El lenguaje y la literatura como motores del pensamiento humano en “1984”, de George Orwell

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Portada de la obra en la editorial Random House en su colección «DeBolsillo», 2013

Una lectura superficial de 1984 sitúa el foco de atención del lector sobre el impacto emocional que suscita el clímax dramático de la obra: la violencia y la tortura ejercida por el Partido sobre Winston Smith, el desdichado protagonista. Impacta la escalofriante Habitación 101, donde cada preso se ha de enfrentar a su más terrible miedo –lo cual parece el antecedente del famoso “boggart” imaginado por J. K. Rowling en su conocida saga Harry Potter-. Otra reflexión común del lector es la que se detiene sobre la crítica implícita del autor contra el régimen estalinista –Orwell no era anticomunista, como a veces se piensa, sino que defendía un socialismo que no se correspondía, en modo alguno, con el laborismo inglés o el estalinismo; situaciones que él consideraba degradaciones y antítesis de la ideología izquierdista.

Sin embargo, creo que una lectura en profundidad puede revelarnos la reflexión esencial que pretendió transmitirnos Orwell, que gira en torno a algo tan polémico y misterioso como la relación entre el pensamiento humano –entiéndase “pensamiento” como pensamiento abstracto, como reflexión; como algo propio de seres racionales- y el lenguaje.

Para Vigotsky y la Escuela Soviética, el pensamiento depende del lenguaje. El desarrollo cognitivo se produce cuando el individuo, durante la infancia, entra en contacto con el medio. Comunicándose con los adultos, el niño adquiere el lenguaje y asimila las palabras. Estas crean en ellos nuevas realidades y forman, por tanto, su actividad intelectual. El pensamiento necesita conceptos y se va desarrollando a medida que el niño va ampliando su lenguaje. En síntesis: pensamos con palabras.

Esta concepción soviética de la Psicolingüística resulta fundamental a la hora de comprender la obra de Orwell porque, en la sociedad distópica que plantea, las clases opresoras se centran en el lenguaje para dominar a las masas. El Partido y la figura que sus miembros han inventado para personificarlo, el Hermano Mayor, dedican sus esfuerzos intelectuales a la creación de la “nuevalengua”, un idioma que parte de la “viejalengua” o inglés estándar pero que reduce, en la medida de lo posible, el vocabulario, eliminando del diccionario palabras como “libertad”, “justicia”, “honor”, “política”… Si no existen esos conceptos, los individuos no pueden concebirlos. No pueden pensar en la libertad si no saben de la existencia de la idea. Y el Partido, además de trabajar en la creación de la nuevalengua, altera constantemente el pasado para hacer desaparecer las realidades que no les convienen. De ese modo, los habitantes de Oceanía –el continente ficticio donde se desarrolla la novela- no encontrarían el modo de reflexionar sobre el concepto de “libertad”.

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El escritor y periodista británico Eric Arthur Blair, más conocido como George Orwell

El objetivo del Partido, en 1984, era lograr que la nuevalengua hubiera sustituido por completo a la viejalengua hacia 2050. Eso habría supuesto que los habitantes de Oceanía serían individuos con un abanico ideológico muy limitado, sin capacidad de expresarse y argumentar contra los opresores debido a la inexistencia de gran cantidad de conceptos en el idioma. Quedarían totalmente sometidos al yugo del Hermano Mayor y la posibilidad de rebelión quedaría automáticamente descartada, en dichas condiciones. Cualquier intento instintivo de creación de una nueva lengua también sería arrancado de cuajo por la permanente vigilancia del Partido.

¿Y qué ocurriría con la literatura? El propio Orwell responde a esta pregunta en el epílogo donde explica el mecanismo de la nuevalengua:

Cuando la viejalengua fuese por fin superada, se habría cortado el último vínculo con el pasado. La historia ya se había reescrito muchas veces, pero todavía sobrevivían fragmentos de literatura del pasado aquí y allá, censurados de forma imperfecta, y mientras quedase alguien que conociera la viejalengua sería posible leerlos. En el futuro, dichos fragmentos, aunque lograsen sobrevivir, serían ininteligibles e intraducibles. […] Ningún libro escrito antes de aproximadamente 1960 podía traducirse por completo.

De las palabras de Orwell se deduce claramente que la eliminación del pasado por parte del Partido incluía, de un modo especial, la historia de la literatura universal. La literatura podría haber proporcionado a las masas de Oceanía conocimientos con los que habrían descubierto la existencia de un pasado distinto al presente, diferente a la férrea dictadura donde se hallaban. La nuevalengua, por sus limitaciones y su imposibilidad para albertar connotaciones, no habría permitido que se escribiera literatura con ella.

1984 intenta transmitir, en sentido último, la importancia capital de la literatura, de la riqueza idiomática, en nuestra propia concepción como seres humanos, en nuestra capacidad de pensar y de reflexionar sobre la vida con todos sus matices. En la distópica Oceanía, se trata de eliminar la literatura igual que se trata de suprimir la idea de libertad, porque la literatura es libertad y forma seres humanos más libres. Ya lo predicó Fray Luis de León en el s. XVI y Orwell vuelve a prevenirnos de lo mismo: cuidemos el lenguaje, desarrollémoslo, esforcémonos por ampliar nuestro registro idiomático. Porque esa esencia divina que para Fray Luis transportaba el lenguaje, era para Orwell el pensamiento. ¿Y qué mejor forma de desarrollar nuestro lenguaje –y nuestro pensamiento- que leyendo?

“Yonqui”, de William S. Burroughs: el mundo de la drogadicción, desde dentro

Yonqui, de William S. Burroughs, editado por Anagrama

Lo primero que supe de este libro es que era la novela de cabecera de Kurt Cobain, el depresivo vocalista de Nirvana. Después descubrí que constituye una de las obras consagradas de la llamada Generación Beat, aquella que tenía a Jack Kerouac como Sumo Sacerdote y que resultó el punto de partida para la inspiración de varias generaciones de rockeros. Pero lo que realmente me estremeció fue averiguar que se trataba de una novela autobiográfica -¿hasta qué punto?- en la que el protagonista, Bill Lee, es el álter ego de William Burroughs (1919-1997), su autor.

Sí sabía que Burroughs había sido drogadicto. Retengo en la memoria su imagen en blanco y negro: aquella figura trajeada impecablemente, a menudo con sombrero; con un aire funesto de enterrador o de cura protestante. Su rostro serio, alargado y macilento; el cuello impoluto de su camisa; revelan que se había criado en el seno de una familia acomodada en Misuri, acudiendo incluso a la reputada universidad de Harvard. Pero ya desde niño se sintió diferente, en parte por su públicamente reconocida orientación homosexual, aunque también por un carácter introvertido, inherente a su persona, que le producía cierta ansiedad en el trato con la gente.

El escritor William S. Burroughs

Su amigo y amante Allen Ginsberg, otro escritor consagrado de la Generación Beat, autor del famoso poema Aullido, habla en el prólogo de esta novela de la acuciante timidez de Burroughs y de su falta de confianza a la hora de enfocar su propia obra, que le hizo resistirse a publicar este primer libro, que finalmente salió a la luz en 1953 gracias, sobre todo, a las gestiones de Ginsberg, quien tenía fe ciega en la prosa de Burroughs.

Yonqui no supone una revolución estilística, como otras obras posteriores del norteamericano; pero sí una temática, al internarse de una forma descarnada y visceral en el mundo de la drogadicción como todavía no se había hecho. De esta novela beberían directamente reconocidas novelas del mismo género, como –sin ir más lejos- Trainspotting (1993), de Irving Welsh, popularizada por su adaptación cinematográfica protagonizada por un jovencísimo Ewan McGregor.

Desde un comienzo, Burroughs insiste en que las personas no se convierten en drogadictas por ningún motivo en especial. En el caso de Bill Lee, se trató de mera curiosidad, al probar la heroína con la que comerciaba durante sus días de trapicheos con mercancías ilegales. También explica el autor que adquirir la adicción no es fácil: resultan necesarios muchos pinchazos y de forma muy continuada. Esto implica que los drogadictos son muy conscientes de lo que están haciendo a medida que adquieren su adicción y que por algún motivo inexplicable no se detienen antes de caer inevitablemente en el abismo. El abismo, o infierno, se caracteriza por un único eje en la existencia: la dependencia desgarradora de la droga. Hay que especificar que, cuando Burroughs habla de droga, se refiere estrictamente a la heroína, la única que considera realmente adictiva –la cocaína, las hierbas y las drogas “naturales” no entran en esta denominación-.

El escritor William S. Burroughs

Sabía que Burroughs había sido drogadicto, sí; pero no me imaginaba en absoluto que un escritor tan célebre como él hubiese vivido –o mejor dicho, sobrevivido- en ambientes tan sórdidos como los descritos en la novela, donde los personajes mendigan y roban por una dosis de droga y llevan una existencia marcada por la huida constante y frenética de las autoridades. El relato de Burroughs posee la dureza y la frialdad de quien lo cuenta desde dentro, describiendo una a una las sensaciones y emociones que embargan al drogadicto, al “yonqui”, en sus diferentes estados, desde la excitación de un chute, pasando por el dolor desesperado del síndrome de abstinencia, hasta llegar a la depresión que acompaña al proceso de desintoxicación, una desintoxicación que no resulta ser más que una utopía porque jamás llega a completarse del todo: el yonqui es un ser maldito, eternamente condenado a su adicción. El abismo no permite un regreso ni una rectificación: quien se lanza, se abandona a él para siempre.

La novela estremece precisamente por su realismo, por la veracidad que implica el hecho de que es un auténtico drogadicto el que narra su historia. No es igual que escuchar una conferencia académica acerca de los efectos de la droga, con la cual, por muy científica que resulte, no podremos ponernos del todo en la piel de la víctima. La repulsión, la impotencia y la desolación que van emergiendo en el lector a través de la lectura de este relato de Burroughs son, precisamente, los efectos que su autor deseaba transmitir. Y he ahí lo esencial de esta novela. Cabría incluso plantearse recomendar el libro en los institutos; a menudo, causaría más efecto en los adolescentes que las inocuas y precisas conferencias de campañas contra la drogadicción a las que los tenemos acostumbrados y que ya no les sorprenden, en modo alguno.

Y es que el texto no se limita a demonizar la droga; también deja traslucir los motivos de fascinación que pueden conducir a una persona a abandonarse a ella. En la última página, confiesa Bill Lee: “Colocarse es ver las cosas desde un ángulo especial. Es la libertad momentánea de las exigencias de la carne temerosa, asustada, envejecida, picajosa”. Pero, para entonces, el lector ya conoce al protagonista y sabe que es una persona enferma, desesperada y autodestructiva. Sus palabras no tienen credibilidad, porque lo hemos visto columpiarse entre la vida y la muerte, contemplando cómo esta última aliena su mente a través de la droga. Bill Lee ya no es, para el lector, un hombre razonable, sino un pobre drogadicto que no posee capacidad de raciocinio.

William S. Burroughs y Kurt Cobain en 1993

Kurt Cobain quiso que el propio William S. Burroughs, su ídolo literario, participara en el videoclip de su famoso tema “Heart-Shaped Box”, de su álbum In Utero (1993). La idea de Cobain era que Burroughs apareciera como un viejo cristo yonqui crucificado. El escritor rechazó amablemente la propuesta, pero lo invitó a visitarle a su casa, como agradecimiento a la admiración que demostraba. El encuentro se produjo en 1993, poco antes de que Cobain falleciera trágicamente. Burroughs, que también murió algo después, contaba que, cuando lo conoció, Cobain ya llevaba la muerte en los ojos. Tal vez el viejo escritor beat lo reconociera porque él también había vivido mucho tiempo en un limbo desesperado, un limbo descrito precisa y desgarradoramente en Yonqui, una novela que no puedo dejar de recomendar.