“Somos grieta”, de Francisco Javier Gallego Dueñas

Puentes de papel: FRANCISCO JAVIER GALLEGO DUEÑAS. SOMOS GRIETA

La realidad tiene grietas y a veces uno mismo forma parte de ellas. “Entre la muralla del pasado / y el horizonte del futuro, / somos la grieta”. De esto nos habla el segundo poemario de Francisco Javier Gallego Dueñas (Rota, Cádiz, 1968), Somos grieta, que ha publicado recientemente la joven editorial asturiana BajAmar, precedido de un impecable prólogo de Hilario Barrero, que define la obra como “un río desbocado, una bifurcación prosaica, una arenga en morse; siempre un puntapié en la razón, un puñetazo en el corazón, un sermón inquisitorial”.

Hilario Barrero tiene razón al insinuar que se trata de un libro que no deja indiferente al lector. El estilo de Javier Gallego es sobrio, pero hondo; no se distrae en florituras del lenguaje, avanza por un sendero existencialista, plagado de sombras y alguna luz, en el que llama a cada cosa por su nombre; pero logra crear poesía con toda esa oscuridad.

El tema principal de este libro es la lucha de la voz poética con el hombre, con su propio ser. Recuerda al discurso de aquel atormentado Gil de Biedma que se increpaba a sí mismo, pero sin alcanzar sus límites de amargura. Cobra importancia el elemento del espejo, que enfrenta al poeta a sí mismo: “Ante el tribunal del espejo”. También el de la máscara, que es aquello con lo que oculta su ser verdadero: “Talla tu máscara”, “El lento esculpir de nuestra máscara”. Afirma el poeta: “Gobernarse a sí mismo, / no hay tutela más déspota”. Y sin embargo, también apreciamos un cierto humor irónico en sus reflexiones, con el que les resta gravedad: “Odiarse a sí mismo solo lo justo. / No hay que darse tanta importancia”. Por ello, en el poema dedicado a su hija, le recomienda: “Cuida tus demonios / porque ellos velarán por ti”.

Ese hombre con el que la voz poética se enfrenta en el espejo no idealiza su infancia, como suele ser lo habitual. Existe en esta obra una perspectiva original de la nostalgia, igual que si no existiera esa idea tradicional de “paraíso perdido”. Así, escribe: “La nostalgia no es un sufrimiento siempre, / ni la infancia una patria que se reconquista”, “La nostalgia es sentir un vacío de lo que nunca estuvo lleno”, “Todo comienzo inaugura la nostalgia / de lo que pudo haber sido”. Hay un hueco existencial en el que nace la nostalgia, que no es esa nostalgia albertiana a la que estamos acostumbrados los lectores de poesía. Reflexiona el poeta lúcidamente: “Conseguiría más al despedirme / de los buenos tiempos sin tristeza, / porque luego me regalarán / caramelos de melancolía y añoranza”. No obstante, está presente la melancolía, cuando por ejemplo se dirige al viento de levante, tan propio de los gaditanos: “viento que tanto te pareces / al agitado discurrir de mis tristezas”.

Hay lugar también en el libro para temas como el amor o la religión. Respecto al primero, se advierte la búsqueda de una pureza primigenia: “Todos los amores son Adán encontrando a Eva”. Sin embargo, es el dolor lo que prevalece, lo que se aprecia físicamente: “Del amor quedan los besos / como tatuajes que la piel oculta. / Del dolor, las cicatrices / que dibujan los escorzos / de la vida que fuimos y seremos”.

Dios se convierte en motivo literario, porque “Todas las cosas son epifanías, /señales de un dios que no existe”, pero “Dios se olvidó de guardar los juguetes / y andan desparramados / por los pasillos y las salas de espera”. La demostración de esa inexistencia de Dios se refleja en la vida, que es caos, irregularidad; lo contrario a esa pulcritud de líneas rectas de un “Dios geómetra”, puesto que “La vida clama rompiendo / la cruel simetría de los planos del hospital / y su laberinto”.

En conclusión: la poética de Javier Gallego continúa creciendo y avanzando por este segundo libro, después de Las gramáticas del tiempo (Takara, 2017), cuyo título jugaba con la lingüística del mismo modo que en la nueva obra lo hace el poema titulado “Acabad con el sujeto”, uno de los más interesantes, en mi opinión, porque condensa muy bien esa poética, tan aparentemente sobria y que, de repente, nos sorprende en otra parte con una metáfora que identifica a una polilla como un pequeño Ícaro distraído acercándose al sol de una bombilla. ¡Cuánta poesía en esa imagen! Son luces insertas en la noche, una noche que el poeta describe con serenidad y consciencia: “Nos acostumbramos a ir vagando entre sombras, / a no titubear cuando nuestros ojos dudan, / a caminar entre fantasmas”.

Francisco Javier Gallego Dueñas, licenciado en Historia Medieval y Sociología, trabaja como profesor de secundaria. Editor de la revista Voladas, ha publicado fragmentos de su obra en multitud de revistas y antologías; la más reciente, Antología de poesía Viejoven (Versátiles, 2020). Su actividad literaria se amplía a la crítica a través de su blog, Profundamente superficial, en el que merece la pena adentrarse.

«La hija del soplador de vidrio», de Jorge Pozo Soriano

La Feria del Libro de Madrid es siempre una estupenda ocasión para conocer nuevos autores y obras. Este año, conseguí dedicada la novela más reciente de Jorge Pozo Soriano (Madrid, 1985), escritor y maestro de Primaria, a quien descubrí a través de una entrevista de William González para El Generacional.

La hija del soplador de vidrio, que acaba de publicarse con la editorial Malas Artes, está catalogada dentro del género de la narrativa juvenil y transmite, sin duda, valores muy interesantes para los adolescentes, pero lo cierto es que un adulto podría disfrutarla del mismo modo. Esto, en mi opinión, es lo que siempre sucede con la buena literatura juvenil.

La historia se presenta como una combinación de los diarios de una chica, Kioo, y su padre invidente, Bildo. A través de los escritos de uno y otro, los lectores vamos perfilando la personalidad de ambos personajes de una forma muy verosímil y natural. Ya desde el título puede comprenderse la importancia del oficio de Bildo, que es soplador de vidrio y artesano, por tanto, de una antigua técnica en peligro de extinción. Kioo, entre cuyos planes no se encuentra el de continuar con el oficio paterno, desea marcharse de la aldea en la que viven y está a punto de cumplir su deseo, cuando un extraño e inquietante acontecimiento se lo impedirá. La esfera de vidrio que su padre le entrega como regalo de despedida recrea un suceso del pasado que solo ella conocía: un ataque del que fue víctima. El mayor misterio es que Bildo no sabe cómo ha podido crear esa esfera de vidrio cuando ni siquiera él conocía el suceso.

Llegados a este punto, se hace necesario hablar de la aldea donde ocurren los acontecimientos: Ulmia, una aldea atemporal, alejada del mundo, gobernada por un rey ausente, habitada por personajes puros y bondadosos que tienen algo en común: ser diferentes al resto, en algún sentido. Se trata de personajes con los que es fácil encariñarse: la valiente Mela, que tuvo que esconder su homosexualidad, o el ingenuo Yrem, que posee una discapacidad intelectual. Esa diferencia les ha conducido a ser víctimas de agresiones, violaciones y raptos. Los culpables no se muestran a la luz. Kioo también fue víctima en el pasado y volverá a serlo: su “diferencia” es más profunda y la iremos descubriendo a lo largo de la novela; baste por ahora con decir que está relacionada con la madre, a la que dieron por muerta siendo Kioo muy niña.

Armado de una gran sensibilidad y de una magnífica capacidad para definir a los personajes, el autor está transmitiendo, de forma delicada y precisa, un mensaje muy necesario para el momento social que vivimos: ser diferente no es algo negativo; todos somos diferentes en algún aspecto y eso nos hace especiales, pero de una forma hermosa. Todos somos personas y eso es lo que nos une. Jorge nos lo recuerda en esta novela a través de un estilo narrativo ameno e intimista, combinando el realismo con ciertas dosis de fantasía que, sin embargo, no le restan verosimilitud a la historia. No es su primer libro: cuenta ya con una digna trayectoria en narrativa juvenil –varios volúmenes de cuentos y otra novela–  y, el año que viene, se publicará su primer poemario, merecedor del XV Premio Antonio Gala de Poesía.

Lo cierto es que ha sido un estupendo descubrimiento que no puedo dejar de recomendaros. Por mi parte, seguiré profundizando en su obra. 

El enigma Unamuno

La controvertida figura de Miguel de Unamuno ha vuelto al candelero desde que, en 2019, se estrenara la última película de Alejandro Amenábar: Mientras dure la guerra, ambientada en la Salamanca de 1936, que fue una de las primeras conquistas del bando sublevado en la Guerra Civil. Se centra en los últimos meses de vida del escritor bilbaíno, que se presenta al espectador como una persona contradictoria y confusa, errado admirador de los sublevados en un primer momento, detractor constante de unos y otros. El problema a la hora de afrontar la biografía de una persona tan compleja como Unamuno es que la hazaña exige no pocos testimonios, pruebas y estudios pormenorizados de la evolución de su pensamiento para no caer en la simplificación, como, en mi modesta opinión, ocurre en la película, en la que un espectador que no disponga de un conocimiento más o menos amplio del pensamiento unamuniano puede sacar la sucinta conclusión de que Unamuno fue un fascista arrepentido en el último momento. Tal vez aquí también influya el empeño de Amenábar, como de tantos otros creadores contemporáneos, por equiparar ambos bandos, ponerlos a la misma altura, cuando la realidad puede resumirse en un gobierno legítimo y democrático –la República– y una sublevación violenta, dirigida por los sectores más conservadores de la sociedad, que inició la Guerra Civil.

Pero no es mi intención ahora la de incidir en ese tema, en la necesidad de que en España se apruebe una Ley de Memoria Histórica que reparta justicia y cierre heridas. Intentaré, en cambio, expresar mi sorpresa ante el estreno, en 2020, del documental Palabras para un fin del mundo, dirigido por Manuel Menchón y centrado también en esos últimos meses de Unamuno, pero fruto de una pormenorizada investigación que incluye multitud de testimonios, documentos de la época, cartas… Miguel de Unamuno ya no aparece como un personaje inexplicable y deshilachado, sino como un héroe trágico que de todo dudaba y contra todo se rebelaba, guiado por la angustiosa obsesión de llegar a la verdad.

Tras el documental, su director Manuel Menchón y Luis García Jambrina, profesor de Literatura Española en la Universidad de Salamanca, han escrito mano a mano un ensayo que amplía las hipótesis y las reflexiones presentadas en el filme para adentrarse en la polémica suscitada. La doble muerte de Unamuno, publicada recientemente en la editorial Capitán Swing, es la prueba de que se puede ser riguroso sin caer en el excesivo academicismo, y nos sumerge en un apasionante y ameno viaje por esos últimos momentos de la vida de Unamuno; pero no se queda en la superficie, sino que analiza también la complicada personalidad del bilbaíno y profundiza en la trayectoria de las personas que resultaron importantes en ese final, de un modo u otro, como es el caso del joven falangista Bartolomé Aragón, único testigo en el momento de su muerte, cuyo relato oficial cae en numerosas contradicciones.

El acertado título de la obra hace referencia a una doble muerte: la física y la simbólica. Tras la primera, acaecida el 31 de diciembre de 1936, la Falange se apropió de la figura de Unamuno y lo enterraron con honores de falangista, a pesar de que él siempre rechazó sus postulados, puesto que iban en contra de la libertad de pensamiento. Para muchos republicanos, ya estaba muerto antes del 31 de diciembre: lo estaba desde que apoyó al bando sublevado a comienzos de la Guerra Civil. Realmente, la decepción de Unamuno para con la II República –los “hunos”– lo condujo a la equivocada postura de contemplar a los sublevados como una esperanza para el país, pero pronto fue consciente de su error: los “hotros” resultaron peores que los “hunos”. El ensayo profundiza en esa idea y en algunos detalles relevantes, como las cinco mil pesetas que supuestamente donó al bando sublevado, que exageró la cantidad –se hablaba de quince mil en la prensa–. Además, para los autores, es muy probable que la donación no fuera voluntaria, precisamente.

Más allá de la abundancia de testimonios y del preciso perfil de la figura de Unamuno que se presenta en el ensayo, hay un punto que lo hace todavía más interesante. Sin caer en acusaciones y moviéndose siempre en el terreno de la hipótesis, los autores nos ofrecen una serie de circunstancias sospechosas en torno a su muerte. En primer lugar, las contradicciones en el relato de su único testigo, Bartolomé Aragón. En segundo lugar, el extraño diagnóstico del doctor Núñez, el médico que lo examinó inmediatamente después de su muerte, que pudo tratar de dar una pista para que, en el futuro, a alguien le chocara e investigase. Por último, la urgencia que demostraron familiares y miembros de la Falange por enterrarlo cuanto antes. Inevitablemente, surge la pregunta: ¿la muerte de Unamuno fue natural o provocada?

Por muchos motivos, La doble muerte de Unamuno –así como el documental que la complementa– es una obra fundamental para los admiradores del torturado y quijotesco don Miguel, que nos permite comprenderlo un poco mejor, aunque en torno a su figura pervivan innumerables incógnitas.

“Migas de voz”: los aforismos vivos de José Luis Morante

Cubierta de la obra.

José Luis Morante, que ya deleitaba a sus lectores el año pasado con Ahora que es tarde (La Garúa, 2020), la antología de una dilatada obra poética que se remonta hasta 1990, hace ahora lo propio con su faceta de aforista. Migas de voz –publicado en 2021 por la Universidad Autónoma de México, en la colección Esquirlas, dirigida por Benjamín Barajas y coordinada por Hiram Barrios– se presenta como una antología de su producción aforística publicada desde 2009, con una sección inédita, “A sorbos”, y prólogo de Carmen Canet en el que se desgranan los ejes temáticos de la obra y se hace énfasis sobre la identidad de conjunto.

Especialmente reseñable resulta la sección final, “Una novela de la memoria (Apuntes sobre el aforismo)”, donde el autor, a través de breves anotaciones, plasma su visión teórica y literaria del género aforístico, pero sin caer en academicismos; de un modo espontáneo, con la misma espontaneidad que, según explica, lo condujo a escribir aforismos. Confiesa José Luis Morante que se había señalado siempre el cierre aforístico de sus poemas, por lo que lo natural fue abrazar el género puro en un determinado momento –2005, nos dice–. En estos apuntes, desgrana su visión del aforismo:

“Cabe la propuesta de entender el aforismo como una novela de ideas, una ficción cuyo narrador omnisciente es la conciencia del sujeto que deja hablar a sus convicciones éticas y estéticas y cuyo argumento entrelaza interioridad y exterioridad y soporta un continuo amotinamiento de los elementos textuales. El carácter autónomo de cada texto concede al hilo argumental un rumbo imprevisible”.

Para José Luis Morante, el aforismo debe aspirar a la transparencia, a la claridad, al “ascetismo verbal”, evitando el derroche retórico. El autor sigue la misma pauta en su poesía. Además, el aforismo “respira”, “crece y evoluciona”; es decir, está vivo y, como ser vivo, no puede desconectar con la propia vida de su autor, porque “la estela autobiográfica es una brújula”. Se refleja un conocimiento amplio del género, más allá de modas o poses, que puede resultar muy útil a aquellos que busquen internarse por estos senderos literarios.

Y es que los aforismos, esas diminutas y precisas “migas de voz” de José Luis Morante, conforman un mosaico que representa la visión personalísima del poeta acerca del tiempo: el tiempo en forma de recuerdos (“Tantas mínimas compensaciones vivenciales del ahora sugieren que estamos hechos para la memoria.”), el tiempo en forma de experiencia cotidiana, como análisis de la realidad vivida (“Tampoco son idénticas las sombras de los árboles”), como mirada al futuro (“El corazón hace recuentos de futuras pérdidas”); una visión cuajada de ironía que refleja una precoz madurez literaria y donde el autor hace también acto de presencia (“Percibo contornos con la precisión ambigua del miope.”). Analiza, como no puede ser de otro modo, su propia identidad desde la introspección (“Cualquier soledad está repleta de encuentros.”, “Tomo el té a diario con mis limitaciones, para recordar quién soy.”). Esa identidad se conforma, también, de lecturas clásicas y contemporáneas; ciertos escritores –Stevenson, Wilde, Cervantes…– recorren las páginas y se convierten en los protagonistas de algunas “migas de voz”.

Existe también un quehacer metaliterario en el que el autor adopta un doble punto de vista: el de escritor (“Los aforismos marcan la piel del agua, como la huella frágil de una verdad.”, “Abrir una trinchera de metáforas.”) y el de crítico (“No es un crítico sino un fiscalizador de prestigios, un policía literario.”, “El escritor subido a lomos del centenario más que a Don Quijote recuerda a Sancho.”).

Entre los aforismos de la obra, cuajados de ingenio y sabiduría, hallamos algunos muy líricos, que podrían ser poemas en sí mismos:

  • “La fantasía poetiza secretos conocidos.”.
  • “En diciembre las amanecidas tienen olor a sombra y frío.”.
  • “Encontré tierra firme, pero soy más náufrago.”.

En síntesis, las “migas de voz” de José Luis Morante combinan una dimensión interna y otra externa, un reflejo de la realidad y otro de la propia mirada del poeta. El resultado es que, en efecto, viven, respiran.

Caballero Bonald: la eternidad que le queda

Enero de 2011 en la Residencia de Estudiantes de Madrid

Desde que se tomó esta foto han pasado más de diez años y es mi padre quien estaba al otro lado de la cámara. Fue el 18 de enero de 2011, en la Residencia de Estudiantes de Madrid. José Manuel Caballero Bonald impartía allí una conferencia sobre el Surrealismo en Federico García Lorca y mi padre y yo fuimos a escucharlo. Recuerdo que afirmó que, para él, la mejor obra de Lorca era el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y siempre he coincidido con esa opinión. Tenía ojos pequeños y vivaces tras los cristales de las gafas, el gesto adusto y un acento extraño, mezcla de gaditano con algo más; con mucho más, porque su padre era cubano, su madre de ascendencia francesa y él vivió un tiempo en Bogotá.

No pretendo detenerme ahora en su biografía –todavía no–, solo tratar de expresar lo que supuso para mí, a mis 21 años, conocer en persona a un poeta que empezaba a admirar: un poeta que empezaba a admirar y que estaba vivo, lo cual me parecía rarísimo y maravilloso. No dudé en llevarme aquel día su poesía completa, titulada Somos el tiempo que nos queda, y a pesar de mi timidez –mucho más acusada en aquel entonces–, conseguí acercarme a él cuando finalizó la conferencia y pedirle que me dedicara el libro. Me daba mucha vergüenza pedirle también una foto y entonces mi padre nos hizo una disimuladamente mientras él firmaba su obra. Y el momento quedó inmortalizado para siempre, con esa ilusión pintada en mi rostro.

Tres años más tarde, publiqué mi primer poemario, Los despertares (Ediciones de la Torre, 2014), y me sentí dominada por la inocente euforia del poeta joven que cree poder comerse el mundo. ¿Y qué hice? Buscar la dirección de Caballero Bonald, mi escritor vivo más admirado, en una guía telefónica –partamos de que, por entonces, yo apenas tenía contacto con el mundillo literario y no se me ocurría otra forma de conseguirlo–. Por cómico e ingenuo que pueda resultar, lo cierto es que allí estaba, en la calle María Auxiliadora, y allí mandé mi librito –junto con una carta muy sentida– en correo certificado, para más precaución, suponiendo que jamás llegaría a enterarme de si lo había recibido o no. Era mayo de 2014.

La sorpresa se produjo ese verano, cuando recibí un correo electrónico –había dejado en la carta mi dirección– del mismísimo José Manuel Caballero Bonald, que se había molestado en responder a una chica que no era nadie, literariamente hablando, y no solo eso, sino que también me había leído. Guardo como un tesoro sus palabras:

“Se trata de un primer libro por muchos conceptos atractivo y emocionante. Su extrema juventud queda desmentida en unos versos de certera expresividad y un penetrante trasvase de la experiencia vivida al lenguaje de la poesía.”

Y me dijo lo que se suele decir a los jóvenes: que siguiera escribiendo. Y vaya que si lo hice. Años más tarde, en aquel fatídico 2017, volví a verlo en la Residencia de Estudiantes, presentando su obra Examen de ingenios, y le conté lo mucho que habían supuesto para mí sus palabras. Y aquella fue la última vez que lo vi en persona.

No solo fue un genio en la poesía: también su narrativa es magnífica. La primera novela suya que leí, Toda la noche oyeron pasar pájaros –tomado el título del Diario de Cristóbal Colón– estaba por mi casa, porque mi padre se lo había regalado a mi madre en algún cumpleaños. Después llegarían Dos días de setiembre y Ágata ojo de gato, y sus memorias y… Podría seguir escribiendo tanto sobre él, que lo hizo hasta el final. De la misma forma que conservó una sorprendente lucidez, reflejada no solo en la literatura, sino en sus opiniones políticas, que podemos leer en sus entrevistas.

Fotos: José Manuel Caballero Bonald, una vida en imágenes | Cultura | EL  PAÍS
Imagen tomada de El País

Y de su poesía, qué puedo decir. Cuánto deberíamos aprender de la elegancia con la que elaboraba sus versos, que parecen a veces tan serios como su gesto, pero rotos de sensibilidad. De su obra poética, me quedaría, curiosamente, con su primer libro, Las adivinaciones, con el que obtuvo un accésit del Adonáis en 1952. Allí encontramos algunos de sus poemas más inmensos, como “Espera”, “Versículo de Génesis” o “Nombre entregado”, con el que cerraré este pequeño homenaje que me ha empujado a retomar el blog, abandonado de mala manera desde hace tiempo. Pero cómo no escribir del que era para mí el último genio de la poesía vivo, el último clásico, más allá de todos mis héroes que nos contemplan desde el Olimpo. Ahora, Caballero Bonald se une a todos esos nombres –Cernuda, Alberti, Lorca, Pizarnik, León Felipe…– y sigue vivo cada vez que lo leemos. Escribió aquello de Somos el tiempo que nos queda, pero a él le queda la eternidad. Hasta siempre, maestro.

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NOMBRE ENTREGADO

Tú te llamabas Carmen
y era hermoso decir una a una tus letras,
desnudarlas, mirarte en cada una
como si fuesen ramas distintas de alegría,
distintos besos en mi boca reunidos.
Era hermoso saberte con un nombre
que ya me duele ahora entre los labios,
me sangra entre los labios como el moho de una fruta,
como algo que yo querría nombrar constantemente
y me estuviese amordazando con su olvido,
con su apremiante negación de ser,
porque es inútil repetir lo que termina en nada.

Es posible que ya no puedas tú tener un nombre,
encerrar en un nombre tu ternura,
tus verdes ojos dulces,
la dorada humedad de tu cabello,
que ya no puedes responderme si te llamo,
si te sigo llamando y nada me devuelve
la ilusoria constancia de que aún eres cierta.

Ahora es de noche y tú no tienes nombre,
a nadie pertenecen tu voz, tus adjetivos,
mientras cae la lluvia
mansamente y es más frágil la vida
cuando al llamarte sé que ya no tienes nombre.

¿Es verdad que te has ido para siempre,
que no podremos ya mirar los árboles mojados,
la lenta pesadumbre de las tardes calladas,
el nocturno temor que a nuestro amor unía?
¿Es verdad que tu boca se irá deshabitando
sin responder a nadie ni siquiera en silencio,
que ya no cabré nunca en tu mirada,
en tus manos que guardan mi latido en su piel?

No puedo imaginar que alguien te llame
allí por ese reino donde ahora enmudeces
mordiéndote los labios como entonces
y tú vuelvas los ojos para ver si es posible
que tengas todavía un nombre en que esconderte,
un nombre que estacione la vida entre sus letras,
que sea vanamente igual que Carmen,
porque ahora es de noche y tú no tienes nombre.

Pero entonces he mirado la luz,
los péndulos furtivos del otoño,
los hombres que caminan y caminan,
las aves del regreso, torpes ya con el frío,
estos libros que ardieron con nuestros ojos juntos,
mis padres, mis hermanos, con sus sombras gemelas,
mi amigo Juan Valencia, que está a mi lado y no
me habla, y sé que estoy viviendo,
he aprendido que son las cosas quietas
las que evidencian mi razón de cada día,
que eres tú quien te has ido a una gran soledad,
quien no puedes volver con aquel nombre tuyo,
con aquel cuerpo ajeno y transeúnte que tenías,
con algo que no sea caricia o beso o lágrima
y lo convoque todo a una historia única
donde decir tu nombre equivalga también a poseerte.

Porque es triste y es también preciso
comprender que eso es vivir: ir olvidando,
consistir en palabras que están llamando a nadie,
saber que es una grieta súbita
la que arrasa y corrompe la más cierta esperanza,
saber que es el desamor
quien detrás de lo más amado espera
para poder seguir viviendo
a pesar de la noche y tu nombre entregado.

(José Manuel Caballero Bonald, Las adivinaciones)