Cada quince de agosto, mis padres solían llevarme a dar una vuelta por las madrileñas fiestas de La Paloma. Es una tradición familiar que me gusta conservar, aunque deba ser sin ellos. Este año, la programación anunciaba “música castiza” en las Vistillas. Al contrario que a la mayoría de integrantes de mi generación, el adjetivo “castizo” no me causa rechazo, sino más bien lo contrario. Se trataba de chotis, pasodobles y zarzuelas populares. Lo cierto es que el planteamiento era algo cutre, porque se limitaron a poner una grabación muy artificial, en lugar de contratar alguna orquesta en directo. Pero me emocioné igualmente, pues todas esas piezas forman parte de mi propia idiosincrasia y mi limitada biografía está plagada de recuerdos en los que aparecen, de uno u otro modo. Sin embargo, a mi lado había una pareja indignada. Un treintañero que se quejaba del carácter “fascista” de la programación musical y que acabó marchándose bruscamente al sonar el pasodoble “En er mundo”, habiendo alcanzado su límite de indignación. Su postura, que no es única ni exclusiva, me condujo a reflexionar.
Concentración hippie en San Francisco durante el Verano del Amor (1967)
En cuestiones de música, confieso que siento debilidad por la década de los sesenta. Partiendo de esta consideración, no se puede obviar que 1967 fue El Año, por muchas razones que cobran forma de grandes canciones y álbumes y de las que hablaré brevemente en este artículo.
Puede resultar extraño para algunos lectores que me decante por los sesenta cuando yo nací en los albores de los noventa; pero con la música ocurre como con la literatura: ¿por qué recurrir a un best seller de Dan Brown si puedes acceder a un Dostoyevski? Pues bien: ¿qué razones me llevarían a contentarme con Ed Sheeran o Lady Gaga, si puedo rescatar un disco de los Beatles? Algunos, en el terreno musical, también nos rendimos ante el magisterio de los clásicos. Y la música de los sesenta contiene la dosis exacta de sentimentalidad mezclada con ritmo. Un requiebro nostálgico y hondo en medio del terreno de lo “bailable”, como podría ser los dos inicios de estrofa en “Good Vibrations” (The Beach Boys), que contrastan exquisitamente con el estribillo. Comparada con la de los sesenta, la música actual me resulta previsible y anodina —aunque exista alguna que otra honrosa excepción—. En los setenta, la música perruna de discoteca eran los Bee Gees. ¡Los Bee Gees! Ahora soportamos a Juan Magán, Enrique Iglesias y Shakira. ¿Qué nos ha pasado?
Portada del álbum The Voice Of Scott McKenzie, publicado en 1967, que incluye su gran éxito «San Francisco»
Hace medio siglo, en junio de 1967, Scott McKenzie convocaba en San Francisco a los hippies de medio mundo instándolos a que llevaran flores en el cabello —Be Sure To Wear Flowers In Your Hair—. La famosa canción fue obra de John Phillips, el ya por entonces celebérrimo vocalista de The Mamas & The Papas, que colaboró con la industria discográfica de Los Ángeles para sembrar el inicio de lo que se ha conocido históricamente como el Verano del Amor (Summer of Love). Este no debe entenderse más que como un intento de comercialización del movimiento contracultural que se venía gestando en San Francisco —concretamente, en el barrio de Haight-Ashbury— desde hacía aproximadamente un año. Influyeron varias cuestiones: el legado de los beatnik, los bajos precios de los alquileres en Haight-Asbury, la legalidad del LSD en California hasta octubre de 1966, la oposición de los pacifistas a la cruenta Guerra de Vietnam. El resultado se concretó en oleadas de jóvenes que se asentaban en San Francisco con la aspiración de vivir enfrentados al sistema, experimentando con la psicodelia aportada por las drogas y con nuevas formas de sexualidad. Lo que empezó como una revolucionaria y alocada propuesta se iría internando después por caminos más oscuros y peligrosos que conducían, en muchos casos, a la muerte.
Brian Jones y Jimi Hendrix durante el Monterey Pop Festival de 1967
El culto al amor libre, la protesta ante la Guerra de Vietnam y la oposición al sistema capitalista del colectivo hippie constituyeron el caldo de cultivo para el Verano del Amor que gestaron artificialmente Phillips y sus amigos y que acabaría arrasando con la comunidad que se había formado en Haight-Asbury, como bien explica Diego A. Manrique en un artículo de hace un año en El País. En la práctica, se trató de una concentración masiva de hippies y de curiosos en el área de San Francisco. La industria musical californiana dio luz, ese verano, al primer festival al aire libre de la historia del rock: el Monterey Pop Festival, celebrado entre el 16 y el 18 de junio. En él actuaron leyendas como Jimi Hendrix, Janis Joplin, Otis Redding, Eric Burdon y The Animals, The Byrds, Jefferson Airplane, The Who, Grateful Dead, Buffalo Springfield, The Rolling Stones…
Jefferson Airplane actuando durante el Monterey Pop Festival de 1967
El rock psicodélico fue, en mi opinión, la mejor aportación del movimiento hippie a la historia de la cultura. En 1967, se formaron grupos de la talla de Fleetwood Mac, Steppenwolf o Status Quo, y fue el año en que se lanzaron álbumes y sencillos imprescindibles para el género, que demuestran mi teoría acerca de que, en el terreno musical, fue El Año. Concluyo este artículo con una lista que incluye algunos de los álbumes y sencillos más famosos:
Hasta las hojas más íntimas Ojos de la Tormenta estaba enamorado aun sin saber de quién.
(Luis Cernuda)
Hay noches en las que el mundo se parece a una canción de Al Stewart y me presiento cuajada de habitaciones de hoteles y de maletas a medio deshacer, en medio de rascacielos indiferentes y de ciudades sin alma. Si estás a mi lado, esas mismas ciudades se encienden y sonríen con fogonazos de neón y hay voces que gritan a todo color
MANHATTAN
MANHATTAN
MANHATTAN.
Nunca comprendo el motivo pero, en cambio, sé que podríamos pasarnos la noche entera vigilando las tormentas de los transeúntes desde la terraza del piso 72 de aquel rascacielos que todavía ningún arquitecto ha decidido construir.
Me gusta mirarte a los ojos. No los tienes de ningún color o, más bien, los tienes de todos los colores. A veces eres rubio y, poco a poco, tu cabello se va oscureciendo y tu sonrisa no es la misma. Eres muchas personas a la vez, y ninguna. Pero tu forma de mirarme no cambia, y siempre que eso ocurre me acuerdo de aquellas palabras de Goytisolo, aquellas que decían: “Miras a quien te mira y quisieras tener el poder necesario para ordenar que en ese mismo instante se detuvieran todos los relojes del mundo”.
Luego el viento se deshace a nuestro alrededor y la noche se vuelve la nuit, y los colores cortantes del crepúsculo sucumben a aquel París bohemio que solo existe en imaginaciones sobrecargadas de fogonazos (MANHATTAN MANHATTAN MANHATTAN). Al fin y al cabo, de París únicamente queda un trocito junto al Sacré Coeur: un rinconcillo tamizado de acordeón en el que, mirando a través de unas rejas, se puede contemplar la Tour Eiffel. Porque todos los poetas malditos y las historias de revoluciones viajan en tus pupilas, esas cuyo color me gustaría adivinar. (Por fin logro escuchar “La vie en rose” sin la venenosa dosis de tristeza que me desbordaba las entrañas.)
Pero si tuviera que elegir una canción de amor, ya sabes cuál sería. Me la reservo para el sueño de alguna noche del verano madrileño en la que incluso las estrellas se atrevan a escapar por el lienzo postimpresionista del firmamento. No me preguntes en qué lugar estamos; no soy capaz de distinguirlo. Me siento hechizada por tu voz, que me envuelve y me acuna despacio, como si no fuera más que una niña que tuviera frío. Me coges de la mano, comenzamos a caminar por calles por las que nunca había pasado –tú, y solo tú, conoces todos sus secretos– y, a lo lejos, la ciudad resplandece. Sí: lo has adivinado. Es nuestra canción: aquella de los Moody Blues que se pierde por las lejanísimas fronteras del siglo veinte. Quisiera volver. No; más bien quisiera que volvieses. Aunque no te vea. O mejor aún: quisiera bailar, pero bailar de verdad, despacio, mirándonos a los ojos –a tus ojos desconocidos–. Parece que a todo el mundo se le ha olvidado, ¡y yo que todavía tengo que aprender…! Te estaba esperando; sabía que llegarías, para enseñarme, porque a ti sí te gusta bailar. Moriremos bailando las noches de blanco satén mientras Madrid se consume en su propio fuego de alto voltaje y, al despertar la mañana…
.
¡…No! Has vuelto a cambiar de canción. ¿Es porque está amaneciendo? ¿Porque lentamente regresamos a Al Stewart y a mi Manhattan imposible y a las horas secuestradas en una maleta sin haberme movido de mi habitación? Sí, ya recuerdo cómo empezaba: On a morning from a Bogart movie, in a country when they turn back time… Humphrey nunca fue guapo, ¿verdad? Pero tenía algo en la mirada que… Algo que parecía decir: “Volveré”.
¿Volverás tú también? Sí; sí que lo harás; todavía no me has enseñado a bailar… pero vuelve convertido en ti mismo, para que pueda mirar tu pelo y el verdadero color de tus ojos.
Te vas otra vez, despacio, como arrepintiéndote. La ciudad comienza a desvanecerse de nuevo en el gris de los aires, y una pregunta se queda flotando entre la niebla.
Portada de Mi nombre de agua, publicado en Ediciones de la Torre, 2016
Seguimos recordando los devenires de mi segundo poemario durante el mes de junio. Hoy quiero aludir a la presentación que tuvo lugar el pasado viernes 24 de junio en Madrid: una velada memorable, a pesar de que se cernía sobre mí la terrible sombra de las calificaciones del examen de oposición, que presentía -y no me equivocaba- funestas. Pero su proximidad no logró ensombrecer lo que se convirtió en una de las noches más bonitas de mi «carrera» literaria, gracias a las personas que me apoyaron y me transmitieron, con su presencia y su entusiasmo, la fuerza que necesitaba.
Fue en el precioso Pabellón del Espejo, en el Paseo de Recoletos. Allí ya había presentado en 2014 mi primer poemario y había quedado fascinada por el espíritu lírico, romántico, que desprendía, con su estilo art decó armonizado con las preciosas cristaleras. Los camareros, además, no podían ser más amables y solícitos con nosotros.
En la mesa, me acompañaron el editor, José María de la Torre -que ha vuelto a depositar su confianza en mis versos al publicarme Mi nombre de agua– y Eduardo Pérez-Rasilla, profesor de literatura de la Universidad Carlos III de Madrid. Su asignatura fue una de las únicas por las que no me arrepiento de haber estudiado Periodismo. Eduardo, con su sabiduría y su maravillosa capacidad para bucear por las aguas turbulentas de la literatura, hizo un análisis completo de mi obra, acertando plenamente respecto a su esencia.
Además conté con el inestimable acompañamiento musical de dos grandes de la guitarra eléctrica: Juan Casado y Álvaro Gabaldón, integrantes de la banda de rock The Vagus Group, y la ayuda técnica de Jacinto, trabajador del CEIPSO Tirso de Molina.
Entre el público asistente había familia, amigos cercanos, amigos más lejanos cuya presencia me sorprendió maravillosamente y conocidos interesados en mi libro. Hubo poetas y lectores de poesía; hubo personas a las que no les fascina la lírica, pero estuvieron allí por el aprecio que sienten por mí. Me sentí muy arropada y me encantó que el público disfrutara con el recital, porque la mayor aspiración de cualquier escritor es la de transmitir algo a quienes lo leen, a quienes lo escuchan: «Su canto asciende a más profundo cuando, abierto en el aire, ya es de todos los hombres» (Rafael Alberti).
Os dejo unas fotografías del acto tomadas, en su mayoría, por Javier Lozano, y por otros amigos que estuvieron presentes y tuvieron la amabilidad de enviármelas:
Y por último, una serie de vídeos de algunos poemas de la obra que recitamos a lo largo del acto, grabados por Javier Lozano: