Lloré, lloré tanto, que hubiera podido llenar sus órbitas vacías. Entonces amaneció.
Luis Cernuda.
A veces, entregarse en cuerpo y alma a una meta no es suficiente. Un fracaso lo es más cuando se pone toda la carne en el asador, cuando la vida adquiere unas fronteras muy precisas que limitan en una fecha: dieciocho de junio de 2016. Toda la vida cabe de repente en esa fecha.
La noche antes del examen, regresé en sueños a la casa de mis abuelos, en la que transcurrió la mayor parte de mi infancia. Todo allí era diferente a lo que recordaba: la decoración, los muebles, eran distintos; incluso las habitaciones parecían más grandes y menos acogedoras. En el salón, mi abuelo lloraba en un inmenso sillón verde. No entendí entonces el motivo.
Seguí caminando por el pasillo hacia el patio, antaño verde y cuajado de plantas y flores: rosas, hortensias, helechos. De niña, allí esperaba a una mariposa blanca que aparecía cada mediodía, puntualmente. Con toda seguridad, no era la misma mariposa, porque la vida de las mariposas es muy corta. Pero me gustaba pensar que sí lo era. Mi abuelo la bautizó con el nombre de Diaria.
Una luz sucia invadía ahora el patio, envolviendo las paredes desnudas de cal blanca. Solo quedaba la adelfa de flores rosas, aquella que tanto miedo me daba de niña. El suelo estaba cubierto de cisnes negros que se abalanzaban hacia un mismo rincón, donde yacía un cadáver. No pude saber de quién era.
La mañana del día dieciocho, desperté con un mal presentimiento. Era sábado y la autopista parecía desierta. Daba la impresión a veces de que seguía dentro de la pesadilla. Pero la primera prueba del examen fue real, demasiado real, y me hizo comprender que, a veces, entregarse en cuerpo y alma a una meta no es suficiente. Si hubiera estado a las puertas del País de las Maravillas, mis lágrimas habrían provocado una inundación. Fue entonces cuando comprendí que, en el sueño, mi abuelo lloraba por mí.
Entonces, ocurrió algo muy extraño. Justo antes de entrar a la segunda prueba, cuando mi autoestima debía de encontrarse en algún lugar próximo al centro de la Tierra, una mariposa blanca revoloteó unos instantes alrededor de mi cabeza, para alejarse poco después hacia el cielo azul de junio. Supe que era Diaria. Nunca he creído en las señales, pero aquello me pareció una. Como si desde una dimensión inalcanzable, la de los recuerdos, mi abuelo me mandara un guiño. Entré en la segunda prueba con una beatífica sensación de confianza.

Suspendí la primera prueba y saqué casi un diez en la segunda. La media de ambas no fue suficiente. Y comprobé que un fracaso lo es más cuando se pone toda la carne en el asador, cuando no puedes concebir que la vida continúe después de ese día, dieciocho de junio, que se ha convertido en todo tu mundo. Un mundo que se desmoronaba por momentos en aquel naufragio que me sacudía.
Poco a poco fui despertando. Dándome cuenta de que la vida es algo más que una fecha: que la vida se desborda y brilla en las sonrisas y las palabras de consuelo de las personas que están con nosotros, que nos dan la mano hasta que conseguimos volver a levantarnos. Mi mundo continuaba intacto, tal como lo dejé antes de embarcarme en aquella aventura con trágico final.
Y después respiré el verano. Las malas noticias parecen menos malas cuando se acompañan de una muy buena, una que a veces toma forma de caminatas por Madrid, tardes vagando por el Retiro, refrescos de sabores exóticos, crêpes repetidos, nuggets cocidos, atardeceres en la Plaza de Oriente, ilusiones a flor de piel, una canción de los Moody. La vida no cabe en una fecha ni en un examen, pero sí en unos ojos. Y si esos ojos te miran, qué importa el resto. Te abandonas a ese azul de verano y comprendes que todo en esta vida, excepto la muerte, tiene solución. Que los naufragios son solo temporales, si acabamos familiarizándonos con la tempestad. Y que, en cualquier momento, una mariposa blanca puede llegar para devolvernos la confianza extraviada.
Dos notas sobre este excelente texto. 1. Con razón dice Vargas Llosa (y otros muchos antes y después de él) que se escribe para ajustar cuentas con los demás (con la sociedad) y con uno mismo. Es una inteligente forma de superar el problema y decir cosas tan bellas como «Y después respiré el verano.» 2. Si no lo has hecho, deberías leer las teorías de C.G. Jung en torno al inconsciente y los sueños propios que él cuenta.
Gracias por las notas, José María. Leeré a Jung; pensaba que Freud tenía el monopolio sobre el análisis de los sueños.