Para que el tiempo no nos sepulte. “Vivir a contratiempo”, de José María Ariño Colás

Hace ya unos cuantos años que conozco a José María Ariño Colás, articulista, crítico, ensayista, Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Zaragoza, antiguo profesor de Secundaria que conserva ese afán pedagógico, reflexivo y soñador, inherente a todos los buenos profesores. A lo largo de estos años, he comprobado que su pasión por la literatura y por la historia no ha dejado de crecer. Ahora acaba de publicar un primer poemario y confiesa, con una humildad muy machadiana, que él solo se considera “aprendiz de poeta”. Lo somos todos los que escribimos versos, le respondería yo. Porque si no mantuviéramos esa sed de aprendizaje, esa consciencia de margen de mejora, nos quedaríamos anquilosados, y la poesía nunca puede estar quieta.

Me interno, pues, en este primer poemario de José María, titulado Vivir a contratiempo (Cajón de Sastre, 2023), una filosofía existencial definida así por el propio autor: “Es esencial vivir a contratiempo, afrontar la vida con la coraza de los valientes, con las armas del amor sincero, de la humildad auténtica, de la tolerancia y la ilusión a flor de piel”. Porque es la vida “una andadura contracorriente, una lucha cotidiana”. Me llama la atención, en un comienzo, esa humildad que no es impostada, rara joya entre toda la poesía contemporánea, en los salvajes corrillos literarios donde cada escritor se jacta de haber descubierto algo nuevo, de poseer una voz absolutamente original. Los poemas de José María están atravesados de citas: desde León Felipe hasta Joan Margarit, pasando por los renacentistas, la Generación del 27, Nietsche, Kavafis, Blake, Ovidio… Sin olvidar la época contemporánea, con José Antonio Labordeta, Raquel Lanseros o… ¡Amaral! Se trata de un homenaje consciente a todos los poetas “que han guiado sus pasos hacia la pasión por lo que se puede considerar la vertiente más auténtica de la Literatura”. Pero en estas citas también se refleja el espíritu humanista del autor, su cultura inabarcable, su curiosidad por todas las épocas.

Antonio Machado se pasea de manera explícita por sus versos –“Machado en el recuerdo, / desde el Duero fugaz por San Saturio, / desde un olmo ya seco y descarnado”–, pero también de manera implícita, porque respira en cada poema. Encuentro en ellos su misma melancolía otoñal, fundida con el paisaje, que se enreda en la memoria: “Recuerdos de una infancia adormecida / allá en la sierra austera del Maestrazgo”, “Cualquier recodo vale / para acunar / esa melancolía / que alberga uno tan dentro / como el paisaje azul / de las infancias”. Y no solo en su propia memoria, sino también en la memoria compartida, histórica: “Todo ello es una herencia / incomprensible, / vestigio de un pasado / tan lejano”. El compromiso con su tierra –“la herida profunda / de esta España vacía / sin remedio”–, con los paisajes familiares y las tradiciones –“por mucho que te evadas, / sabes que volverás / a tus raíces”–, nos revela también ecos de la poética del ya mencionado José Antonio Labordeta: “el Moncayo, / ese dios silencioso, / extiende su mirada ensombrecida”.

Enquistados en esa memoria tan viva, surgen los ausentes: “como en sueños, / reaparecen todas las personas / que encendieron la luz / de tu sonrisa”, “el peso de la ausencia / de los seres queridos / que vuelven cada noche / a iluminar las sombras del ocaso”. Pero, mezclada con la nostalgia, encontramos también la esperanza: “Quizás un día de estos / se levante la niebla / y este cierzo tenaz / aleje los fantasmas / de esta melancolía / casi eterna”, “Siempre es tiempo de amor, / aunque la luz nos ciegue / y la penumbra ahogue / el aleteo suave de la vida”. Finalmente, a pesar de evocar el pasado, la voz lírica declara su amor hacia el presente, hacia el instante que se pierde en cada bocanada de aire: “es mejor recrearse en el camino”, “Disfruta de la vida / y atesora los sueños / cotidianos”. Para el poeta, existe una sencilla alegría en el simple hecho de vivir: “Si pides a la vida / demasiado, / te privará sin duda / del regalo secreto de las horas / y del latido gris / de los otoños”.

Es la poesía de José María Ariño honda y certera, de verso corto y musical –a veces, con rima asonante o consonante–, plagado de imágenes modernistas –los otoños y la noche, los ocasos–, pero predomina la emoción. Como afirma muy acertadamente Esther González Sánchez en el prólogo, “prescinde de lo ornamental y prioriza el contenido y el fondo, […] la transparencia significativa”.

Su lucha contra el tiempo es constante; la rebelión comienza en el mero hecho de escribir, de resucitar a los poetas muertos, a los paisajes olvidados y a los seres queridos. Y aunque declara “Somos como ese árbol / casi desnudo ya / y estremecido / al borde del camino”, su juventud es patente: “Llevas la juventud en las entrañas”, “Tienes el alma joven / y un corazón alegre, / sin arrugas”. Un joven de alma que busca, como Machado, “Ser o no ser más que hombre sincero, / un hombre del montón de los mortales / –en el mejor sentido del vocablo–”, y encuentra la eternidad en la naturaleza –“más allá de los chopos / moribundos, / más allá de estos pueblos / olvidados / hay un paisaje eterno”– y un refugio en los actos cotidianos, en la literatura y en la historia. Y lee y escribe, “para que el tiempo no nos sepulte”.

“Tapar los espejos”, de Rosario Troncoso

TAPAR LOS ESPEJOS | 9788412304091 | TRONCOSO GONZALEZ, ROSARIO

Llega a mis manos un nuevo poemario de Rosario Troncoso, una nueva flor en el jardín acuático de su poética. Tapar los espejos, publicado por la editorial asturiana BajAmar en 2021, es un murmullo subterráneo, la huella visible de un dolor, el frío de la ausencia y la fortaleza de una voz poética que duerme bajo el agua y cuenta las espinas de su sangre. Leo Tapar los espejos como la inevitable continuación de En el corazón, escamas, el libro inmediatamente anterior de la autora. La sirena, varada en la tierra, escucha desde su soledad la llamada azul del océano. El mal amor ha herido sus escamas celestes y debe volver a ensayar la libertad, comprender que “después de la pasión no espera nada”, convencerse de promesas a sí misma se hace: “No amarte en vano / ni escribir más tu nombre sobre mi herida”, “Olvidar a quien me ancló en primavera”. El dolor le ha enseñado, aunque todavía sea pronto para la cicatriz: “Aprendí a sellar mis labios y a no perseguir por amor las estelas de los barcos”. Es un proceso pleno de “desidealización”, una conciencia de la diferencia que existe entre sus sueños y la realidad: “Porque yo solo quería amarte sin querer tenerte ni que tú me tuvieras”.

La soledad también es a menudo incomprensión: “Ahí fuera hay un clamor que grita que me salve. Que me salve de ti, y de mí”. E inevitablemente surgen sentimientos como la impotencia –“Mi voluntad es una mariposa de aire”– o la culpa: “Conviene tapar los espejos. Que pasen de largo sus pasos. Que no sepa que he vuelto a adorarte y a abrazar sin culpa el dolor que corrompe la memoria”. Esa mariposa de aire es también la voz poética, que en el último poema de la obra, “Vaticinio”, confiesa: “Tengo las alas rotas”.

Estilísticamente, predomina la prosa poética, que se combina con los poemas breves, compuestos de tres versos, de la primera sección. Las imágenes habituales en la poética de Rosario Troncoso vuelven a aparecer en esta obra: la oposición entre la tierra y el mar, la sirena, la playa, los naufragios, el propio cuerpo… Encontramos ese intimismo tan particular en la autora, una dinámica de espejos, una sinceridad salada y desgarradora, en ocasiones, una inocencia pura, casi infantil, que sobrevive a los subterfugios de la realidad.  

Tapar los espejos es la historia de una reconciliación, la más compleja de todas: la que se entabla con una misma. Y así, leemos: “A lo mejor, si lo pido con vehemencia, esa mujer a la que amo, a la que me niego a escuchar, y que arrojé al fondo de mi infierno, regresa y me abraza. La mujer que sangra por mí, que desaparece adrede, y que soy yo”. A lo largo de la obra, el lector comprende que no, que esa mujer no ha desaparecido, sino que sobrevive por debajo de todo el dolor, esperando para volver a alzar la mirada e inundarla con la luz del sol. 

Rosario Troncoso (Cádiz, 1978) es profesora de Lengua Castellana y Literatura, gestora cultural, editora y articulista en prensa. Cuenta ya con diez poemarios publicados a sus espaldas, una larga trayectoria literaria.  

“Las razones del hombre delgado”, de Rafael Soler

Pocas veces la poesía es aún sorpresa, descubrimiento, adentramiento por un túnel. Rafael Soler (Valencia, 1947) lo ha logrado en Las razones del hombre delgado (Nueva York Poetry Press, 2021). Se trata de un poemario sorprendente desde su comienzo, que atrapa al lector con hondas y acertadas reflexiones sobre la muerte y nuestra aceptación: “Porque hay vivos medio muertos, cierto es, pero hay también muertos medio vivos, más allá de su tenaz apocamiento al ser definitivamente instalados en La Casa Helada”. En palabras de Antonio Gamoneda, “una incesante sucesión de asombros”.

Se podrían señalar muchos aspectos acerca de este poemario, desde un punto filológico: el uso libre de los signos de puntuación para conformar un ritmo fluido y perpetuo, las brillantes imágenes, a menudo irracionales o cercanas al surrealismo; el verso corto, preciso y eficaz, el juego con el lenguaje, el ingenio y un cierto “humor sabio”: “No es lo mismo morir / a que te mueran”… Sin embargo, en mi opinión, una crítica meramente filológica desmerecería la verdadera dimensión de la obra.

Es un libro que ahonda en la muerte, un tema ya de por sí misterioso, fascinador y terrible. Pero no lo hace desde la perspectiva a la que los lectores estamos acostumbrados, sino que parece abrir una dimensión alternativa para contemplar el mundo, los seres que lo habitan, su propia vida, desplegando una intimidad fascinante con la muerte, superando los límites impuestos. Una mirada inteligente, extraña, misteriosa, en contrapicado, casi cinematográfica en ocasiones, provista de un cristal oscuro. A veces, el lector siente frío. Otras, se envuelve en una especie de humo subterráneo que emerge de la voz poética. Igual que si el universo se vistiera de niebla para ser contemplado, con una “tos de lluvia” a caballo sobre un ritmo de tambores, sobre algo primigenio y difícil de precisar. Y para mirar a la muerte y cantarla, el autor celebra la vida, el amor, paladea la existencia, “quizá desorientado”. Y desorienta también al lector, pero es necesario perderse y desdibujar las formas para comprender las dimensiones del final. Adentrarse en esa niebla o “bruma elástica”. Entender las sabias razones del “hombre delgado” y acabar preguntándose “¿cuál es el nombre de ese pájaro?”.

De entre todas las propuestas poéticas contemporáneas, la de Rafael Soler brilla por su originalidad, su atractiva extrañeza, su desafío filosófico. Este libro evidencia la madurez de un poeta y narrador español consagrado más allá de nuestras fronteras, con una frondosa trayectoria a sus espaldas.

El lirismo en la poética de Jorge de Arco

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Ahora que la sobriedad domina la poesía contemporánea, encontrar una voz como la de Jorge de Arco, luminosa y cuajada de hermosas metáforas, resulta muy agradable y sorprendente. Porque es el suyo un estilo elaborado, que busca la belleza en la forma, pero que no descuida el mensaje. Al contrario: las imágenes contribuyen a aportar una mayor hondura, una profundidad desnuda que en ocasiones alcanza los límites de un particular misticismo que conecta con los elementos naturales. El poeta vuelve a ser esa figura romántica o cernudiana que traduce para los hombres la lengua de la naturaleza a través de la palabra, una palabra delicada, precisa, que late, que tiembla: “Se derrama noviembre por tus manos / y anochece de espaldas a tu lacio cabello”. El amor se expresa también mediante esa naturaleza: “Mientras, la luz derrama entre tus párpados / un rumor de deseos y violetas / y yo, envuelto en tu más limpio destello, / me asomo a los perfiles de esta ausencia constante / y me pregunto, / cuando sueltas la tarde de mi mano, / cómo sería ver / el mar desde la playa de tus ojos”. La infancia es el territorio de la inocencia y brota a partir de una sencilla metáfora: “Éramos niños. / No nos cupo el dolor entre los párpados”.

El universo, en la poética de Jorge de Arco, se detiene igual que un carrusel para permitir al poeta esa contemplación lírica y precisa, en silencio, en soledad: “Y allí, deshilvanados los instantes / que me pertenecieron, / escondo el rostro / y permanezco aún, casi doblegado, / bajo las luces tenues que me ausencian”, “Te vas y nadie queda, / ni las aguas que fueran territorio / de la niñez, ni los cielos más heridos, / ni las fronteras / que trazaran la súplica del aire”.

En Huellas, la antología publicada en 2018 por Ars Poetica, hallamos una formidable muestra de la obra poética de Jorge de Arco desde 1996 hasta 2017, que comienza con Las imágenes invertidas y termina con El sur de tu frontera. Un viaje de décadas en el que el poeta va consolidando una voz luminosa, caracterizada por la importancia de las imágenes y del ritmo: se trata de una poesía lírica, en el sentido melódico. En los primeros libros, ahonda en su propia psique y halla una inquietud personalizada en la culpa: “rota un día la voz que mordiera el pecado, / la voz de la venganza, / queda el olvido mismo, los lugares soñados, la piel del paraíso”. Progresivamente la voz se va serenando. La memoria configura el presente, lo eleva, lo poetiza: “DEJAD que la distancia se detenga en mis ojos / para poder volver a ver / las negras flores, / los celestes lagos, / los amarillos cielos / que pintase tu mano enamorada”.

Jorge de Arco (1969) es poeta, crítico, profesor universitario y Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma. Dirige desde hace más de una década la revista Piedra del Molino, en la que da a conocer las voces emergentes del panorama poético nacional. Su propia obra poética ha recibido numerosos galardones como el Premio Ciudad de Alcalá, el premio Comunidad de Madrid de Arte Joven, el San Juan de la Cruz, el José Zorrilla o el Rafael Morales.

«Noticia del asedio», de César Rodríguez de Sepúlveda

En tiempos de guerra florece la poesía; tal vez porque nuestra sensibilidad humana exija una fuga de la realidad o porque necesite traducir en palabras la avalancha de emociones que nos invade. En 2020, vivimos una guerra, aunque el enemigo sea, en acertadas palabras de César Rodríguez de Sepúlveda (Madrid, 1968), un “minúsculo ejército de francotiradores invisibles”. Un año después del desastre, publica el poeta su segundo libro, de nuevo con la editorial Ommpress: Noticia del asedio, una crónica en clave lírica de una serie de sucesos que, desgraciadamente, son familiares para todos.

Igual que un fúnebre vaticinio, la obra comienza con el poema “Moiras”, en el que hacen su aparición las tres parcas del destino: “Son tres y son hermanas: / a la niebla del sueño / traen la misma advertencia silenciosa / que no quiero atender, / que quiero conjurar con el poema”. No serán los únicos trasvases de la mitología griega en el libro. También Edipo “recibe a los suplicantes”, contemplando la muerte a su alrededor: “Te envenena el hedor. / Te abrasa el paladar / la muerte, como un ácido”. Y Caronte “tan colmada la barca, teme / que alguno sin remedio / irá a parar al fondo de la Estigia”. La voz poética, contemplando el cielo desde su tormento, teme convertirse en árbol igual que la ninfa Dafne. Esto sucede en “Martirio de San Sebastián I”, en el que se aprecian ecos de la Biblia. También en “El intruso”, donde ese nuevo virus recién nacido se identifica con el Adán del Génesis cuando recibe instrucciones de Dios para poblar el mundo. El poeta traza así un paralelismo ingenioso y escalofriante, el mismo que dibuja en “Argumentum virologicum”: “No lo podemos ver, / pero está en todas partes / (al menos / mientras no se demuestre lo contrario […] / Le damos muchos nombres: / dios / azar / coronavirus”. La enfermedad es el Ángel exterminador, aquel que invocara Moisés para inundar Egipto con lluvias sin fin.

Más allá de la perspectiva apocalíptica, encontramos en el libro otra más amable e irónica: “Marco Polo, parece, no fue nunca a Wuhan, / tal vez no degustó tampoco la delicada carne de murciélago / o pangolín, / pero el hotel más grande y más lujoso / de Wuhan / lleva el nombre del veneciano”. Y así surgen inusitados y originales compañeros de piso: los libros, que parecen cobrar vida. Los de Góngora y Mallarmé haciendo gala de su elitismo, los de Alberti y Neruda cometiendo incesto entre ellos, las rimas de Bécquer confiadas en su papel de seductoras… y los de Machado, buscando el contacto con sus vecinos en un alarde de amabilidad. Machado cuenta con un lugar especial: el poema “Si estuvieras aquí”, que César le dedica sin nombrarlo. Se trata de uno de los más conmovedores del libro: “Tú, que tanto supiste de amarguras, / si estuvieras aquí, viendo tu pobre España / tan herida y cercada por la muerte”.

Son luces y sombras poblando las páginas, persiguiendo una esperanza que no termina de llegar: “Ved aquí la ciudad deshabitada, / sus inútiles moles de hormigón y de ausencia. / Ved aquí tan perfecta / labor de artesanía, / el trabajo impecable de la muerte”. Es la muerte la que se impone sobre la débil humanidad, del mismo modo que contemplábamos florecer abril tras las mascarillas. El poeta nos habla aquí de nuestra sólida vulnerabilidad, de la inutilidad del progreso, de la inconsciencia: “después de la / victoria no sabremos / comprender todavía / que no ha habido / ninguna / victoria”. Y de la permanencia de la esperanza, que no por casualidad es la palabra que cierra el libro.

César Rodríguez de Sepúlveda, catedrático de Lengua y Literatura en educación secundaria, vuelve a demostrar con su segundo libro su dominio del ritmo poético, aderezado de un léxico preciso y de un fondo de armario pleno de referencias culturales y bibliófilas. Una elaboración madura, elegante y sonora, que brilla en el panorama poético contemporáneo.