«El público» de García Lorca: la destrucción del teatro convencional

Federico García Lorca en 1929

Más bien he venido a luchar. A luchar cuerpo a cuerpo con una masa tranquila. Y yo necesito defenderme de este enorme dragón que tengo delante, que me puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas cabezas defraudadas.

(Federico García Lorca, 1929)

En torno a 1930, Federico García Lorca, en su faceta de dramaturgo, se propuso revolucionar por completo la escena, contemplando la obra como un vaso donde volcar el conjunto de sus anhelos, miedos, frustraciones e inquietudes, y dárselo a beber después al público para llenarlo de esas mismas emociones, para que ellos mismos desembocaran dentro de la obra y sintieran junto a los personajes y dejaran de contemplar el teatro para precipitarse de lleno en él. El público, precisamente, se titula su obra más compleja y profunda, escrita hacia 1930.

“¡Hay que destruir el teatro o vivir en el teatro!”, exclama uno de los personajes de El público, condena que resurgiría un año más tarde en el grito terrible de Rafael Alberti durante el estreno de su obra El hombre deshabitado, en 1931: “¡Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena española!”. Destruir, exterminar, para levantar un mundo nuevo a partir de las cenizas de la destrucción y del exterminio: esos fueron los presupuestos surrealistas propugnados por el leonino André Breton. Era necesario romper con todo lo establecido para poder alcanzar una libertad esencial en la plenitud artística. García Lorca, como Alberti o Cernuda, se sirvió de la filosofía bretoniana para expresar sus angustias más hondas, sus ambiciones más agudas. El surrealismo, bien entendido, no fue un juego. Cernuda así lo hace notar en su magnífico ensayo “Generación de 1925”, donde enumera a los surrealistas que acabaron suicidándose (Vaché, Rigaud, Crevel…) y a los que murieron dramáticamente.

Por eso Lorca, en El público, una obra completamente metateatral, destruye el planteamiento del teatro tradicional, lo que él llama el “teatro al aire libre”, opuesto al teatro verdadero que surge del interior de la psique, de lo que habitualmente el autor esconde tras “la máscara”, que es la apariencia que muestra a la sociedad para no tener que enseñar abiertamente su esencia por temor a ser juzgado. Y el modo de destruir el teatro tradicional es atacando a un símbolo, al Romeo y Julieta de Shakespeare, que representa el amor entendido en su sentido más convencional y caduco. Y Lorca nos plantea: “¿Es que Romeo y Julieta tienen que ser necesariamente un hombre y una mujer?”. No; Julieta puede ser “una piedra”, “un mapa”. O puede ser un muchacho de quince años, como ocurre en El público, donde la revolución se desata, precisamente, por haber descubierto en un teatro la identidad masculina de Julieta, el amor verdadero entre Romeo y esa falsa Julieta. Pero, ¿quién es la falsa, el muchacho de quince años que amaba realmente a Romeo o esa joven inocua,  maniatada debajo de las tablas, que inicialmente tenía el papel de Julieta?

El amor, nos dice Lorca, es un amor universal, que nace de la libertad y debe desarrollarse en libertad. Es posible amar a un cocodrilo o a un pez luna, o a una Julieta con identidad masculina. Pero la sociedad de los años veinte y treinta condenaba la homosexualidad y la juzgaba de manera terrible, y dicha condena se refleja en los personajes del Emperador y Centurión, representaciones de esa sociedad homófoba y convencionalista, que acaba sacrificando a Gonzalo, el único personaje que desde el principio se nos muestra sin máscara, orgulloso de su condición homosexual, fuerte y autosuficiente, en contraste con el resto de personajes, que se derrumban y se transforman constantemente por no poder aceptar su propia esencia.

Salvador Dalí y Federico García Lorca en los años veinte

Así, el Director, Enrique; no asume en un principio su amor por Gonzalo y su necesidad de hacer teatro verdadero, y su conciencia, materializada en hombres que representan cada una de las facetas de su personalidad, le ataca y le discute. Lorca todavía guardaba el recuerdo de su historia frustrada con el pintor Salvador Dalí, que no fue capaz de asumir su amor por él y prefirió refugiarse en los brazos de Gala, eligiendo la opción políticamente correcta. Gala, en la obra, está simbolizada por Elena, una representación más de la sociedad convencional a la que recurren los personajes cuando se sienten angustiados y atemorizados ante el hecho de que su homosexualidad quede al descubierto. Y Lorca establece una analogía entre el martirio de Cristo y el sacrificio final de Gonzalo, que lo representa a él mismo y a todos los homosexuales que se atreven a mostrar sus sentimientos. Gonzalo prefiere la muerte a esa otra muerte en vida a la que queda condenado el Director, invadido por un frío extraño y terrible en la última escena: el frío de vivir una vida que no es la suya, el frío de la máscara.

¿Qué es, finalmente, ese público que da título a la obra? Nada menos que la parte de la sociedad que tiene en sus manos el poder para juzgar la obra, decidir si quiere romper con lo establecido o, por el contrario, condenar a los que lo intentan y quedarse para siempre en los presupuestos del teatro –y del amor- convencional. El público son esos jueces indefinidos que acaban invadiendo el teatro antes de caer el telón.

El público, junto con Así que pasen cinco años, pertenece a lo que se conoce como el “teatro imposible” lorquiano, tan diferente de los llamados “dramas de la tierra” entre los que se incluyen los famosos Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba y Yerma. El adjetivo “imposible” responde a la complejidad de llevar a escena un argumento de lenguaje superrealista en el que el autor juega con los planos de la realidad y la ficción de manera continuada. El propio Lorca admitió, tras escribir la obra, que la gente de su época no podía comprenderla, pero vaticinó su potencial éxito, al cabo de unas décadas.

En la actualidad, sin embargo, siguen existiendo reticencias a la hora de representar el teatro imposible lorquiano. Tras una primera adaptación en el Teatro María Guerrero en 1986, a cargo de Lluís Pasqual; El público vuelve ahora a Madrid, al acogedor Teatro de la Abadía, bajo la dirección de Àlex Rigola, con la compañía Teatre Nacional de Catalunya. Se trata de una adaptación arriesgada y, en mi opinión, muy acertada, que cuida al detalle la puesta en escena y cuenta con interpretaciones fantásticas como la de Pep Tosar, Nao Albet, David Boceta, Jaime Lorente o Irene Escolar.

Puesta en escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola en el Teatro de la Abadía de Madrid
Puesta en escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola en el Teatro de la Abadía de Madrid. Foto de Marina Casado

El director apuesta desde un comienzo por introducir al espectador en el mundo lorquiano y en la obra, recibiéndolo con actores disfrazados de misteriosas sombras que se cuelan por las filas del público e interactúan con él, invadiéndolo de desconcierto. El vanguardismo alcanza su punto culminante cuando el ejército del Emperador es representado por actores disfrazados de gigantescos conejos de peluche rosas, símbolos del amor heterosexual. Rigola tampoco duda a la hora de mostrar desnudos integrales para representar a los Caballos, los personajes que en la obra simbolizan el sexo y los instintos primarios, los que ponen en marcha la revolución. Incluso introduce una escena –la más criticable de esta brillante adaptación- en la que Nao Albet canta mientras otros personajes se mueven y tiemblan a la manera de auténticos autómatas.

Escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola. Foto de La Razón

Una adaptación, en resumen, digna de la esencia lorquiana, que respeta el complejo lenguaje poético de tono surrealista y, a pesar de ello, es capaz de mantener la atención del espectador desde el comienzo hasta el fin. Y, según refleja la enorme aceptación que está teniendo, el público, ese inmenso y terrible dragón de trescientas cabezas, parece haberse dejado vencer.

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