Recuerdo bien el día en que encontré aquel libro en una de las estanterías de la biblioteca del colegio. Tenía siete años y, en aquellos tiempos, prácticamente asaltaba la biblioteca cada poco tiempo para llevarme prestados diez o doce títulos que me duraban dos días, tres a lo sumo. Resultaba frustrante terminarlos tan rápido, pero era una niña con pocos amigos que dedicaba casi la totalidad de su tiempo libre a leer. Lo prefería.
El caso es que un día encontré aquel libro: Las brujas. Publicado en Alfaguara infantil, de tapa blanda, con un dibujo en la portada que mostraba a una mujer de sonrisa inquietante extendiendo los brazos. Un ejemplar muy usado que todavía me parece ver entre mis manos. ¿Su autor? Roald Dahl.
No exagero al afirmar que, aquel día, se me abrió un mundo nuevo. El universo desplegado por la imaginación del escritor era parejo al que yo llevaba dentro de la cabeza. Me aliviaba de la realidad, me satisfacía, me fascinaba: las brujas, aquellos diabólicos seres disfrazados de mujeres corrientes –tan semejantes, en su descripción, a una profesora que tuve después en el instituto-. Recuerdo también la historia, dentro de la misma novela, de una niña que quedó atrapada para siempre en un cuadro e iba haciéndose mayor conforme pasaban los años, hasta que un día simplemente desapareció. Mucho más tarde, escribí un relato inspirado en aquella historia.
Después de Las brujas leí otro famoso título del autor: Charlie y la fábrica de chocolate. El extravagante Willy Wonka y su fantástica fábrica en la que TODO era comestible engarzaron perfectamente con ese mundo que yo siempre inventaba en mis juegos: un mundo en el que todo estaba hecho no de chocolate, sino de helado. Pero la imaginación de Dahl superaba la mía y le daba alas, siempre con su delicioso toque humorístico y con los entrañables monigotes de su eterno ilustrador: el gran Quentin Blake.

Pasaron también por mis manos la continuación de Charlie y la fábrica de chocolate –titulada Charlie y el gran ascensor de cristal– y James y el melocotón gigante. De El Gran Gigante Bonachón me maravilló el capítulo en el que la protagonista y el gigante marchaban al País de los Sueños, para cazar los sueños dorados con un cazamariposas, siempre evitando las terribles pesadillas. El mundo onírico me ha llamado, desde siempre, la atención, y era como si Dahl lo hubiera intuido.
En realidad, todas sus obras parecían dirigidas a mí, de alguna forma misteriosa. Me di cuenta de que yo misma podría ser un personaje suyo después de leer Matilda, la historia de aquella niña, voraz lectora, que no lograba conectar con el mundo de los adultos. Me he pasado toda la infancia esperando que me aconteciera algún fenómeno fantástico y maravilloso, pero lo más cerca que he estado de lograrlo ha sido leyendo los libros de este autor.

Hoy Roald Dahl (1916-1990), el escritor que falleció unos meses después de mi nacimiento, hubiera cumplido 100 años. Igual que Roald Amundsen, el famoso explorador noruego en honor al cual le bautizaron –no olvidemos que Dahl, a pesar de ser británico, tenía padres noruegos-, fue un intrépido aventurero: entre sus peripecias se cuentan enfrentamientos con leones en Tanganica –trabajando en una importante empresa petrolífera-, labores de espía y participación en combates aéreos como miembro de la Royal Air Force. De joven, trabajando para la fábrica de chocolate Cadbury, soñaba con inventar una chocolatina que asombrara al mundo entero –este sueño fue la inspiración para una de sus más famosas novelas-. En 1940, sobrevivió a un accidente de avión en Libia –pilotaba solo-, aunque le costó una fractura de cráneo y una ceguera temporal. Dos años más tarde, iniciaría su carrera de escritor con su primer cuento: Pan comido.
También hizo sus incursiones en el cine: como guionista, adaptó dos obras de Ian Fleming: Chitty Chitty Bang Bang y Solo se vive dos veces, protagonizada por el mítico Agente 007. Escribió el guión de la primera adaptación de Charlie y la fábrica de chocolate, en 1971, donde Willy Wonka era encarnado por el recientemente fallecido Gene Wilder –la versión de 2005 de Tim Burton no resulta ni la mitad de acertada que la original-. Tras su muerte, otras obras suyas se llevaron al cine: Matilda, James y el melocotón gigante o El Gran Gigante Bonachón, que fue adaptada con el aburrido título de Mi amigo el gigante.
Es frecuente etiquetar a Dahl erróneamente como autor de literatura infantil. En primer lugar, no creo que las etiquetas de “literatura infantil” o “literatura juvenil” sean correctas: las obras valiosas, aunque dirigidas en un primer momento a un público infantil, pueden ser disfrutadas del mismo modo por lectores adultos. Así me pasa con los libros de Roald Dahl, a los que vuelvo cada cierto tiempo con la misma regocijada expectación que sentía de niña. Por otra parte, el autor también escribió libros dirigidos expresamente a adultos. Un ejemplo es la novela que me he leído últimamente: Mi tío Oswald, en la que narra las aventuras y desventuras de un donjuán visionario que crea un banco de esperma con el semen de los hombres más famosos de la época: Stravinski, Renoir, Picasso, Joyce, Freud, Einstein, Conan Doyle, Proust… Otros títulos son Relatos de lo inesperado, Boy o Volando solo. En todos ellos conserva, claro está, su particular estilo de escritura: ágil, ameno e imaginativo, con un toque de humor que se vuelve humor negro en estas obras para adultos. Porque él jamás perdió del todo al niño que había sido, y quizá sea esa la perspectiva más sabia de la adultez.
He leído que era un hombre gruñón y caprichoso, pero me hubiera gustado mantener una conversación con él; creo que nos hubiéramos entendido bien. Le habría preguntado de cuál de sus libros salí yo, un año antes de su muerte. Tal vez la mía –la nuestra- pueda considerarse la mayor aventura de todas: sobrevivir en una realidad en la que la imaginación solo se erige como refugio, como paraíso necesario. Los libros de Roald Dahl son umbrales a ese mundo perdido, al libro del cual todos los idealistas nos escapamos en algún trágico momento.
¡Excelente artículo! La relación entre el escritor y el lector, tan bien explicada aquí, refleja una vez más cómo ambos, uno creando y el otro re-creando la obra, sostienen la historia y fortalecen a sus protagonistas. Y, por supuesto, esta relación, es perenne: el autor, muerto como persona, permanece vivo como creador entre nosotros porque su obra cobra nueva vida cada vez que leemos, releemos, rememoramos sus palabras…