Cuando en el futuro recuerde 2018, lo haré pensando en el año en el que, por fin, brotaron todas las semillas que había plantado a lo largo de mi vida, desde aquellos “PA+” de Primaria, pasando por la carrera, másteres y doctorados, hasta llegar a las temibles oposiciones a las que no fui capaz de vencer en una ocasión. Fue en 2016. Sentí aquel suspenso como el fracaso de toda mi vida académica, pero reuní la fuerza suficiente para levantarme de mis cenizas y continuar, con más empeño si cabe. Dos años más tarde, he comprendido que aquel suspenso solo fue un bache en el camino, un camino cuyo devenir no era capaz de comprender, por entonces.
Cuando en julio de este año llegó el aprobado, con forma de plaza fija, entendí por fin ese tópico tan manido que dice que “todo esfuerzo tiene su fruto”. El mío había florecido. Ahora, puedo dedicarme a la que considero que es mi vocación: la docencia. Por eso, recordaré 2018 como el año que me enseñó que todo es posible, si nos empeñamos.
La alegría llegó después de un torrente de sombras en mi existencia: el pozo más oscuro en el que jamás podría haber caído. Por eso, la alegría se alzó aún más luminosa, con la promesa de una nueva vida que me acercaría a ese tan ansiado equilibrio. Porque 2018 también ha sido el primer año completo de ausencia.
A pesar de ello, me he sentido muy arropada por aquellos que siempre han estado conmigo. Otros, los que hablaban mucho y me querían tanto y cuánto, se han alejado definitivamente, volviendo a demostrar que, como decía Rafael Alberti, “las palabras entonces no sirven: son palabras”. En la amistad, en el amor, cuentan solo los actos.
Cuando nos vamos haciendo mayores, aprendemos poco a poco que existir es convivir en paz con la tristeza. Permitir que brote varias veces al día, como un repentino pinchazo en la sien y un buen puñado de lágrimas, pero no dejar que empañe los momentos de felicidad, porque estos también existen. Somos lo que somos ahora y lo que hemos sido, pero también lo que otros han sido. Llevamos en nuestro cuerpo y en nuestra alma nuestros sueños y afectos, pero también los de nuestros desaparecidos. Tenemos la voluntaria responsabilidad de no dejar que mueran, porque uno solo muere cuando lo dejan de pensar.
Y ahora solo queda afrontar el nuevo año con valor e ilusión. Valor, porque la incertidumbre del futuro a menudo esconde puñales entre la niebla, puñales que son inherentes a la vida misma. Ilusión, porque junto a esos puñales aparecerán momentos y personas inolvidables. En el terreno literario, por ejemplo, se anuncian ya algunas nuevas ilusionantes, que se volverán corpóreas en este 2019. El año que se va ha dejado, en ese ámbito, un par de reconocimientos a mi obra y una bonita antología poética en la que mis versos permanecerán siempre junto a los de los Bardos.
Quedan todavía muchos sueños por cumplir. Feliz fin de año y gracias por acompañarme en este viaje con vuestra lectura.
París no era suficiente, como no lo fue aquella despedida en la Piazza San Marco de Venecia –qué importa que esta historia sea en Technicolor–.
“Tócala otra vez, Charles…”. -Tu lejano recuerdo me viene a buscar… (Y nunca fue ya más que tu recuerdo.)
MarinaCasado, Mi nombre de agua
Hace tiempo que el Trapecista ya no puede verme. Tal vez él sea en realidad el muerto, pero soy yo quien ha dejado de existir. Miro su rostro aniñado, su cabello oscuro que antaño se derramaba en mechones algodonosos sobre su frente. Ahora, está pulcramente corto; la frente, despejada. Los ojos de color miel parecen más confiados, más serenos. Sus labios se mueven, sugerentes, mientras habla. Su voz también ha cambiado: es más ronca, y no se dirige a mí. Nunca se dirigirá ya a mí. Porque el Trapecista ya no puede verme.
Venecia todavía me sabe a despedida. Quizás el Trapecista comenzara a morir, sin yo saberlo, en esa despedida. Mucho antes de convertirse en el Trapecista. Y cuando lo recuerdo, flotan góndolas por mi memoria que después se convierten en el Big Ben. Y sobre él, mi Trapecista, con sus mechones algodonosos resbalando por la frente. Con su voz melodiosa pronunciando mi nombre y una guitarra, y aquella camiseta que no se quitaba.
Un día, me cogió de la mano para montar juntos en un tren. Pero no sabíamos que, en la Ciudad Sin Nombre, los trenes jamás parten, ni llevan a ningún sitio. Otro día volví a pasear de su mano, pero se disolvió, como siempre, envuelto en el espectro de la Ciudad Sin Nombre, que nos rodeaba.
Me marché de aquella ciudad maldita, pero a veces regreso a través de recuerdos mortecinos y luces que nacen al final del verano. Es la única forma que tengo de volver a mirarlo: a él, a quien fue, antes de dejar de ser. Yo también soy. Soy la única culpable de que aquella ciudad perdiera su nombre, por no haber sido capaz de llegar hasta ella mientras el Trapecista vivía allí. Cuando las góndolas seguían siendo góndolas.
Recibí una carta del Trapecista. Mi amiga Alisa le había escrito previamente, informándole de que yo pronto llegaría a su ciudad. La ciudad que todavía tenía nombre. En la que ya no existían góndolas ni cabellos algodonosos sobre la frente. La ciudad donde él comenzó a vivir después de haber muerto. Pero él, que ya no era él, se alegraba de poder volver a verme. Otra vez el ansiado reencuentro, tantas veces esperado –ni siquiera vivido- en mis sueños.
Despierta, todavía me parecía aguardar la carta del Trapecista. Incluso pensé que yo misma podría escribirle para concertar un encuentro en la ciudad que aún conservaba su nombre. Podría acostumbrarme a su cabello corto y a su voz más ronca.
Entonces recordé que el Trapecista ya no era capaz de verme, porque yo había dejado de existir. Solo la casualidad, ese destello transparente del tiempo, me pondría otra vez frente a él, que dejaría de recordarme como una sombra azul. Porque, tras el olvido, todos nos convertimos en sombras azules.
Recuerdo bien el día en que encontré aquel libro en una de las estanterías de la biblioteca del colegio. Tenía siete años y, en aquellos tiempos, prácticamente asaltaba la biblioteca cada poco tiempo para llevarme prestados diez o doce títulos que me duraban dos días, tres a lo sumo. Resultaba frustrante terminarlos tan rápido, pero era una niña con pocos amigos que dedicaba casi la totalidad de su tiempo libre a leer. Lo prefería.
El caso es que un día encontré aquel libro: Las brujas. Publicado en Alfaguara infantil, de tapa blanda, con un dibujo en la portada que mostraba a una mujer de sonrisa inquietante extendiendo los brazos. Un ejemplar muy usado que todavía me parece ver entre mis manos. ¿Su autor? Roald Dahl.
No exagero al afirmar que, aquel día, se me abrió un mundo nuevo. El universo desplegado por la imaginación del escritor era parejo al que yo llevaba dentro de la cabeza. Me aliviaba de la realidad, me satisfacía, me fascinaba: las brujas, aquellos diabólicos seres disfrazados de mujeres corrientes –tan semejantes, en su descripción, a una profesora que tuve después en el instituto-. Recuerdo también la historia, dentro de la misma novela, de una niña que quedó atrapada para siempre en un cuadro e iba haciéndose mayor conforme pasaban los años, hasta que un día simplemente desapareció. Mucho más tarde, escribí un relato inspirado en aquella historia.
Después de Las brujas leí otro famoso título del autor: Charlie y la fábrica de chocolate. El extravagante Willy Wonka y su fantástica fábrica en la que TODO era comestible engarzaron perfectamente con ese mundo que yo siempre inventaba en mis juegos: un mundo en el que todo estaba hecho no de chocolate, sino de helado. Pero la imaginación de Dahl superaba la mía y le daba alas, siempre con su delicioso toque humorístico y con los entrañables monigotes de su eterno ilustrador: el gran Quentin Blake.
Ilustración de Quentin Blake para Charlie y la fábrica de chocolate
Pasaron también por mis manos la continuación de Charlie y la fábrica de chocolate –titulada Charlie y el gran ascensor de cristal– y James y el melocotón gigante. De El Gran Gigante Bonachón me maravilló el capítulo en el que la protagonista y el gigante marchaban al País de los Sueños, para cazar los sueños dorados con un cazamariposas, siempre evitando las terribles pesadillas. El mundo onírico me ha llamado, desde siempre, la atención, y era como si Dahl lo hubiera intuido.
En realidad, todas sus obras parecían dirigidas a mí, de alguna forma misteriosa. Me di cuenta de que yo misma podría ser un personaje suyo después de leer Matilda, la historia de aquella niña, voraz lectora, que no lograba conectar con el mundo de los adultos. Me he pasado toda la infancia esperando que me aconteciera algún fenómeno fantástico y maravilloso, pero lo más cerca que he estado de lograrlo ha sido leyendo los libros de este autor.
Roald Dahl
Hoy Roald Dahl (1916-1990), el escritor que falleció unos meses después de mi nacimiento, hubiera cumplido 100 años. Igual que Roald Amundsen, el famoso explorador noruego en honor al cual le bautizaron –no olvidemos que Dahl, a pesar de ser británico, tenía padres noruegos-, fue un intrépido aventurero: entre sus peripecias se cuentan enfrentamientos con leones en Tanganica –trabajando en una importante empresa petrolífera-, labores de espía y participación en combates aéreos como miembro de la Royal Air Force. De joven, trabajando para la fábrica de chocolate Cadbury, soñaba con inventar una chocolatina que asombrara al mundo entero –este sueño fue la inspiración para una de sus más famosas novelas-. En 1940, sobrevivió a un accidente de avión en Libia –pilotaba solo-, aunque le costó una fractura de cráneo y una ceguera temporal. Dos años más tarde, iniciaría su carrera de escritor con su primer cuento: Pan comido.
También hizo sus incursiones en el cine: como guionista, adaptó dos obras de Ian Fleming: Chitty Chitty Bang Bang y Solo se vive dos veces, protagonizada por el mítico Agente 007. Escribió el guión de la primera adaptación de Charlie y la fábrica de chocolate, en 1971, donde Willy Wonka era encarnado por el recientemente fallecido Gene Wilder –la versión de 2005 de Tim Burton no resulta ni la mitad de acertada que la original-. Tras su muerte, otras obras suyas se llevaron al cine: Matilda, James y el melocotón gigante o El Gran Gigante Bonachón, que fue adaptada con el aburrido título de Mi amigo el gigante.
Es frecuente etiquetar a Dahl erróneamente como autor de literatura infantil. En primer lugar, no creo que las etiquetas de “literatura infantil” o “literatura juvenil” sean correctas: las obras valiosas, aunque dirigidas en un primer momento a un público infantil, pueden ser disfrutadas del mismo modo por lectores adultos. Así me pasa con los libros de Roald Dahl, a los que vuelvo cada cierto tiempo con la misma regocijada expectación que sentía de niña. Por otra parte, el autor también escribió libros dirigidos expresamente a adultos. Un ejemplo es la novela que me he leído últimamente: Mi tío Oswald, en la que narra las aventuras y desventuras de un donjuán visionario que crea un banco de esperma con el semen de los hombres más famosos de la época: Stravinski, Renoir, Picasso, Joyce, Freud, Einstein, Conan Doyle, Proust… Otros títulos son Relatos de lo inesperado, Boy o Volando solo. En todos ellos conserva, claro está, su particular estilo de escritura: ágil, ameno e imaginativo, con un toque de humor que se vuelve humor negro en estas obras para adultos. Porque él jamás perdió del todo al niño que había sido, y quizá sea esa la perspectiva más sabia de la adultez.
He leído que era un hombre gruñón y caprichoso, pero me hubiera gustado mantener una conversación con él; creo que nos hubiéramos entendido bien. Le habría preguntado de cuál de sus libros salí yo, un año antes de su muerte. Tal vez la mía –la nuestra- pueda considerarse la mayor aventura de todas: sobrevivir en una realidad en la que la imaginación solo se erige como refugio, como paraíso necesario. Los libros de Roald Dahl son umbrales a ese mundo perdido, al libro del cual todos los idealistas nos escapamos en algún trágico momento.
Se han abordado ya, en un artículo anterior, las semejanzas entre el personaje galdosiano de Doña Perfecta y la Bernarda Alba de García Lorca, relacionados ambos con el prototipo jungiano de «la madre terrible». Pero la influencia de Galdós en el escritor de la Generación del 27 deja su huella en otras obras, como se demostrará en el presente análisis.
Versión cinematográfica de Pilar Távora de 1998, protagonizada por Aitana Sánchez-Gijón
En su libro Buñuel, lector de Galdós, Arantxa Aguirre afirma que Jacinta, personaje perteneciente a la novela Fortunata y Jacinta [1886-1887], constituye sin duda el antecedente de la protagonista del drama lorquiano Yerma[1934], cuyo máximo anhelo en la vida es llegar a ser madre. Sin embargo, tanto una como otra se enfrentan a la esterilidad; aunque la diferencia radica en que, en el caso de Jacinta, es ella quien está incapacitada para tener hijos, mientras que Yerma encuentra el obstáculo en la esterilidad de su marido.
Ambos personajes se sienten insatisfechos en su matrimonio. Parte de la crítica ha afirmado que la esterilidad de Jacinta es expresada por Galdós como el signo evidente de su fracaso matrimonial –el hecho de que Juanito Santa Cruz ame a Fortunata-: la consecuencia, más que la causa, dentro de un contexto metafórico. En Yerma, es el marido –Juan; de nuevo se repite el nombre del varón, como en el caso de Doña Perfecta y La casa de Bernarda Alba– el que impide que ella alcance su sueño de ser madre. La esterilidad también podría ser consecuencia metafórica del fracaso matrimonial, puesto que a quien ama realmente Yerma no es a su marido, sino a su amigo de juventud: Víctor. Y sin embargo, tanto una como otra se resisten a rebelarse por sus profundas convicciones morales: Jacinta no abandona a Juanito, a pesar de saber que la está engañando con otra mujer, y Yerma se mantiene fiel a su marido, aunque podría cumplir su sueño de tener hijos con otro hombre. Ambas situaciones se desbordan al final, cuando el instinto de la maternidad sobrepasa el amor hacia el marido o las convicciones sociales: Jacinta consigue mostrar indiferencia hacia Juanito y dedicarse en cuerpo y alma a su hijo adoptivo, el hijo de Fortunata, y Yerma termina asesinando a su marido, y con él a la posibilidad de ser madre algún día –en este caso, el final es más dramático y no ofrece ningún atisbo de esperanza-. En cualquier caso, tanto Jacinta como Yerma necesitan experimentar la maternidad para sentirse completas como mujeres.
Escena de la serie televisiva basada en Fortunata y Jacinta dirigida por Mario Camus en 1980. Maribel Martín a la derecha, en el papel de Jacinta
A la hora de reflejar la angustia que cada una de las mujeres siente hacia el hijo que no han tenido y que siempre desean tener, tanto Galdós como Lorca se refieren a él como una presencia irreal pero, no obstante, vívida. Así, Jacinta a menudo sueña con que una criatura mama de sus senos y tiene una pesadilla en la que sostiene entre sus brazos a un niño-hombre que desea ser amamantado:
Al arrullo de esta música cayó la dama en sueño profundísimo, uno de esos sueños intensos y breves en que el cerebro finge la realidad con un relieve y un histrionismo admirables. […] Hallábase Jacinta en un sitio que era su casa y no era su casa… […] Estaba sentada en un puff y por las rodillas se le subía un muchacho lindísimo, que primero le cogía la cara, después le metía la mano en el pecho. […] después dio cabezadas contra el seno. Viendo que nada conseguía, se puso serio, tan extraordinariamente serio, que parecía un hombre. […] Jacinta, al fin, metió la mano en su seno, sacó lo que el muchacho deseaba y le miró. […] Toda la cara parecía una estatua. El contacto que Jacinta sintió en parte tan delicada de su epidermis era el roce espeluznante del yeso [289-291].
En la obra de Lorca, cuando Yerma habla de su hijo “imposible” a la Vieja, se refiere a él como “este fantasma sentado año tras año encima de mi corazón”. De nuevo, una presencia irreal pero a la vez real, que la atormenta. Y respecto al acto de amamantar al niño, tan relevante en el sueño de Jacinta, también aparece en Yerma cuando ella dice:
Yo tengo la idea de que las recién paridas están como iluminadas por dentro, y los niños se duermen horas y horas sobre ellas oyendo ese arroyo de leche tibia que les va llenando los pechos para que ellos mamen, para que ellos jueguen, hasta que no quieran más, hasta que retiren la cabeza «… otro poquito más, niño… «, y se les llene la cara y el pecho de gota blancas. [García Lorca, 1971: 1273].
En una y otra obra, Jacinta y Yerma canalizan su angustia por medio de la imaginación, o del sueño. Galdós demuestra, en este punto, un interés por el tema del subconsciente que lo sitúa como un precedente del Surrealismo antes de la aparición de dicho movimiento. Un movimiento que abrazó Lorca como vía de escape ante una crisis personal.
Lloré, lloré tanto, que hubiera podido llenar sus órbitas vacías. Entonces amaneció.
Luis Cernuda.
A veces, entregarse en cuerpo y alma a una meta no es suficiente. Un fracaso lo es más cuando se pone toda la carne en el asador, cuando la vida adquiere unas fronteras muy precisas que limitan en una fecha: dieciocho de junio de 2016. Toda la vida cabe de repente en esa fecha.
La noche antes del examen, regresé en sueños a la casa de mis abuelos, en la que transcurrió la mayor parte de mi infancia. Todo allí era diferente a lo que recordaba: la decoración, los muebles, eran distintos; incluso las habitaciones parecían más grandes y menos acogedoras. En el salón, mi abuelo lloraba en un inmenso sillón verde. No entendí entonces el motivo.
Seguí caminando por el pasillo hacia el patio, antaño verde y cuajado de plantas y flores: rosas, hortensias, helechos. De niña, allí esperaba a una mariposa blanca que aparecía cada mediodía, puntualmente. Con toda seguridad, no era la misma mariposa, porque la vida de las mariposas es muy corta. Pero me gustaba pensar que sí lo era. Mi abuelo la bautizó con el nombre de Diaria.
Una luz sucia invadía ahora el patio, envolviendo las paredes desnudas de cal blanca. Solo quedaba la adelfa de flores rosas, aquella que tanto miedo me daba de niña. El suelo estaba cubierto de cisnes negros que se abalanzaban hacia un mismo rincón, donde yacía un cadáver. No pude saber de quién era.
La mañana del día dieciocho, desperté con un mal presentimiento. Era sábado y la autopista parecía desierta. Daba la impresión a veces de que seguía dentro de la pesadilla. Pero la primera prueba del examen fue real, demasiado real, y me hizo comprender que, a veces, entregarse en cuerpo y alma a una meta no es suficiente. Si hubiera estado a las puertas del País de las Maravillas, mis lágrimas habrían provocado una inundación. Fue entonces cuando comprendí que, en el sueño, mi abuelo lloraba por mí.
Entonces, ocurrió algo muy extraño. Justo antes de entrar a la segunda prueba, cuando mi autoestima debía de encontrarse en algún lugar próximo al centro de la Tierra, una mariposa blanca revoloteó unos instantes alrededor de mi cabeza, para alejarse poco después hacia el cielo azul de junio. Supe que era Diaria. Nunca he creído en las señales, pero aquello me pareció una. Como si desde una dimensión inalcanzable, la de los recuerdos, mi abuelo me mandara un guiño. Entré en la segunda prueba con una beatífica sensación de confianza.
Barco de mariposas, Salvador Dalí
Suspendí la primera prueba y saqué casi un diez en la segunda. La media de ambas no fue suficiente. Y comprobé que un fracaso lo es más cuando se pone toda la carne en el asador, cuando no puedes concebir que la vida continúe después de ese día, dieciocho de junio, que se ha convertido en todo tu mundo. Un mundo que se desmoronaba por momentos en aquel naufragio que me sacudía.
Poco a poco fui despertando. Dándome cuenta de que la vida es algo más que una fecha: que la vida se desborda y brilla en las sonrisas y las palabras de consuelo de las personas que están con nosotros, que nos dan la mano hasta que conseguimos volver a levantarnos. Mi mundo continuaba intacto, tal como lo dejé antes de embarcarme en aquella aventura con trágico final.
Y después respiré el verano. Las malas noticias parecen menos malas cuando se acompañan de una muy buena, una que a veces toma forma de caminatas por Madrid, tardes vagando por el Retiro, refrescos de sabores exóticos, crêpes repetidos, nuggets cocidos, atardeceres en la Plaza de Oriente, ilusiones a flor de piel, una canción de los Moody. La vida no cabe en una fecha ni en un examen, pero sí en unos ojos. Y si esos ojos te miran, qué importa el resto. Te abandonas a ese azul de verano y comprendes que todo en esta vida, excepto la muerte, tiene solución. Que los naufragios son solo temporales, si acabamos familiarizándonos con la tempestad. Y que, en cualquier momento, una mariposa blanca puede llegar para devolvernos la confianza extraviada.