“Las razones del hombre delgado”, de Rafael Soler

Pocas veces la poesía es aún sorpresa, descubrimiento, adentramiento por un túnel. Rafael Soler (Valencia, 1947) lo ha logrado en Las razones del hombre delgado (Nueva York Poetry Press, 2021). Se trata de un poemario sorprendente desde su comienzo, que atrapa al lector con hondas y acertadas reflexiones sobre la muerte y nuestra aceptación: “Porque hay vivos medio muertos, cierto es, pero hay también muertos medio vivos, más allá de su tenaz apocamiento al ser definitivamente instalados en La Casa Helada”. En palabras de Antonio Gamoneda, “una incesante sucesión de asombros”.

Se podrían señalar muchos aspectos acerca de este poemario, desde un punto filológico: el uso libre de los signos de puntuación para conformar un ritmo fluido y perpetuo, las brillantes imágenes, a menudo irracionales o cercanas al surrealismo; el verso corto, preciso y eficaz, el juego con el lenguaje, el ingenio y un cierto “humor sabio”: “No es lo mismo morir / a que te mueran”… Sin embargo, en mi opinión, una crítica meramente filológica desmerecería la verdadera dimensión de la obra.

Es un libro que ahonda en la muerte, un tema ya de por sí misterioso, fascinador y terrible. Pero no lo hace desde la perspectiva a la que los lectores estamos acostumbrados, sino que parece abrir una dimensión alternativa para contemplar el mundo, los seres que lo habitan, su propia vida, desplegando una intimidad fascinante con la muerte, superando los límites impuestos. Una mirada inteligente, extraña, misteriosa, en contrapicado, casi cinematográfica en ocasiones, provista de un cristal oscuro. A veces, el lector siente frío. Otras, se envuelve en una especie de humo subterráneo que emerge de la voz poética. Igual que si el universo se vistiera de niebla para ser contemplado, con una “tos de lluvia” a caballo sobre un ritmo de tambores, sobre algo primigenio y difícil de precisar. Y para mirar a la muerte y cantarla, el autor celebra la vida, el amor, paladea la existencia, “quizá desorientado”. Y desorienta también al lector, pero es necesario perderse y desdibujar las formas para comprender las dimensiones del final. Adentrarse en esa niebla o “bruma elástica”. Entender las sabias razones del “hombre delgado” y acabar preguntándose “¿cuál es el nombre de ese pájaro?”.

De entre todas las propuestas poéticas contemporáneas, la de Rafael Soler brilla por su originalidad, su atractiva extrañeza, su desafío filosófico. Este libro evidencia la madurez de un poeta y narrador español consagrado más allá de nuestras fronteras, con una frondosa trayectoria a sus espaldas.

Belleza entre las ruinas. «No», de Francisco José Martínez Morán

NO. MARTÍNEZ MORÁN, FRANCISCO JOSÉ. Libro en papel. 9788418935145 Cervantes  y Compañía Libros

Estas Navidades, he tenido ocasión de leer No, el poemario con el que Francisco José Martínez Morán ha obtenido el I Premio Internacional de Poesía Francisco Brines, publicado con Pre-Textos. Al autor lo conocía ya por otro libro suyo, Los cuadernos del frío (BajAmar, 2021), en el que pude ya apreciar su estilo condensado y directo, reflexivo y afín a la quietud. Un estilo que le ha servido para obtener importantes reconocimientos con libros anteriores, como el Premio de Poesía Joven Félix Grande y el Premio Hiperión.

De No, destacaría la magnífica capacidad del poeta para imprimir un ritmo, una melodía a su poesía, a pesar de que estemos hablando de una poesía experiencial. Una cosa no quita la otra y así debería ocurrir siempre. Estamos tristemente acostumbrados en la poesía contemporánea a que, si la poesía es sobria o de estilo narrativo o experiencial, el papel del ritmo quede relegado a un lugar muy secundario o directamente inexistente. A pesar de ser el eje del género lírico. Y ojo, digo “ritmo” y no “rima”. Porque el verso libre, bien utilizado, debe resultar tan melódico como la rima.

La poética de Martínez Morán lo cumple. Posee un ritmo corto y elegante, condensado, en consonancia con la temática y con la perspectiva. Versos cortos, muy definidos y depurados en los que se aprecia una gran elaboración. Palabras que no sobran ni faltan. Sin huecos, sin extrañezas. El poeta pasea por su realidad y la fotografía con palabras; quizá por eso está tan presente la luz en la obra, así como su contraste: la sombra. Es un libro de claroscuros, que pasa por una claridad guilleniana, pero no se queda en mera contemplación, sino que reflexiona sobre las alas rotas de ese mundo. Hay una decepción latente, una frustración: “pero no hay fuerza humana que soporte / el peso de este mundo tan vacío, / el pálido inventario de unos días / sin otro fin que el tedio y sus parientes”. Confiesa el poeta: “¿Qué puedo yo enseñaros, salvo calma, / paciencia, lucidez y decepción?”. Quizá en esos versos se condense la esencia de su poética, porque para mostrar esa decepción, lo hace desde la calma, desde una quietud desusada y lírica en la que detiene el universo y lo mira a lo lejos. También responde a los grandes pensadores, como Horacio, Séneca o Marco Aurelio: “Intento la armonía, pero sé / de sobra que lo humano la rechaza: / vuelvo el rostro y está abrasado el mundo”.

Y sin embargo, es capaz de encontrar la belleza entre esas ruinas. Una belleza luminosa y fugitiva: “Pero ojalá tu luz, / tu luz en el silencio y el tumulto; / tu luz, sólo tu luz / contra toda luz falsa, / contra el miedo y el hábito del miedo, / contra la humana forma del delirio”. Y hallar belleza en el incendio es la tarea, al fin, del poeta.

El lirismo en la poética de Jorge de Arco

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Ahora que la sobriedad domina la poesía contemporánea, encontrar una voz como la de Jorge de Arco, luminosa y cuajada de hermosas metáforas, resulta muy agradable y sorprendente. Porque es el suyo un estilo elaborado, que busca la belleza en la forma, pero que no descuida el mensaje. Al contrario: las imágenes contribuyen a aportar una mayor hondura, una profundidad desnuda que en ocasiones alcanza los límites de un particular misticismo que conecta con los elementos naturales. El poeta vuelve a ser esa figura romántica o cernudiana que traduce para los hombres la lengua de la naturaleza a través de la palabra, una palabra delicada, precisa, que late, que tiembla: “Se derrama noviembre por tus manos / y anochece de espaldas a tu lacio cabello”. El amor se expresa también mediante esa naturaleza: “Mientras, la luz derrama entre tus párpados / un rumor de deseos y violetas / y yo, envuelto en tu más limpio destello, / me asomo a los perfiles de esta ausencia constante / y me pregunto, / cuando sueltas la tarde de mi mano, / cómo sería ver / el mar desde la playa de tus ojos”. La infancia es el territorio de la inocencia y brota a partir de una sencilla metáfora: “Éramos niños. / No nos cupo el dolor entre los párpados”.

El universo, en la poética de Jorge de Arco, se detiene igual que un carrusel para permitir al poeta esa contemplación lírica y precisa, en silencio, en soledad: “Y allí, deshilvanados los instantes / que me pertenecieron, / escondo el rostro / y permanezco aún, casi doblegado, / bajo las luces tenues que me ausencian”, “Te vas y nadie queda, / ni las aguas que fueran territorio / de la niñez, ni los cielos más heridos, / ni las fronteras / que trazaran la súplica del aire”.

En Huellas, la antología publicada en 2018 por Ars Poetica, hallamos una formidable muestra de la obra poética de Jorge de Arco desde 1996 hasta 2017, que comienza con Las imágenes invertidas y termina con El sur de tu frontera. Un viaje de décadas en el que el poeta va consolidando una voz luminosa, caracterizada por la importancia de las imágenes y del ritmo: se trata de una poesía lírica, en el sentido melódico. En los primeros libros, ahonda en su propia psique y halla una inquietud personalizada en la culpa: “rota un día la voz que mordiera el pecado, / la voz de la venganza, / queda el olvido mismo, los lugares soñados, la piel del paraíso”. Progresivamente la voz se va serenando. La memoria configura el presente, lo eleva, lo poetiza: “DEJAD que la distancia se detenga en mis ojos / para poder volver a ver / las negras flores, / los celestes lagos, / los amarillos cielos / que pintase tu mano enamorada”.

Jorge de Arco (1969) es poeta, crítico, profesor universitario y Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma. Dirige desde hace más de una década la revista Piedra del Molino, en la que da a conocer las voces emergentes del panorama poético nacional. Su propia obra poética ha recibido numerosos galardones como el Premio Ciudad de Alcalá, el premio Comunidad de Madrid de Arte Joven, el San Juan de la Cruz, el José Zorrilla o el Rafael Morales.

«Noticia del asedio», de César Rodríguez de Sepúlveda

En tiempos de guerra florece la poesía; tal vez porque nuestra sensibilidad humana exija una fuga de la realidad o porque necesite traducir en palabras la avalancha de emociones que nos invade. En 2020, vivimos una guerra, aunque el enemigo sea, en acertadas palabras de César Rodríguez de Sepúlveda (Madrid, 1968), un “minúsculo ejército de francotiradores invisibles”. Un año después del desastre, publica el poeta su segundo libro, de nuevo con la editorial Ommpress: Noticia del asedio, una crónica en clave lírica de una serie de sucesos que, desgraciadamente, son familiares para todos.

Igual que un fúnebre vaticinio, la obra comienza con el poema “Moiras”, en el que hacen su aparición las tres parcas del destino: “Son tres y son hermanas: / a la niebla del sueño / traen la misma advertencia silenciosa / que no quiero atender, / que quiero conjurar con el poema”. No serán los únicos trasvases de la mitología griega en el libro. También Edipo “recibe a los suplicantes”, contemplando la muerte a su alrededor: “Te envenena el hedor. / Te abrasa el paladar / la muerte, como un ácido”. Y Caronte “tan colmada la barca, teme / que alguno sin remedio / irá a parar al fondo de la Estigia”. La voz poética, contemplando el cielo desde su tormento, teme convertirse en árbol igual que la ninfa Dafne. Esto sucede en “Martirio de San Sebastián I”, en el que se aprecian ecos de la Biblia. También en “El intruso”, donde ese nuevo virus recién nacido se identifica con el Adán del Génesis cuando recibe instrucciones de Dios para poblar el mundo. El poeta traza así un paralelismo ingenioso y escalofriante, el mismo que dibuja en “Argumentum virologicum”: “No lo podemos ver, / pero está en todas partes / (al menos / mientras no se demuestre lo contrario […] / Le damos muchos nombres: / dios / azar / coronavirus”. La enfermedad es el Ángel exterminador, aquel que invocara Moisés para inundar Egipto con lluvias sin fin.

Más allá de la perspectiva apocalíptica, encontramos en el libro otra más amable e irónica: “Marco Polo, parece, no fue nunca a Wuhan, / tal vez no degustó tampoco la delicada carne de murciélago / o pangolín, / pero el hotel más grande y más lujoso / de Wuhan / lleva el nombre del veneciano”. Y así surgen inusitados y originales compañeros de piso: los libros, que parecen cobrar vida. Los de Góngora y Mallarmé haciendo gala de su elitismo, los de Alberti y Neruda cometiendo incesto entre ellos, las rimas de Bécquer confiadas en su papel de seductoras… y los de Machado, buscando el contacto con sus vecinos en un alarde de amabilidad. Machado cuenta con un lugar especial: el poema “Si estuvieras aquí”, que César le dedica sin nombrarlo. Se trata de uno de los más conmovedores del libro: “Tú, que tanto supiste de amarguras, / si estuvieras aquí, viendo tu pobre España / tan herida y cercada por la muerte”.

Son luces y sombras poblando las páginas, persiguiendo una esperanza que no termina de llegar: “Ved aquí la ciudad deshabitada, / sus inútiles moles de hormigón y de ausencia. / Ved aquí tan perfecta / labor de artesanía, / el trabajo impecable de la muerte”. Es la muerte la que se impone sobre la débil humanidad, del mismo modo que contemplábamos florecer abril tras las mascarillas. El poeta nos habla aquí de nuestra sólida vulnerabilidad, de la inutilidad del progreso, de la inconsciencia: “después de la / victoria no sabremos / comprender todavía / que no ha habido / ninguna / victoria”. Y de la permanencia de la esperanza, que no por casualidad es la palabra que cierra el libro.

César Rodríguez de Sepúlveda, catedrático de Lengua y Literatura en educación secundaria, vuelve a demostrar con su segundo libro su dominio del ritmo poético, aderezado de un léxico preciso y de un fondo de armario pleno de referencias culturales y bibliófilas. Una elaboración madura, elegante y sonora, que brilla en el panorama poético contemporáneo.