“Somos grieta”, de Francisco Javier Gallego Dueñas

Puentes de papel: FRANCISCO JAVIER GALLEGO DUEÑAS. SOMOS GRIETA

La realidad tiene grietas y a veces uno mismo forma parte de ellas. “Entre la muralla del pasado / y el horizonte del futuro, / somos la grieta”. De esto nos habla el segundo poemario de Francisco Javier Gallego Dueñas (Rota, Cádiz, 1968), Somos grieta, que ha publicado recientemente la joven editorial asturiana BajAmar, precedido de un impecable prólogo de Hilario Barrero, que define la obra como “un río desbocado, una bifurcación prosaica, una arenga en morse; siempre un puntapié en la razón, un puñetazo en el corazón, un sermón inquisitorial”.

Hilario Barrero tiene razón al insinuar que se trata de un libro que no deja indiferente al lector. El estilo de Javier Gallego es sobrio, pero hondo; no se distrae en florituras del lenguaje, avanza por un sendero existencialista, plagado de sombras y alguna luz, en el que llama a cada cosa por su nombre; pero logra crear poesía con toda esa oscuridad.

El tema principal de este libro es la lucha de la voz poética con el hombre, con su propio ser. Recuerda al discurso de aquel atormentado Gil de Biedma que se increpaba a sí mismo, pero sin alcanzar sus límites de amargura. Cobra importancia el elemento del espejo, que enfrenta al poeta a sí mismo: “Ante el tribunal del espejo”. También el de la máscara, que es aquello con lo que oculta su ser verdadero: “Talla tu máscara”, “El lento esculpir de nuestra máscara”. Afirma el poeta: “Gobernarse a sí mismo, / no hay tutela más déspota”. Y sin embargo, también apreciamos un cierto humor irónico en sus reflexiones, con el que les resta gravedad: “Odiarse a sí mismo solo lo justo. / No hay que darse tanta importancia”. Por ello, en el poema dedicado a su hija, le recomienda: “Cuida tus demonios / porque ellos velarán por ti”.

Ese hombre con el que la voz poética se enfrenta en el espejo no idealiza su infancia, como suele ser lo habitual. Existe en esta obra una perspectiva original de la nostalgia, igual que si no existiera esa idea tradicional de “paraíso perdido”. Así, escribe: “La nostalgia no es un sufrimiento siempre, / ni la infancia una patria que se reconquista”, “La nostalgia es sentir un vacío de lo que nunca estuvo lleno”, “Todo comienzo inaugura la nostalgia / de lo que pudo haber sido”. Hay un hueco existencial en el que nace la nostalgia, que no es esa nostalgia albertiana a la que estamos acostumbrados los lectores de poesía. Reflexiona el poeta lúcidamente: “Conseguiría más al despedirme / de los buenos tiempos sin tristeza, / porque luego me regalarán / caramelos de melancolía y añoranza”. No obstante, está presente la melancolía, cuando por ejemplo se dirige al viento de levante, tan propio de los gaditanos: “viento que tanto te pareces / al agitado discurrir de mis tristezas”.

Hay lugar también en el libro para temas como el amor o la religión. Respecto al primero, se advierte la búsqueda de una pureza primigenia: “Todos los amores son Adán encontrando a Eva”. Sin embargo, es el dolor lo que prevalece, lo que se aprecia físicamente: “Del amor quedan los besos / como tatuajes que la piel oculta. / Del dolor, las cicatrices / que dibujan los escorzos / de la vida que fuimos y seremos”.

Dios se convierte en motivo literario, porque “Todas las cosas son epifanías, /señales de un dios que no existe”, pero “Dios se olvidó de guardar los juguetes / y andan desparramados / por los pasillos y las salas de espera”. La demostración de esa inexistencia de Dios se refleja en la vida, que es caos, irregularidad; lo contrario a esa pulcritud de líneas rectas de un “Dios geómetra”, puesto que “La vida clama rompiendo / la cruel simetría de los planos del hospital / y su laberinto”.

En conclusión: la poética de Javier Gallego continúa creciendo y avanzando por este segundo libro, después de Las gramáticas del tiempo (Takara, 2017), cuyo título jugaba con la lingüística del mismo modo que en la nueva obra lo hace el poema titulado “Acabad con el sujeto”, uno de los más interesantes, en mi opinión, porque condensa muy bien esa poética, tan aparentemente sobria y que, de repente, nos sorprende en otra parte con una metáfora que identifica a una polilla como un pequeño Ícaro distraído acercándose al sol de una bombilla. ¡Cuánta poesía en esa imagen! Son luces insertas en la noche, una noche que el poeta describe con serenidad y consciencia: “Nos acostumbramos a ir vagando entre sombras, / a no titubear cuando nuestros ojos dudan, / a caminar entre fantasmas”.

Francisco Javier Gallego Dueñas, licenciado en Historia Medieval y Sociología, trabaja como profesor de secundaria. Editor de la revista Voladas, ha publicado fragmentos de su obra en multitud de revistas y antologías; la más reciente, Antología de poesía Viejoven (Versátiles, 2020). Su actividad literaria se amplía a la crítica a través de su blog, Profundamente superficial, en el que merece la pena adentrarse.

«Condiciones para el vuelo», de Joselyn Michelle Almeida

La primera condición para el vuelo es la pregunta. Por eso Eva la formula en uno de los poemas iniciales del libro: “¿Qué cielo a la belleza expulsaría / fuera de sí por querer ser más bella?”. La curiosidad se identifica con la inocencia. Continúa, revelando la identidad del interlocutor: “Si el pecado fue seguir tu lumbre propia, / ¿por qué tú el príncipe de las tinieblas?”. Esta relación entre el pecado, la belleza y el conocimiento surge también en otros poemas como “Malus domestica”, con el símbolo de la manzana, o en “Prueba de fe”: “Manda que le corten la nariz a la mujer / y así desfigurar el rostro bello del pasado”.

La inocencia en sí supone un regreso a lo primigenio, a la naturaleza, con cuyos elementos entra en comunicación constantemente la poeta. Se identifica con el amor, porque ambos, amor y naturaleza, basan su esencia en la libertad. Por ello, las escenas amorosas se hallan en íntima relación con estos elementos naturales: “Vengo a dar albergue a tu beso fugitivo, / […] Ese que ensaya los matices del estío / y bebe relámpagos en la tormenta / haciendo de tu mirada un cielo en espera”. La naturaleza, como el amor, se encuentra amenazada: hay fuerzas que amenazan con romper ese equilibrio, como ocurre en el incendio de “Trastorno planetario” o en la desaparición de las abejas de “Aclaración”, donde concluye la poeta: “Vivimos y nos amamos mientras se pudo”.

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Escribir o vivir

Enero me ha traído sombreritos, de nuevo; más libros y el comienzo de otra historia que tiene entre sus personajes a una llama con acento texano bautizada como “Charlie”. ¿Literatura infantil, a estas alturas? En algún lugar tenía que volcar toda la imaginación que me sobra y que, en su día, me empujaba a lanzarme de cabeza a los mundos creados por Roald Dahl. Sigo haciéndolo, en realidad; una nunca abandona del todo la infancia. De lo contrario, haría demasiado frío en el universo. Otra cosa es poder continuar, claro. En mi faceta de narradora todavía soy un poco dispersa: si una historia no me apasiona, la voy abandonando lentamente. Al final, escribir se parece demasiado a vivir. Lo primero no es posible sin lo segundo, pero incluso me atrevería a afirmar que tampoco lo segundo sin lo primero.

En todo caso, enero me ha traído, también, el final de la primera novela de la que puedo sentirme orgullosa. He escrito otras a lo largo de mi vida, pero hoy me parecen tan infantiles. No quiero dejar atrás la poesía, pero ya es hora de adentrarme en un nuevo género.

Y después está Emily Dickinson, a la que he descubierto gracias a mi madre, que se la encargó al rey Baltasar –algún día desarrollaré mi teoría según la cual la mayoría de niños de los noventa somos de Baltasar–. Ahora tengo una bonita edición bilingüe de Visor y una nueva poeta en la que profundizar. No empieza mal, 2020.

Los años veinte

Va a ser muy raro, no poder hablar de “los años veinte” sin especificar “del siglo XX”. Porque ya vivimos en el XXI. Con esto de los siglos me pasa como con las pesetas y los euros: que todavía no me he adaptado del todo. A veces, me sorprendo calculando cuántas pesetas serán tantos euros o pensando en los poetas de la Generación del 27 como escritores de mi siglo. Mi siglo. Pero es que mi siglo siempre será el XX…

Cuando tenía 19 años, me corté el pelo a lo garçon. Llevaba boinas y sombreritos y me hubiera comprado un cigarrillo largo si no fuera porque nunca he fumado. Ahora tengo 30 y entramos en 2020. Me han cambiado un “2” por otro. No me atrevo a cortarme el pelo, no sea que, mientras me crece o no me crece, decida que ya no tengo edad para dejármelo largo.

Divagaciones… Hay cosas que nunca cambiarán. A mí me gusta reunirme con mis amigos poetas en cafés madrileños que pueden pasar por literarios. Soy como el protagonista de esa comedia de Woody Allen, Midnight in Paris, un nostálgico de épocas pasadas. En realidad, me doy cuenta de que todos nuestros problemas –al menos, los míos– vienen del paso del tiempo. Creo que me obsesiona. Y sin embargo, la literatura nos empuja a abandonar las líneas cronológicas y mirar la historia de una forma global, como si todos los acontecimientos y personajes convivieran en una misma explanada. Eso explica, por ejemplo, que considere más amigo a Luis Cernuda, que murió en 1963, que a algunas personas de mi presente. Mirándolo de esta forma, los cambios de cifra no asustan tanto.

Felices años veinte.