“Tapar los espejos”, de Rosario Troncoso

TAPAR LOS ESPEJOS | 9788412304091 | TRONCOSO GONZALEZ, ROSARIO

Llega a mis manos un nuevo poemario de Rosario Troncoso, una nueva flor en el jardín acuático de su poética. Tapar los espejos, publicado por la editorial asturiana BajAmar en 2021, es un murmullo subterráneo, la huella visible de un dolor, el frío de la ausencia y la fortaleza de una voz poética que duerme bajo el agua y cuenta las espinas de su sangre. Leo Tapar los espejos como la inevitable continuación de En el corazón, escamas, el libro inmediatamente anterior de la autora. La sirena, varada en la tierra, escucha desde su soledad la llamada azul del océano. El mal amor ha herido sus escamas celestes y debe volver a ensayar la libertad, comprender que “después de la pasión no espera nada”, convencerse de promesas a sí misma se hace: “No amarte en vano / ni escribir más tu nombre sobre mi herida”, “Olvidar a quien me ancló en primavera”. El dolor le ha enseñado, aunque todavía sea pronto para la cicatriz: “Aprendí a sellar mis labios y a no perseguir por amor las estelas de los barcos”. Es un proceso pleno de “desidealización”, una conciencia de la diferencia que existe entre sus sueños y la realidad: “Porque yo solo quería amarte sin querer tenerte ni que tú me tuvieras”.

La soledad también es a menudo incomprensión: “Ahí fuera hay un clamor que grita que me salve. Que me salve de ti, y de mí”. E inevitablemente surgen sentimientos como la impotencia –“Mi voluntad es una mariposa de aire”– o la culpa: “Conviene tapar los espejos. Que pasen de largo sus pasos. Que no sepa que he vuelto a adorarte y a abrazar sin culpa el dolor que corrompe la memoria”. Esa mariposa de aire es también la voz poética, que en el último poema de la obra, “Vaticinio”, confiesa: “Tengo las alas rotas”.

Estilísticamente, predomina la prosa poética, que se combina con los poemas breves, compuestos de tres versos, de la primera sección. Las imágenes habituales en la poética de Rosario Troncoso vuelven a aparecer en esta obra: la oposición entre la tierra y el mar, la sirena, la playa, los naufragios, el propio cuerpo… Encontramos ese intimismo tan particular en la autora, una dinámica de espejos, una sinceridad salada y desgarradora, en ocasiones, una inocencia pura, casi infantil, que sobrevive a los subterfugios de la realidad.  

Tapar los espejos es la historia de una reconciliación, la más compleja de todas: la que se entabla con una misma. Y así, leemos: “A lo mejor, si lo pido con vehemencia, esa mujer a la que amo, a la que me niego a escuchar, y que arrojé al fondo de mi infierno, regresa y me abraza. La mujer que sangra por mí, que desaparece adrede, y que soy yo”. A lo largo de la obra, el lector comprende que no, que esa mujer no ha desaparecido, sino que sobrevive por debajo de todo el dolor, esperando para volver a alzar la mirada e inundarla con la luz del sol. 

Rosario Troncoso (Cádiz, 1978) es profesora de Lengua Castellana y Literatura, gestora cultural, editora y articulista en prensa. Cuenta ya con diez poemarios publicados a sus espaldas, una larga trayectoria literaria.  

Volver al mar. Una lectura de “En el corazón, escamas”, de Rosario Troncoso

Cubierta de la obra. Ilustración de José Enrique Izco

El último poemario de la escritora gaditana Rosario Troncoso es todo un descubrimiento para aquellos que amamos el mar de Cádiz y las historias de sirenas que deben camuflarse en la realidad. En el corazón, escamas, publicado en 2020 con La Quinta Rosa Editorial, puede leerse casi como un cuento en clave lírica acerca de una sirena que no logra escapar de su verdadera naturaleza y que termina asumiéndola, tras mantener un pulso con las imposiciones sociales y gracias al amor o, mejor dicho, a la capacidad de amar, porque la sirena está enamorada del sentimiento mismo del amor, de la libertad, que se funde con el océano.

Hay una valentía ingenua, primigenia, en la voz lírica, desde que comprende que ha vivido demasiado tiempo en la tierra, donde un día fue feliz: “Y mi cuerpo antiguo de pez, desorientado en el tuyo, como un recuerdo ya lejano del leve destello de tiempos vivos”. Necesita que el agua sea más que un “espejismo” para calmar esa “sed antigua” que convive con “añicos de alma y cristales” en la garganta, porque el mundo que ella conocía se resquebraja, se hace trizas. Confiesa: “Emergí y caminé sobre los añicos de todo”.

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Fortunata, la inocencia

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Ana Belén interpretando a Fortunata en la serie de Mario Camus para TVE

Estos días he vuelto a ver la magnífica serie que Mario Camus dirigió para TVE en 1980 basada en la obra cumbre de Galdós: Fortunata y Jacinta, y de nuevo me ha fascinado. Lo cierto es que en su día leí el libro después de ver la serie y enamorarme por primera vez de las interpretaciones de Ana Belén, Fernando Fernán-Gómez, Manuel Alexandre, Maribel Martín, Mario Pardo… Grandes actores que forman parte de una generación a la que hoy extrañamos. No estoy diciendo que no existan buenos actores españoles jóvenes, que los habrá, pero nada es comparable a esa generación.

En todo caso, traigo esto a colación porque el personaje de Fortunata, interpretado por una jovencísima Ana Belén, me ha hecho reflexionar acerca de un tema que me preocupa desde siempre: la inocencia y todos los peligros que esta entraña. Fortunata, tanto en el libro como en la serie, es sensible, impulsiva e irracional, a veces: la encarnación del pueblo, una criatura forjada a base de infortunios. Pero sorprende descubrir que, al final, ni todos los infortunios del mundo le arrebatan esa inocencia, esa ingenuidad inherente a su persona. Fortunata es buena, aunque no sea consciente de ello y a veces, de hecho, se muestre convencida de lo contrario. Una y otra vez cae en las garras de Juanito Santa Cruz, aunque sus amigos intenten impedírselo, aunque ella misma sepa que la conduce a su destrucción.

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Florecer

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Florencia, agosto de 2018

Cuando en el futuro recuerde 2018, lo haré pensando en el año en el que, por fin, brotaron todas las semillas que había plantado a lo largo de mi vida, desde aquellos “PA+” de Primaria, pasando por la carrera, másteres y doctorados, hasta llegar a las temibles oposiciones a las que no fui capaz de vencer en una ocasión. Fue en 2016. Sentí aquel suspenso como el fracaso de toda mi vida académica, pero reuní la fuerza suficiente para levantarme de mis cenizas y continuar, con más empeño si cabe. Dos años más tarde, he comprendido que aquel suspenso solo fue un bache en el camino, un camino cuyo devenir no era capaz de comprender, por entonces.

Cuando en julio de este año llegó el aprobado, con forma de plaza fija, entendí por fin ese tópico tan manido que dice que “todo esfuerzo tiene su fruto”. El mío había florecido. Ahora, puedo dedicarme a la que considero que es mi vocación: la docencia. Por eso, recordaré 2018 como el año que me enseñó que todo es posible, si nos empeñamos.

La alegría llegó después de un torrente de sombras en mi existencia: el pozo más oscuro en el que jamás podría haber caído. Por eso, la alegría se alzó aún más luminosa, con la promesa de una nueva vida que me acercaría a ese tan ansiado equilibrio. Porque 2018 también ha sido el primer año completo de ausencia.

A pesar de ello, me he sentido muy arropada por aquellos que siempre han estado conmigo. Otros, los que hablaban mucho y me querían tanto y cuánto, se han alejado definitivamente, volviendo a demostrar que, como decía Rafael Alberti, “las palabras entonces no sirven: son palabras”. En la amistad, en el amor, cuentan solo los actos.

Cuando nos vamos haciendo mayores, aprendemos poco a poco que existir es convivir en paz con la tristeza. Permitir que brote varias veces al día, como un repentino pinchazo en la sien y un buen puñado de lágrimas, pero no dejar que empañe los momentos de felicidad, porque estos también existen. Somos lo que somos ahora y lo que hemos sido, pero también lo que otros han sido. Llevamos en nuestro cuerpo y en nuestra alma nuestros sueños y afectos, pero también los de nuestros desaparecidos. Tenemos la voluntaria responsabilidad de no dejar que mueran, porque uno solo muere cuando lo dejan de pensar.

Y ahora solo queda afrontar el nuevo año con valor e ilusión. Valor, porque la incertidumbre del futuro a menudo esconde puñales entre la niebla, puñales que son inherentes a la vida misma. Ilusión, porque junto a esos puñales aparecerán momentos y personas inolvidables. En el terreno literario, por ejemplo, se anuncian ya algunas nuevas ilusionantes, que se volverán corpóreas en este 2019. El año que se va ha dejado, en ese ámbito, un par de reconocimientos a mi obra y una bonita antología poética en la que mis versos permanecerán siempre junto a los de los Bardos.

Quedan todavía muchos sueños por cumplir. Feliz fin de año y gracias por acompañarme en este viaje con vuestra lectura.

La utopía de la amistad

Publicado en Estrella Digital el 23/10/2018

“la caricia es mentira, el amor es mentira, la amistad es mentira.”

(Luis Cernuda)

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Fotograma de Tod y Toby (The Hound And The Fox), Disney, 1981

La amistad, como los “te quiero”, está infravalorada hoy en día. Obtenemos o repartimos el título de “amigo” con la misma facilidad con la que nos pedimos otra caña en el bar. La complicidad transitoria se confunde con el afecto, pero este no se alcanza de manera tan sencilla. Tal vez, no se alcanza nunca. La amistad, tal como nos la han pintado en la cultura popular, es simple y llanamente otra forma de utopía.

Existe un mito social muy asentado que sitúa la amistad en la cúspide de las prioridades. De esta idea nacen lugares comunes como que “los amigos son la familia que elegimos” o que “la amistad es más auténtica e imperecedera que el amor”. Todos hemos tenido un “amigo” al que se le dejó de ver el pelo cuando conoció a su pareja. Escuchamos entonces sentencias del tipo: “Está descuidando a sus amigos”, “Si su novia lo deja, se va a ver muy solo”, etc. Probablemente, quienes enarbolen estos comentarios no han sentido nunca en sus propias carnes el huracán del amor, la enajenación que de él se deriva, la posterior complicidad que conduce a mirar el mundo desde una perspectiva compartida. Aunque después, a lo peor, se rompa. El amor puede romperse, pero no es cierto que la amistad sea más imperecedera; únicamente, menos apasionada. Esa persona absorbida por su noviazgo, en caso de no haber “descuidado a sus amigos”, podría verse igualmente sola. Porque la amistad –repito– es una utopía.

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