Conocí un adelanto de Nadar en seco en la magnífica antología Ahora que es tarde (La Garúa, 2020): una cuidada selección de la obra de José Luis Morante desde 1990. Con ella, el autor confirmó lo que muchos ya sabíamos: un lugar definido en el panorama poético nacional. Su dilatada trayectoria refleja el tiempo que le ha tocado vivir, pero, más allá de influencias, ha logrado una voz reconocible, propia, que es una de las mayores aspiraciones de cualquier poeta. Dicha voz ha partido de una asombrosa madurez, presenta ya en los primeros libros, para continuar evolucionando.
Llegamos así a la obra que ahora nos ocupa: Nadar en seco, recientemente coeditada por Isla Negra y Crátera. Poesía pausada, meditativa, honda, para hacer frente a un universo vertiginoso. Cuando leo a José Luis Morante creo verlo a él, con ese aire inocente y lúcido, con su sabiduría sosegada. En esta obra hay poemas que me arrancan una sonrisa, porque en ellos se proyecta de forma muy precisa su particular visión del mundo. Por ejemplo, aquel en el que un gimnasio le trae el recuerdo de Saramago recordando, a su vez, a Platón, con su alegoría de la caverna. El extrañamiento del poeta en un espacio cotidiano como el gimnasio lo conduce a pensar en aquellas sombras que imitaban la realidad. O en “Ombligo”, donde disecciona las emociones surgidas a partir del visionado de un partido de la Champions League: “Nada nos une más que un gol de champions”. La voz poética parece, en estas ocasiones, bajarse del mundo rutinario e incuestionable para contemplarlo en la distancia con los ojos hambrientos del buen observador.
Es fundamental en su poética esta curiosidad por el mundo que lo rodea, a través del cual desarrolla una búsqueda de la propia identidad. Como escribe José Antonio Olmedo López-Amor en su acertado prólogo, su poética “nació de la soledad contemplativa, no ante un paisaje natural e idílico, sino en plena urbe. […] Nadar en seco es una carta abierta a la otredad, una experiencia interior, aunque apunte su mirada hacia lo urbano”. Para diseccionar el mundo, el poeta necesita estar solo, y de su soledad y sosiego brota una voz honda, pero contenida, una voz reflexiva que va desperdigando, aquí y allá, sentencias de tono filosófico que bien podrían convertirse en aforismos independientes: “Sé que soy mientras busco”, “La memoria concreta los átomos dispersos del poema, / es un germen de luz / que ilumina la noche, en paz consigo”, “En su abierto costado / hila espejos la noche”, “En un rellano próximo esperaba / la gravedad portátil del futuro”. No en vano Morante se ha forjado un reconocimiento también como aforista.
Ese poema concretado por la memoria confirma que, para el poeta, el presente es la consecuencia del pasado, y asistimos a una identificación entre poesía y vida: “Te sueño y me propongo / hacer de nuestra vida / un poema continuo”. Resulta recurrente la imagen del frío, como algo próximo o acechante, que podría identificarse con el futuro, con la vejez: “Cuando miro la línea de horizonte / todo es un socavón difuso y frío”. Pero, ante esto, hay un sentido constante de lucha que se refleja muy bien en el poema que da título a la obra, “Nadar en seco”: “No dejo que el cansancio me carcoma. / Sacudo el agua ausente. / En los brazos maltrechos / hay jirones de mí”. Aquello que “nada en seco” es “el tiempo que no tuvo”: las posibilidades cegadas por el presente. La poesía continúa erigiéndose como refugio de la realidad: “toco fondo / y me quedo a vivir en el poema”. Siempre persiste la esperanza, “un temblor auroral, / la claridad pujante del comienzo”. Es esa semilla en la que “a resguardo del tiempo, / y su rumor de tábanos” duerme otra semilla. En cierto modo, el poeta sigue siendo un niño esperanzado, ese niño “que cobija sus preguntas / en los frágiles bordes / de una página escrita”, el que resucita cuando el adulto visita la casa de su infancia.

También es el niño quien protagoniza el primer recuerdo de aquel mayo del 68 que da título a un poema, y su visión es inocente, pero atenta, como la del poeta adulto que, muchos años después, reflexiona: “Ha transcurrido más de medio siglo / y cabe preguntarse / si la revolución es periferia por donde nadie pasa, / si está todo más claro, / o si aquel viejo mayo encanecido / es continuo derrumbe, / una imposible torre de babel”. Porque la mirada de la voz poética no se limita a su propio interior. Como escribía el prologuista, la poesía nace de la contemplación de la urbe. También del mundo, en general: se refleja la preocupación social en poemas como “La voz del sueño”, en el que ahonda en las emociones de una marroquí cuyo “sueño estéril” es “la cóncava humedad de la patera / y el furtivo oleaje de aguas turbias”. Emocionante es también el poema “Funerales”, en el que dice de los muertos: “Extraños en la nada y la negrura, / en su espanto secreto, / ellos tampoco saben olvidar”. O aquel titulado “España”, en el que, tras citar a Blas de Otero, escribe: “España ya no existe como tema poético; / es solo un sustantivo que dormita / en el viejo jergón / del poeta social”.
Otras veces, se vuelve a sus escritores de referencia o a la mitología griega; hacia Homero, “ese poeta ciego que no tuvo biografía”, o hacia Argos, “el perro que guardó la memoria de Ulises”. Y así, mirando también hacia fuera, el poeta se va encontrando: “Es aquí donde estoy, / tras las grietas de un yo parapetado / en la profundidades de sí mismo”. En “Invitación al otro”, resume su poética en seis versos: “Aprendo a articular los argumentos / en torno a otros motivos. / Contención y pudor. / El yo debe quedar inerme entre la grava; / ser reliquia. / Quien importa es el otro”. Y también “El futuro es de otros”, como confiesa en el último verso del poema “En clave autobiográfica”, en el que encontramos un bonito guiño a Alberti: “Yo nací (perdonadme) / con la televisión en blanco y negro”.
La poesía de Morante es condensada, hace uso de la palabra justa y eso no impide, sin embargo, que nos regale brillantes metáforas, como esta: “Sobre la sed ferrosa pongo el labio, / sorbo zumo en el borde / y es un cuenco repleto de nostalgia”. Sobresale también, como un rasgo muy propio del autor, el acertadísimo sentido del ritmo, que aleja sus versos del exceso prosaico.
Aunque a veces sobrevuela los poemas un cierto pesimismo –muy característico, por otra parte, de la Generación del 50–, prevalece siempre la esperanza. La voz poética “no cede nunca al extravío / de perder la inocencia”. Porque, en sus propias palabras –en un magnífico cierre del poemario–, al fin y al cabo, “La nada es otro modo de empezar”.