Va a ser muy raro, no poder hablar de “los años veinte” sin especificar “del siglo XX”. Porque ya vivimos en el XXI. Con esto de los siglos me pasa como con las pesetas y los euros: que todavía no me he adaptado del todo. A veces, me sorprendo calculando cuántas pesetas serán tantos euros o pensando en los poetas de la Generación del 27 como escritores de mi siglo. Mi siglo. Pero es que mi siglo siempre será el XX…
Cuando tenía 19 años, me corté el pelo a lo garçon. Llevaba boinas y sombreritos y me hubiera comprado un cigarrillo largo si no fuera porque nunca he fumado. Ahora tengo 30 y entramos en 2020. Me han cambiado un “2” por otro. No me atrevo a cortarme el pelo, no sea que, mientras me crece o no me crece, decida que ya no tengo edad para dejármelo largo.
Divagaciones… Hay cosas que nunca cambiarán. A mí me gusta reunirme con mis amigos poetas en cafés madrileños que pueden pasar por literarios. Soy como el protagonista de esa comedia de Woody Allen, Midnight in Paris, un nostálgico de épocas pasadas. En realidad, me doy cuenta de que todos nuestros problemas –al menos, los míos– vienen del paso del tiempo. Creo que me obsesiona. Y sin embargo, la literatura nos empuja a abandonar las líneas cronológicas y mirar la historia de una forma global, como si todos los acontecimientos y personajes convivieran en una misma explanada. Eso explica, por ejemplo, que considere más amigo a Luis Cernuda, que murió en 1963, que a algunas personas de mi presente. Mirándolo de esta forma, los cambios de cifra no asustan tanto.
Agitamos los párpados como si fueran largos edificios soñolientos. Volvemos a aquel último viaje, a aquel último verano. El tiempo es relativo entonces. La realidad se parece más a las breves imágenes que se vislumbran en los sueños hasta desaparecer en un fundido en negro, a pesar de nuestra lucha inútil por retenerlas cuando, por fin, descubrimos que el despertar es inminente.
Mayo despliega sus alas de viento. Escribo poemas sobre Madrid, porque alguien me dijo últimamente que esta ciudad es desoladora y yo no lo comprendo. Mi Madrid es una vieja dama de sonrisa melancólica, acogedora y gris. Nunca he conocido una ciudad tan humana. Quizá es porque tengo todos los recuerdos desperdigados por sus calles y son ellos los que configuran nuestro mapa sentimental.
Hoy se cumplen nueve años de la segunda vez que conocí el vacío de la muerte, aunque aquellas dos primeras veces solo fueran roces en comparación con el verdadero hachazo. Regreso nueve años atrás. Mi abuelo a veces vuelve a atravesar la puerta de casa por las mañanas saludándonos, se vuelve a enfadar cuando no quiero comerme las judías, me da cinco euros para comprar cromos de Pokémon. El tiempo es tan relativo. La realidad no es esta, ni aquella; la única realidad somos nosotros mismos y los recuerdos que nos configuran. Y la incomodidad constante en el presente.
Apenas hay tiempo para escribir. Apenas lo hay para detenerse.
Hubo un tiempo en el que el tiempo no existía, al menos no con la consistencia presente, con la insultante realidad afilada. Esa época dorada, suave y plena de horizontes es la infancia. Todos hemos soñado en ella y la hemos llorado desde fuera. Se dibuja como una isla extraviada, inaccesible, como un Edén bíblico. Escribió Luis Cernuda:
Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad. Todo contribuía alrededor mío, durante mis primeros años, a mantener en mí la ilusión y la creencia en lo permanente: la casa familiar inmutable, los accidentes idénticos de mi vida. Si algo cambiaba, era para volver más tarde a lo acostumbrado, sucediéndose todo como las estaciones en el ciclo del año, y tras la diversidad aparente siempre se traslucía la unidad íntima.
Pero terminó la niñez y caí en el mundo. Las gentes morían en torno mío y las casas se arruinaban. (Luis Cernuda, Ocnos).
¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!
Juan Ramón Jiménez
Los cumpleaños son un invento humano, como el propio tiempo. Celebramos un año más de vida y, paradójicamente, nos hallamos más cerca de la muerte. Es esta una reflexión muy medieval, muy Carpe Diem, aunque yo nunca me he considerado una fiel seguidora de este tópico, porque siempre he pensado demasiado en el futuro. Toda la vida persiguiendo el equilibrio y ahora, por fin, puedo decir que lo he hallado. Por eso, este cumpleaños no es para mí uno más. He superado una meta por la que he luchado mucho tiempo con todas mis fuerzas: ya tengo una plaza fija como profesora de Lengua y Literatura. Tengo un trabajo de por vida, tengo una estabilidad emocional.
Me faltan otras cosas que antes tenía. Me falta algo por lo que daría todo lo que ahora tengo. El equilibrio no es sinónimo de la felicidad. Pero la muerte no la hemos inventado; tal vez nos haya inventado ella a nosotros. Nos deja marchar un tiempo, creernos eternos, soñar; pero al final, acabamos regresando a su nada.
Cernuda en su infancia, en su juventud y en su madurez
Hoy Luis Cernuda habría cumplido 115 años. Lo cierto es que se me hace muy difícil imaginarlo con esa edad, tal vez porque él nunca fue una persona hecha para la vejez. Nadie lo es, podrán argumentar algunos. Pero no todos lo asumimos igual. En el otro extremo se encontraba Alberti, que quería vivir más de cien años y profundizar en el nuevo siglo. Al final, se quedó a las puertas.
Cernuda era distinto. Le angustiaba el paso del tiempo y, sobre todo, las huellas que este dejaba en su cuerpo. Para él, eterno adorador de la belleza física, los signos de la edad debían de constituir un trauma. En su madurez, seguía enamorándose de muchachos jóvenes, casi adolescentes, aunque estos enamoramientos jamás pasaban del plano platónico, porque se sentía indigno de ellos a causa de su edad.
Cernuda a los sesenta
Nunca llegó a ser viejo. Murió de un infarto en 1963, con 61 años recién cumplidos. Murió como vivió: melancólico, escéptico hacia la humanidad y enamorado de la belleza en todas sus formas. No llegó a ser viejo; sin embargo, se sintió viejo. De hecho, tuvo mentalidad de anciano desde muy pronto; desde los 40 años, cuando miraba el cielo gris de Londres y contemplaba con languidez la aparición de sus primeras canas. Incluso desde mucho antes: desde 1931, cuando escribió aquello de “Estoy cansado de estar vivo”. Sorprende que un joven que en ese momento rozaba la treintena pudiera realizar tamaña confesión. Pero si nos remontamos unos años antes, a su libro de 1927 Perfil del aire, podemos ya encontrar esta disposición de ánimo en versos como “Postrada y fiel huye la edad mudable”. No había cumplido los 25 en el momento de escribirlos y, no obstante, vivía sometido a la congoja de imaginar el fin de la juventud.
A los veintitantos, se enamoró —de nuevo, platónicamente— de Lafcadio Wluiki, el personaje de una obra de André Gide, Les caves du Vatican. Era “Cadio” un adolescente impetuoso, asilvestrado, rebelde, consciente de su descarnada juventud: el prototipo de un Rimbaud descarado y brillante. Cernuda escribió su magnífica “Carta a Lafcadio Wluiki”, donde leemos:
La realidad no es nunca lo suficientemente amplia y diversa para que ella nos baste por sí sola. Es necesario ese margen misterioso, de vagas luces y vagas sombras, delicado, exigente y voraz, que la imaginación proporciona. […] No será exagerado decir que ese libro satisfizo, en tanto que libro, mi demanda. Un libro. Qué extraño e íntimo hallazgo; parecía esperarlo. Y en ese libro el personaje más fascinador, uno de los personajes más fascinadores que conozco […] ¿Será oportuno añadir que lo he buscado vanamente por esta realidad? Mi mayor deseo sería verle. Si solo eres héroe de poética verdad […], ¿por qué te busco así, materialmente? Tal vez deseo de confiarse a un semejante, tal vez necesidad de incoherencia; yo nada sé. […] Pronto te estimé como a ningún amigo.
De aquella fascinación nacieron algunos de los personajes que habitan sus poemas y sus obras prosísticas, como es el caso de Aire, el desafortunado protagonista de su relato “El indolente”, a quien describe de este modo:
Entonces surgió una aparición. Al menos por tal la tuve, porque no parecía criatura de las que vemos a diario, sino emanación o encarnación viva de la tierra que yo estaba contemplando. Aquella criatura, fuese quien fuese, saltando desnuda entre las peñas, con agilidad de elemento y no de persona humana, se fue acercando poco a poco. Así conocí a Aire. […] Había en su pelo esas vetas más claras de la concha llamada carey, tonalidad que denota larga familiaridad con el mar. Su cuerpo me apareció aquella mañana sobre el cielo, fino, resistente y esbelto, tal modelado por las olas, que entienden de eso como escultor ninguno ha habido en la tierra.
A lo largo de toda su vida, su obra, Cernuda buscó a ese ideal rimbaudiano deslumbrante, libre y poseedor de la belleza en el sentido más clásico del término. Tal vez porque esa libertad contrastaba con sus propias limitaciones: su timidez y sus dificultades en el trato social.
Cernuda siempre buscó el ideal rimbaudiano
Pero, además de su afición a la belleza, ¿cuál es el otro origen de su terror ante el paso del tiempo? En un artículo que escribí hace años acerca del concepto de la adolescencia en Cernuda, cité una confesión del propio poeta, puesta en boca en uno de los personajes de su obra Una comedia inacabada y sin título. Decía “Soy el eterno adolescente”. No se trata de la única ocasión en la que expresa algo parecido. Leemos en sus diarios: “Tonto, imbécil, loco incurable, niño imposible; Luis, no tienes compostura”.
El eterno adolescente, el niño imposible. Los cambios de humor, las célebres “rabietas” cernudianas, avalarían estas confesiones. Me atrevería a afirmar que Cernuda temía la vejez porque, en su interior, se sentía asaeteado aún por las tormentas de la adolescencia. Él, más que otros, no estaba preparado para ser viejo. No lo hubiera sido ni con 100 años, o tal vez lo fue desde siempre, porque la vejez y la juventud son dimensiones que también viajan en el corazón. Porque Alberti, con 80 años, tenía más vitalidad que él con 20.
Probablemente, no le hubiera gustado que homenajeara el 115º aniversario de su nacimiento. “¿Tanto tiempo ha pasado ya?”, me diría, airado. Pero yo siempre lo recordaré como aquel joven que contemplaba, tácito y melancólico, el paso de los días y de los sueños.