una llave-colgante que lleva inscrito un mensaje muy especial: “Juntas en París”. El mensaje alude a un futuro encuentro en el palacio de residencia de la abuela, situado en París.

Pero entonces, la hermosa fiesta es interrumpida por el malvado Rasputín, un monje entregado a la magia negra cuya aparición causa un auténtico revuelo entre los invitados. Rasputín, rechazado por el Zar, maldice a la familia Romanov. Fruto de esa maldición, estalla la revolución en Rusia, y la Familia Real es atacada y perseguida. Un criado esconden a la pequeña Anastasia, salvándole la vida. En su huida, la niña se da un golpe y pierde la memoria.

Anastasia Romanov y Nicolás II al comienzo de la película
Anastasia Romanov y Nicolás II al comienzo de la película

La acción da un salto a diez años después, cuando una Anastasia ya mayor de edad sale del orfanato donde ha estado viviendo hasta entonces y se dirige a San Petersburgo. No recuerda su verdadera identidad ni su pasado, y se hace llamar Anya. En San Petersburgo, se encuentra con Dimitri –que fue criado de Nicolás II, el mismo que la ayudó a huir en 1916- y Vlad –antiguo miembro de la Corte-, que buscan una actriz a la que instruir para hacerse pasar por la Gran Duquesa Anastasia y, de ese modo, conseguir los 10 millones de rublos que la madre del Zar ofrece como recompensa. Dimitri ve un tremendo parecido entre Anya y Anastasia, y decide prepararla para presentarse ante la madre del Zar como la Gran Duquesa.

Anastasia y su padre, Nicolás II, en la película de 1997
Anastasia y su padre, Nicolás II, en la película de 1997

Anastasia y sus hermanas en la película de Bluth y Goldman
Anastasia y sus hermanas en la película de Bluth y Goldman

Después de un largo viaje hasta París en el que Rasputín, regresado de la muerte, la persigue incansablemente, Anya recuerda su pasado al encontrarse con su abuela, y esta la reconoce como nieta, y Rasputín es vencido en una última y feroz batalla. Sin embargo, la joven elige permanecer en el anonimato para vivir junto a su gran amor, Dimitri.

Canciones preciosas, vestidos vaporosos, bailes de época y una bella historia de amor protagonizada por una joven vagabunda cuya verdadera identidad era la de una princesa. Tenía ocho años cuando vi la película por primera vez y salí del cine deseando que la sacaran en formato VHS –sí, por entonces se llevaba el VHS- para poder tenerla en casa y volver a verla cada vez que quisiera. Diecisiete años más tarde, continúa haciéndome la misma ilusión deleitarme con las logradas animaciones de Bluth y cantar de memoria las canciones que obtuvieron una nominación al Oscar en 1999. No cabe ninguna duda de que Bluth logró atrapar a todas las niñas de mi generación –sobre todo a las que más contaminadas estábamos por el fenómeno “princesas Disney”- y de que en las Navidades de 1998 la “Barbie Anastasia” triunfó como regalo de Reyes en sus diferentes modelos –yo tengo a “Anastasia patinadora”…-.

Anastasia Patinadora, 1998
Anastasia Patinadora, 1998

Sin embargo, contemplado desde una perspectiva menos inocente, el asunto se ensombrece bastante, porque lo que Bluth consiguió también fue que dicha generación de niñas condenáramos, categórica e inconscientemente, la Revolución rusa. Una manipulación en toda regla de la Historia, señores.

Hubo una época, no hace mucho tiempo, en que vivíamos en un mundo encantado de elegantes palacios, grandes fiestas. Corría el año 1916 y mi hijo, Nicolás, era el Zar de la Rusia Imperial. Celebrábamos el tricentenario de gobierno de nuestra familia.

Así comienza la película, con el sesgado relato de la abuela de Anastasia. Aquel “mundo encantado” de palacios y fiestas estaba reservado a la minoría perteneciente a la realeza y la nobleza, puesto que el pueblo ruso se moría de hambre, inmerso en un régimen autocrático y represivo. La “chispa de infelicidad que existía en el país”, en palabras de la abuela de la película, era en realidad una auténtica revolución que llevaba forjándose desde 1905, año de manifestaciones, huelgas y creación de unos órganos de gobierno independientes del Estado: los sóviets.

Aunque a los ocho años no tuviéramos idea de aquello, Nicolás II era algo más que ese padre sonriente y dulce, con barba, que nos muestra la película. Su apodo popular era “Nicolás el Sanguinario”, y se lo ganó por reinar durante algunos de los episodios más cruentos de la historia de Rusia, como la Tragedia de Jodynka o el Domingo Sangriento de 1905.  Se dice, sin embargo, que la personalidad de Nicolás Romanov era bondadosa e indulgente y que él se dejaba influir demasiado por sus consejeros y por su esposa, Alejandra, que jamás logró ganarse a la Corte por su carácter frío y reservado y por no ser de nacionalidad rusa, sino alemana –su verdadero nombre, antes de convertirse a la religión ortodoxa, era el de Alix, variante germanizada de Alicia-. A la hambruna y la represión presentes durante el régimen autocrático de Nicolás II se unió el desastre adicional que supuso, a partir de 1914, la situación de la Primera Guerra Mundial.

Retrato del zar Nicolás II de Rusia
Retrato del zar Nicolás II de Rusia

Cuando en febrero de 1917 estalló la sangrienta revuelta popular bolchevique en Rusia, Nicolás II había perdido por completo el contacto con la realidad de su país, y abdicó el 2 de marzo. El Zar y su familia fueron detenidos y recluidos en una casa de Ekaterimburgo, donde permanecieron hasta el 17 de julio de 1918, cuando fueron brutalmente fusilados por la llamada Guardia Roja, los bolcheviques. Los Romanov, por tanto, no murieron la noche en que la multitud atacó el Palacio de Invierno, como se sugiere en la película. Primera incongruencia histórica.

La Familia Real estaba formada por Nicolás II, Alejandra y sus hijos: las princesas Olga, Tatiana, María y Anastasia, y el heredero del trono, el pequeño Alexéi, enfermo de hemofilia. Todos ellos fueron asesinados en el sótano de la casa que servía de prisión: según los testimonios, las princesas tuvieron que ser rematadas a bayonetazos debido a que sus corsés impidieron que murieran con los primeros disparos. Anastasia tenía 17 años en el momento de su muerte, no 8. Segunda gran incongruencia de la película de Bluth.

La familia Romanov: Olga, María, Nicolás, Alejandra, Anastasia, Alexéi y Tatiana
La familia Romanov en 1913: Olga, María, Nicolás, Alejandra, Anastasia, Alexéi y Tatiana

A partir de aquí, comienza la leyenda. El hecho de que un registro de la tumba de la familia Romanov revelara la ausencia de dos cuerpos –el del pequeño Alexéi, de 13 años, y el de una de las hijas menores, Maria o Anastasia- se mezcló con la fama que tenía Anastasia en la Corte de joven traviesa, perspicaz y encantadora, adorada por todos, dando lugar al rumor de que uno de los guardias había ayudado a escapar a la muchacha y ella había pasado a vivir en el anonimato. En años posteriores, un gran número de mujeres trató de probar que ellas eran la Gran Duquesa. La más famosa fue Anna Anderson, personaje en el cual se inspiró Bluth para crear a la Anya de la película. Recientemente, sin embargo, se han descubierto los restos de Maria -la desaparecida era Maria y no Anastasia- y de su hermano, revelando que murieron el mismo día que el resto de su familia.

Anastasia Romanov en 1913
Anastasia Romanov en 1913

Anastasia Romanov en torno a 1915
Anastasia Romanov en torno a 1915

El personaje del antagonista de la película de Bluth posee, también, gran interés. Se trata de Rasputín, presentado en el filme como una especie de hechicero, descrito como “un farsante, ávido de poder y peligroso”. Cuando Nicolás le acusa públicamente de traidor, Rasputín le maldice “por los oscuros poderes que habitan en él”, asegurándole su muerte y la de su familia antes de quince días. Y continúa relatando la abuela de Anastasia: “Consumido por su odio a Nicolás, Rasputín vendió su alma a cambio del poder para destruirles”. Las palabras se acompañan de impactantes imágenes de esqueletos, diablos verdes y risas maléficas. Durante el resto de la película, el único afán de dicho personaje es acabar con la vida de Anastasia. La Revolución rusa queda así camuflada por Bluth y Goldman en medio de una historia increíble de conjuros y hechicería.

Pero, ¿quién era en realidad Rasputín?  Se trataba de la persona más influyente de la Corte de la Rusia Imperial en la época en que vivía Anastasia. Grigori Rasputín, apodado “el Monje Loco” por su supuesta relación con la magia negra, era el consejero de la zarina Alejandra, un hombre caracterizado por sus excelentes artes de seducción, que contrastaban con su apariencia tosca. Era el único capaz de cortar las hemorragias del príncipe Alexéi, enfermo de hemofilia, mediante una “hipnosis curativa”, ganándose el favor real, especialmente el de la zarina. Cuando la situación de Rusia comenzaba a ser muy tensa, la Corte pasó a considerar nefasta la influencia de Rasputín sobre los zares, y el príncipe Félix Yusúpov le tendió una trampa para asesinarlo, el 17 de diciembre de 1916. Contrariamente a lo que se sugiere en la película, los Romanov lloraron su muerte.

Gregori Rasputín, consejero de la zarina Alejandra
Gregori Rasputín, consejero de la zarina Alejandra

No obstante, es cierto que existió un enfrentamiento entre Nicolás y Rasputín poco antes del asesinato del segundo, debido al escándalo que se produjo tras la divulgación, por parte de Rasputín, de cartas íntimas que la zarina y sus hijas le habían enviado. El rumor de que el monje había mantenido relaciones sexuales con ellas se extendió como la pólvora por la Corte, y Nicolás lo envió como peregrino a Palestina, para alejarlo temporalmente de su familia.

En todo caso, Bluth y Goldman encontraron en Rasputín un excelente cabeza de turco para responsabilizarlo, en la película, de la tragedia de los Romanov, ocultando de este modo la realidad de la revolución bolchevique. Y una se pregunta por el motivo de esta manipulación histórica, que resurge en momentos de la película como aquel en el que todo San Petersburgo baila y canta, especulando sobre el paradero de Anastasia, y en la película aparecen frases como “En este nuevo orden hay poco que comer”. En 1926, año en que se sitúa la acción, el dictador Stalin estaba ya al frente de la URSS, habiendo apartado a Trotsky de su camino. La URSS, la antigua Rusia, acababa de salir de un período de escasez durante el gobierno de los bolcheviques y sin haberse recuperado de la crisis surgida con la Primera Guerra Mundial.

Rasputín en la película de Bluth y Goldman
Rasputín en la película de Bluth y Goldman

En efecto, la dictadura estalinista resultó cruel para el pueblo soviético, que sufrió bajo su yugo, pero esto no implica que la época imperial fuera contemplada por ellos como un maravilloso resquicio del pasado, puesto que durante el reinado de Nicolás padecieron similares hambrunas. En la película, además, aparece incluso un “mercado negro” con objetos pertenecientes a la familia Romanov, como si tras la abdicación del Zar los saqueadores hubieran invadido su residencia. Esto no sucedió realmente así: los objetos de la familia fueron adquiridos y gestionados por el Gobierno Comunista.

Estas son algunas de las incongruencias históricas cometidas por la célebre película de la Fox, aunque el listado es mucho más amplio. Lógicamente, una película de animación, destinada a un público infantil, no puede tener un afán absoluto de rigor. Sin embargo, en ésta encontramos manipulaciones deliberadas, como el hecho de presentar el reinado de Nicolás II como una etapa digna de cuento de hadas y ocultar los verdaderos motivos que propiciaron la Revolución rusa, incluso la propia Revolución. No deberían consentirse dichas adulteraciones en productos culturales de masas, especialmente en los dedicados a un público infantil que aún no tiene una visión compleja de la Historia.

Y tras esta crítica, me gustaría dejar muy claro que la película, contemplada como objeto de ficción, me resulta estupenda, una de las mejores de animación que se realizaron durante mi infancia, y sigo quedando encantada cada vez que la veo y cuando, al llegar diciembre, resuena en mi memoria aquella memorable canción.

El olvidado Guy Williams

Guy Williams interpretando a Don Diego de la Vega
Guy Williams interpretando a Don Diego de la Vega

Bigotito fino, a lo Errol Flynn; cabello negro, bien peinado; una ceja ligeramente arqueada y una sonrisa seductora y cercana. Así recordamos al actor Guy Williams, famoso por su papel de Zorro en la serie clásica de Walt Disney de 1957, en el 25º aniversario de su fallecimiento, acaecido a finales de abril de 1989.

Muchos han sido los actores que han encarnado al justiciero enmascarado español creado por el escritor Johnston McCulley en 1919, comenzando por el polivalente Douglas Fairbanks –en La maldición de Capistrano, de Fred Niblo, en 1920-, pasando, entre otros, por Tyrone Power –en La marca del Zorro, de Rouben Mamoulian, en 1940-, hasta llegar a la versión más moderna, de 1998, protagonizada por el malagueño Antonio Banderas, titulada La máscara del Zorro, cuyo éxito resultó tan sorprendente que su director, Martin Campbell, decidió grabar una secuela en 2005, La leyenda del Zorro, que no alcanzó, ni mucho menos, la fama de su antecesora. De entre todos estos intérpretes, el más recordado por el público en general es el paradójicamente olvidado Guy Williams, que consiguió popularizar el personaje de McCulley.

En 1957, el mítico Walt Disney demostró que podía batir récords de audiencia rescatando una vieja historia de aventuras y otorgándole un toque de comedia, logrando que el Zorro llegara por igual al público infantil y al adulto. La serie que produjo, dirigida en origen por Norman Foster y con un total de 39 capítulos repartidos en dos temporadas, se grabó en blanco y negro entre 1957 y 1959, y fue remasterizada en color en 1992. El mayor acierto de Disney fue, sin duda alguna, la elección de Guy Williams para su papel protagonista. Williams, de 33 años, que ya había desempeñado papeles menores para el cine y la televisión, se vio de repente ante el difícil reto de insuflar nueva vida al personaje que habían interpretado estrellas como Fairbanks o Power. El resultado, sin embargo, resultó deslumbrante: superó con creces las expectativas, saltando a la fama y obteniendo generaciones enteras de fans, y hasta una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood que le fue concedido póstumamente, en 2001. A día de hoy, su figura amenaza con perderse, injustamente, en el olvido.

Guy Williams en su papel del Zorro
Guy Williams en su papel del Zorro, desenmascarado para posar

Guy Williams en su papel del Zorro
Guy Williams en su papel del Zorro

Guy Williams, nacido como Armando Catalano el 14 de enero de 1924 en Nueva York, fue hijo de humildes inmigrantes sicilianos que se instalaron en el popular barrio neoyorquino de Little Italy, donde transcurrió la infancia de Armando. En contra de los deseos de sus padres, que querían verlo convertido en un próspero vendedor de seguros, el joven decidió internarse por el pantanoso terreno de la interpretación, consiguiendo varios trabajos como modelo en campañas comerciales que le otorgaron una cierta fama en el mundillo. Sin duda, poseía virtudes que lo favorecían: tenía ímpetu, carisma, medía 1’90 y se caracterizaba por una belleza con aire latino que, sin embargo, le cerró las puertas ante algún director norteamericano. Por esa razón, su representante le hizo adoptar el nombre artístico de Guy Williams. El favorable resultado no se hizo esperar: en 1946, obtuvo un contrato de la prestigiosa productora Metro Goldwyn Mayer y se mudó a Hollywood durante una temporada. Tenía por entonces 22 años. En 1952, regresó a Hollywood gracias a un contrato de un año de Universal Pictures.

Guy Williams posando durante sus años como modelo
Guy Williams posando durante sus años como modelo

Guy Williams protagonizando un anuncio de colchones
Guy Williams protagonizando un anuncio de colchones

Hasta 1957, sus papeles fueron poco importantes. Ese mismo año, se presentó en un casting organizado por la compañía Disney, que buscaba un actor protagonista para su nueva versión del Zorro, y fue elegido debido, precisamente, a ese aire latino que otros directores habían rechazado, y que encajaba muy bien en el personaje del espadachín enmascarado. Además, Williams poseía unas nociones básicas de esgrima, puesto que en su familia dicho deporte se constituía como una tradición familiar. Al mismísimo Walt Disney le pareció perfecto para el papel, y enseguida le hizo retomar sus lecciones de esgrima y le instó a que se dejará el bigotito tan característico del Hollywood clásico y, por extensión, de la propia figura de Williams.

El ascenso a la fama fue desmesurado: Williams logró que, hasta la actualidad, se le asocie, a él más que a ningún otro actor, con Diego de la Vega, el hombre que se escondía tras la máscara del Zorro. Configuró la personalidad que hoy todos recordamos: un espadachín valiente, ingenioso y carismático, que de día se refugia tras la inofensiva identidad de Diego de la Vega, un hacendado californiano rico, frívolo e intelectual, y de noche salta sobre su fiel caballo Tornado para, disfrazado con sombrero, capa y máscara negros, combatir la corrupción y la maldad instaurada en el pueblo de Los Ángeles, que en la serie, desarrollada en 1820, aún era una colonia española.

Britt Lomond (Capitán Monastario) y Guy Williams (el Zorro)
Britt Lomond (Capitán Monastario) y Guy Williams (el Zorro)

Guy Williams como Diego de la Vega
Guy Williams como Diego de la Vega

Imagen del opening de la serie de Disney
Imagen del opening de la serie de Disney

Guy Williams junto al creador del Zorro, Johnston McCulley
Guy Williams junto al creador del Zorro, Johnston McCulley

La serie de Disney, un auténtico éxito, se mantuvo hasta 1959, año en que los desacuerdos entre Walt Disney y ABC, la cadena donde se emitía, alcanzaron su culmen. Aunque Williams, por entonces millonario, todavía participó en otras series como Bonanza (1965) y Perdidos en el espacio (1965-68) y en dos largometrajes de 1962 –Damon y Pythias y Capitán Simbad-, su carrera fue cayendo progresivamente en el olvido. En la década de los setenta dejaron de llegarle ofertas de contratos, y él mismo fue abandonándose hasta el punto de separarse de su familia y pasar sus últimos años en Buenos Aires, donde se sintió más calurosamente acogido, en contraste con un Hollywood que cada vez le resultaba más hipócrita y alejado de sus propios ideales. Se declaró en contra de la “cruzada anticomunista” de la Guerra Fría que, según él, tenía a Disney como eje. En 1978, el argentino Canal 13 volvió a emitir la serie de El Zorro y Williams participó en la promoción, interviniendo en el famoso programa de Jorge Porcel. Por esta época conoció al joven Fernando Lúpiz, un actor experto en esgrima que le acompañó en su gira interpretando el papel del malvado antagonista, el Capitán Monastario, anteriormente representado por Britt Lomond. Williams y Lúpiz iniciaron una amistad inseparable que se mantendría hasta la muerte del primero.

Guy Williams interpretando a Simbad el Marino
Guy Williams interpretando a Simbad el Marino

Guy Williams y Fernando Lúpiz en los setenta
Guy Williams y Fernando Lúpiz en los setenta

Guy Williams y Fernando Lúpiz en los setenta
Guy Williams y Fernando Lúpiz en los setenta

En sus primeros años en Buenos Aires, Guy Williams mantuvo una activa vida social y profesional, dirigiendo una empresa de pannetonne en California, participando en programas televisivos locales y actuando junto a Lúpiz en el Circo Real Madrid, explotando su antiguo papel de Zorro. Durante tres años, preparó el proyecto de un nuevo largometraje en el que el personaje, ya veterano, se codeaba con su hijo, papel que representaría Lúpiz. El proyecto, que se titularía El Zorro vivo o muerto, fracasó debido a las exigencias de su director, Palito Ortega. La frustración empujó a Williams a retirarse de la vida social, iniciando un tranquilo retiro en el que se dedicó a sus aficiones: el vino, el ajedrez y los viajes. Era una persona extrovertida y sociable que no encontraba problemas a la hora de hacer amigos.

Por lo que se conoce de su vida sentimental, esta fue relativamente tranquila desde 1948, año en que conoció, en una campaña en la que trabajaba, a la modelo publicitaria Janice Cooper, con la que se casó ese mismo año y posteriormente tuvo dos hijos en 1952 y 1956, Guy Steve y Anthony. La estabilidad duraría hasta 1979, cuando se separó de Janice para marcharse definitivamente a Buenos Aires, donde se embarcó en una tormentosa relación con la periodista Araceli Lisazo, a quien conoció por mediación de Fernando Lúpiz. A Araceli le siguieron un buen número de novias que conocía en los eventos organizados por la jetset local. Al final de su vida, había retomado el contacto con ella, pero este se vio trágicamente interrumpido por su muerte, en completa soledad, en su lujoso apartamento del barrio porteño de La Recoleta, oficialmente debido a una aneurisma cerebral. Años antes, Williams había superado una embolia que mermó su salud. Sin embargo, su fallecimiento –pobremente cubierto por algunos medios argentinos- estuvo rodeado de teorías conspiratorias que incluían elevadas deudas mezcladas con complicaciones sentimentales. Su cuerpo fue descubierto en estado de descomposición, cuando ya llevaba una semana muerto y el insoportable hedor había alertado a los vecinos.

Guy Williams en sus últimos años en Buenos Aires
Guy Williams en sus últimos años en Buenos Aires

Así, envuelta en la soledad y el abandono, resultó la muerte de una de las carreras más meteóricas del Hollywood clásico. En la actualidad, sus comunidades de fans se esfuerzan por obtener reconocimientos para un excelente actor que merecía mucho más de lo que el tiempo le ha otorgado. Porque hoy, 25 años después de su fallecimiento, todavía nos parece sentir el viento en la cara –a lo lejos, de fondo, una guitarra española-, la noche de California abrigando el crepitante galopar del Zorro ante la mirada acerada y furiosa del Capitán Monastario. Y es que Guy Williams también dejó grabada una “Z” en nuestros corazones.

El siguiente vídeo corresponde a un fragmento del capítulo 15: «García, acusado», en el que tienden una trampa al cómico y patoso Sargento García -interpretado por Henry Calvin-, que es comandante en funciones y está obsesionado con atrapar al Zorro. En el fragmento, vemos a Diego de la Vega -Guy Williams- cantando al ritmo de una guitarra española: