Llega el postrer mes del año y en mi memoria resuena, como siempre, aquella canción titulada “Una vez en diciembre”, perteneciente a la banda sonora de la película de animación Anastasia, producida por la Fox –aunque esté muy extendido el error de atribuirla a Disney– y dirigida por Don Bluth y Gary Goldman en 1997.
.
La película se sitúa en 1916, en la Rusia Imperial, en un baile celebrado en el Palacio de Invierno por el Zar Nicolás II, de la dinastía de los Romanov, en el que se conmemoraba el trigésimo centenario de gobierno de la familia. Anastasia, la hija menor de Nicolás II y de la Emperatriz Alejandra, se presenta como una alegre niña de ocho años que le dedica un dibujo a su abuela, la madre del Zar. Ella, a su vez, le regala una cajita de música dorada, incrustada de piedras preciosas, que se abre con una llave-colgante que lleva inscrito un mensaje muy especial: “Juntas en París”. El mensaje alude a un futuro encuentro en el palacio de residencia de la abuela, situado en París.
Pero entonces, la hermosa fiesta es interrumpida por el malvado Rasputín, un monje entregado a la magia negra cuya aparición causa un auténtico revuelo entre los invitados. Rasputín, rechazado por el Zar, maldice a la familia Romanov. Fruto de esa maldición, estalla la revolución en Rusia, y la Familia Real es atacada y perseguida. Un criado esconden a la pequeña Anastasia, salvándole la vida. En su huida, la niña se da un golpe y pierde la memoria.

La acción da un salto a diez años después, cuando una Anastasia ya mayor de edad sale del orfanato donde ha estado viviendo hasta entonces y se dirige a San Petersburgo. No recuerda su verdadera identidad ni su pasado, y se hace llamar Anya. En San Petersburgo, se encuentra con Dimitri –que fue criado de Nicolás II, el mismo que la ayudó a huir en 1916- y Vlad –antiguo miembro de la Corte-, que buscan una actriz a la que instruir para hacerse pasar por la Gran Duquesa Anastasia y, de ese modo, conseguir los 10 millones de rublos que la madre del Zar ofrece como recompensa. Dimitri ve un tremendo parecido entre Anya y Anastasia, y decide prepararla para presentarse ante la madre del Zar como la Gran Duquesa.


Después de un largo viaje hasta París en el que Rasputín, regresado de la muerte, la persigue incansablemente, Anya recuerda su pasado al encontrarse con su abuela, y esta la reconoce como nieta, y Rasputín es vencido en una última y feroz batalla. Sin embargo, la joven elige permanecer en el anonimato para vivir junto a su gran amor, Dimitri.
Canciones preciosas, vestidos vaporosos, bailes de época y una bella historia de amor protagonizada por una joven vagabunda cuya verdadera identidad era la de una princesa. Tenía ocho años cuando vi la película por primera vez y salí del cine deseando que la sacaran en formato VHS –sí, por entonces se llevaba el VHS- para poder tenerla en casa y volver a verla cada vez que quisiera. Diecisiete años más tarde, continúa haciéndome la misma ilusión deleitarme con las logradas animaciones de Bluth y cantar de memoria las canciones que obtuvieron una nominación al Oscar en 1999. No cabe ninguna duda de que Bluth logró atrapar a todas las niñas de mi generación –sobre todo a las que más contaminadas estábamos por el fenómeno “princesas Disney”- y de que en las Navidades de 1998 la “Barbie Anastasia” triunfó como regalo de Reyes en sus diferentes modelos –yo tengo a “Anastasia patinadora”…-.

Sin embargo, contemplado desde una perspectiva menos inocente, el asunto se ensombrece bastante, porque lo que Bluth consiguió también fue que dicha generación de niñas condenáramos, categórica e inconscientemente, la Revolución rusa. Una manipulación en toda regla de la Historia, señores.
Hubo una época, no hace mucho tiempo, en que vivíamos en un mundo encantado de elegantes palacios, grandes fiestas. Corría el año 1916 y mi hijo, Nicolás, era el Zar de la Rusia Imperial. Celebrábamos el tricentenario de gobierno de nuestra familia.
Así comienza la película, con el sesgado relato de la abuela de Anastasia. Aquel “mundo encantado” de palacios y fiestas estaba reservado a la minoría perteneciente a la realeza y la nobleza, puesto que el pueblo ruso se moría de hambre, inmerso en un régimen autocrático y represivo. La “chispa de infelicidad que existía en el país”, en palabras de la abuela de la película, era en realidad una auténtica revolución que llevaba forjándose desde 1905, año de manifestaciones, huelgas y creación de unos órganos de gobierno independientes del Estado: los sóviets.
Aunque a los ocho años no tuviéramos idea de aquello, Nicolás II era algo más que ese padre sonriente y dulce, con barba, que nos muestra la película. Su apodo popular era “Nicolás el Sanguinario”, y se lo ganó por reinar durante algunos de los episodios más cruentos de la historia de Rusia, como la Tragedia de Jodynka o el Domingo Sangriento de 1905. Se dice, sin embargo, que la personalidad de Nicolás Romanov era bondadosa e indulgente y que él se dejaba influir demasiado por sus consejeros y por su esposa, Alejandra, que jamás logró ganarse a la Corte por su carácter frío y reservado y por no ser de nacionalidad rusa, sino alemana –su verdadero nombre, antes de convertirse a la religión ortodoxa, era el de Alix, variante germanizada de Alicia-. A la hambruna y la represión presentes durante el régimen autocrático de Nicolás II se unió el desastre adicional que supuso, a partir de 1914, la situación de la Primera Guerra Mundial.

Cuando en febrero de 1917 estalló la sangrienta revuelta popular bolchevique en Rusia, Nicolás II había perdido por completo el contacto con la realidad de su país, y abdicó el 2 de marzo. El Zar y su familia fueron detenidos y recluidos en una casa de Ekaterimburgo, donde permanecieron hasta el 17 de julio de 1918, cuando fueron brutalmente fusilados por la llamada Guardia Roja, los bolcheviques. Los Romanov, por tanto, no murieron la noche en que la multitud atacó el Palacio de Invierno, como se sugiere en la película. Primera incongruencia histórica.
La Familia Real estaba formada por Nicolás II, Alejandra y sus hijos: las princesas Olga, Tatiana, María y Anastasia, y el heredero del trono, el pequeño Alexéi, enfermo de hemofilia. Todos ellos fueron asesinados en el sótano de la casa que servía de prisión: según los testimonios, las princesas tuvieron que ser rematadas a bayonetazos debido a que sus corsés impidieron que murieran con los primeros disparos. Anastasia tenía 17 años en el momento de su muerte, no 8. Segunda gran incongruencia de la película de Bluth.

A partir de aquí, comienza la leyenda. El hecho de que un registro de la tumba de la familia Romanov revelara la ausencia de dos cuerpos –el del pequeño Alexéi, de 13 años, y el de una de las hijas menores, Maria o Anastasia- se mezcló con la fama que tenía Anastasia en la Corte de joven traviesa, perspicaz y encantadora, adorada por todos, dando lugar al rumor de que uno de los guardias había ayudado a escapar a la muchacha y ella había pasado a vivir en el anonimato. En años posteriores, un gran número de mujeres trató de probar que ellas eran la Gran Duquesa. La más famosa fue Anna Anderson, personaje en el cual se inspiró Bluth para crear a la Anya de la película. Recientemente, sin embargo, se han descubierto los restos de Maria -la desaparecida era Maria y no Anastasia- y de su hermano, revelando que murieron el mismo día que el resto de su familia.


El personaje del antagonista de la película de Bluth posee, también, gran interés. Se trata de Rasputín, presentado en el filme como una especie de hechicero, descrito como “un farsante, ávido de poder y peligroso”. Cuando Nicolás le acusa públicamente de traidor, Rasputín le maldice “por los oscuros poderes que habitan en él”, asegurándole su muerte y la de su familia antes de quince días. Y continúa relatando la abuela de Anastasia: “Consumido por su odio a Nicolás, Rasputín vendió su alma a cambio del poder para destruirles”. Las palabras se acompañan de impactantes imágenes de esqueletos, diablos verdes y risas maléficas. Durante el resto de la película, el único afán de dicho personaje es acabar con la vida de Anastasia. La Revolución rusa queda así camuflada por Bluth y Goldman en medio de una historia increíble de conjuros y hechicería.
Pero, ¿quién era en realidad Rasputín? Se trataba de la persona más influyente de la Corte de la Rusia Imperial en la época en que vivía Anastasia. Grigori Rasputín, apodado “el Monje Loco” por su supuesta relación con la magia negra, era el consejero de la zarina Alejandra, un hombre caracterizado por sus excelentes artes de seducción, que contrastaban con su apariencia tosca. Era el único capaz de cortar las hemorragias del príncipe Alexéi, enfermo de hemofilia, mediante una “hipnosis curativa”, ganándose el favor real, especialmente el de la zarina. Cuando la situación de Rusia comenzaba a ser muy tensa, la Corte pasó a considerar nefasta la influencia de Rasputín sobre los zares, y el príncipe Félix Yusúpov le tendió una trampa para asesinarlo, el 17 de diciembre de 1916. Contrariamente a lo que se sugiere en la película, los Romanov lloraron su muerte.

No obstante, es cierto que existió un enfrentamiento entre Nicolás y Rasputín poco antes del asesinato del segundo, debido al escándalo que se produjo tras la divulgación, por parte de Rasputín, de cartas íntimas que la zarina y sus hijas le habían enviado. El rumor de que el monje había mantenido relaciones sexuales con ellas se extendió como la pólvora por la Corte, y Nicolás lo envió como peregrino a Palestina, para alejarlo temporalmente de su familia.
En todo caso, Bluth y Goldman encontraron en Rasputín un excelente cabeza de turco para responsabilizarlo, en la película, de la tragedia de los Romanov, ocultando de este modo la realidad de la revolución bolchevique. Y una se pregunta por el motivo de esta manipulación histórica, que resurge en momentos de la película como aquel en el que todo San Petersburgo baila y canta, especulando sobre el paradero de Anastasia, y en la película aparecen frases como “En este nuevo orden hay poco que comer”. En 1926, año en que se sitúa la acción, el dictador Stalin estaba ya al frente de la URSS, habiendo apartado a Trotsky de su camino. La URSS, la antigua Rusia, acababa de salir de un período de escasez durante el gobierno de los bolcheviques y sin haberse recuperado de la crisis surgida con la Primera Guerra Mundial.

En efecto, la dictadura estalinista resultó cruel para el pueblo soviético, que sufrió bajo su yugo, pero esto no implica que la época imperial fuera contemplada por ellos como un maravilloso resquicio del pasado, puesto que durante el reinado de Nicolás padecieron similares hambrunas. En la película, además, aparece incluso un “mercado negro” con objetos pertenecientes a la familia Romanov, como si tras la abdicación del Zar los saqueadores hubieran invadido su residencia. Esto no sucedió realmente así: los objetos de la familia fueron adquiridos y gestionados por el Gobierno Comunista.
Estas son algunas de las incongruencias históricas cometidas por la célebre película de la Fox, aunque el listado es mucho más amplio. Lógicamente, una película de animación, destinada a un público infantil, no puede tener un afán absoluto de rigor. Sin embargo, en ésta encontramos manipulaciones deliberadas, como el hecho de presentar el reinado de Nicolás II como una etapa digna de cuento de hadas y ocultar los verdaderos motivos que propiciaron la Revolución rusa, incluso la propia Revolución. No deberían consentirse dichas adulteraciones en productos culturales de masas, especialmente en los dedicados a un público infantil que aún no tiene una visión compleja de la Historia.
Y tras esta crítica, me gustaría dejar muy claro que la película, contemplada como objeto de ficción, me resulta estupenda, una de las mejores de animación que se realizaron durante mi infancia, y sigo quedando encantada cada vez que la veo y cuando, al llegar diciembre, resuena en mi memoria aquella memorable canción.