Antonio Buero Vallejo, a un siglo de su nacimiento

¡Sentía! Lo que tú, mezquino razonador, nunca has debido hacer.

(Penélope en La tejedora de sueños, de A. Buero Vallejo)

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El dramaturgo Antonio Buero Vallejo

Sentimentales: así podrían definirse los personajes que protagonizan las tragedias de Antonio Buero Vallejo; seres idealistas encerrados en una sociedad que no los comprende, que los asfixia, que entierra sus ilusiones hasta marchitarlas. Soñadores introvertidos, dotados de una hipersensibilidad que los conduce a un cierto apartamiento, a una clara inacción: así son Ignacio (En la ardiente oscuridad), Penélope (La tejedora de sueños), Mario (El tragaluz), Goya (El sueño de la razón), Tomás (La fundación), Lázaro (Lázaro en el laberinto) y tantos y tantos otros. Son poseedores de una tristeza lírica y profunda, resultante de algún paraíso perdido, como el de la infancia:

MARIO.-Los niños no deberían morir.
LA MADRE.-(Suspira.) Pero mueren.
MARIO.-De dos maneras.
LA MADRE.-¿De dos maneras?
MARIO.-La otra es cuando crecen. Todos estamos muertos.

(A. Buero Vallejo, El tragaluz)

Frente a estos personajes, que la crítica ha bautizado como “contemplativos”, surgen otros que toman el papel de antagonistas: seres férreos, seguros de sí mismos y de su lugar en esa sociedad asfixiante. Personajes fríos que actúan, en lugar de limitarse a sentir; que no se dejan apresar por la melancolía, porque no conocen ese sentimiento. “Mezquino, pero verdadero. Yo no sueño”, declarará Ulises en La tejedora de sueños a una abatida Penélope.

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Estreno de Historia de una escalera en 1949

Las tragedias de Buero están centradas, realmente, en esa lucha silenciosa entre sentimentalidad y razón; son tragedias psicológicas en las que uno o varios personajes luchan en vano por conseguir sus sueños, que son aplastados y se hallan abocados al fracaso. Es siempre el mismo fondo, aunque cambie el escenario y el autor traslade a sus espectadores a la Grecia clásica, al Madrid ilustrado o a una cárcel franquista.

El propio Antonio Buero Vallejo se sentía, en gran medida, desplazado de la sociedad de su época. Cargaba con su exilio interior en el franquismo y escribía su teatro en forma de amarga y vana protesta, y lo hacía con discreción, entre dientes; porque lo importante era que las obras pasaran la censura y pudieran estrenarse y despertar, de algún modo, el alma dormida del público de la época.

1413879062628Al contrario que Alfonso Sastre, que por la misma época defendía una crítica explícita contra el franquismo –aunque esto impidiera su estreno-, las de Buero constituían un guiño a los espectadores, un apretón afectuoso de complicidad; siempre con discreción, porque don Antonio era una persona discreta y elegante, y basta ver su mirada en las fotografías para confirmarlo.

Que fuera discreto no impedía que tuviera, en el fondo, su ideología, arraigada en principios muy firmes. No hay que olvidar que hablamos del primer rojo cuya obra fue estrenada durante la posguerra nada menos que en el Teatro Español, gracias al Premio Lope de Vega que obtuvo en 1949 con Historia de una escalera, que le procuró un éxito sin precedentes. Solo unos años antes, salía en libertad condicional de una cárcel franquista, donde había sido condenado –primero a muerte y más tarde a pena de treinta años- por su militancia comunista durante la Guerra Civil. Fue en la cárcel –en la de Conde de Toreno, precisamente- donde coincidió con otro ilustre compañero de celda: Miguel Hernández, a quien había conocido años antes en Benicasim. A Miguel, el poeta de canciones y ausencias, le dibujó el famoso retrato que todos conocemos, poco antes de que este muriera abandonado en una celda, víctima de la tuberculosis.

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Retrato de Miguel Hernández dibujado por Buero Vallejo en la cárcel

Y es que Buero, antes de decidirse por la dramaturgia, había estudiado para pintor, siendo alumno de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, aquella misma a la que asistiera Salvador Dalí. Había llegado en 1934 desde su Guadalajara natal, acompañado de sus dos hermanos, su madre y su padre, que era militar y que fue fusilado en los comienzos de la Guerra Civil. El pasado, por tanto, pesaba sobre los hombros del joven autor a finales de la década de los cuarenta, pero eso no fue obstáculo para su afán crítico con la sociedad dictatorial. No hay que olvidar, tampoco, que su obra El tragaluz, que hacía una referencia directa a la Guerra Civil, fue estrenada en 1967, todavía en pleno franquismo, y eso no impidió que resultara exitosa.

Buero Vallejo fue un idealista pero, al contrario que sus personajes, supo luchar por sus sueños y no abandonarse a la mera contemplación. Lo hizo como supo: con ingenio, con elegancia, con tramas brillantísimas que van aumentando progresivamente la tensión hasta explotar en un final que se agarra al corazón de los lectores, de los espectadores.

Hoy se cumplen cien años de su nacimiento y ninguno de los grandes teatros madrileños lo homenajea estrenando una de sus obras. Los motivos, seguramente, estén relacionados con asuntos legales, de derechos de autor, de herencias. Su viuda, la actriz Victoria Rodríguez, afirma consternada en un artículo de ABC que “parece que para eso no hay dinero”. Quién sabe. La verdadera cuestión es lo triste que resulta que todos estos asuntillos monetarios estén eclipsando el legado de uno de los más elevados dramaturgos de toda la historia de la literatura española. Y que nuestra sociedad lo permita. Yo, como los personajes meditabundos de Buero, solo puedo aspirar a esta melancolía contemplativa.

«El público» de García Lorca: la destrucción del teatro convencional

Federico García Lorca en 1929

Más bien he venido a luchar. A luchar cuerpo a cuerpo con una masa tranquila. Y yo necesito defenderme de este enorme dragón que tengo delante, que me puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas cabezas defraudadas.

(Federico García Lorca, 1929)

En torno a 1930, Federico García Lorca, en su faceta de dramaturgo, se propuso revolucionar por completo la escena, contemplando la obra como un vaso donde volcar el conjunto de sus anhelos, miedos, frustraciones e inquietudes, y dárselo a beber después al público para llenarlo de esas mismas emociones, para que ellos mismos desembocaran dentro de la obra y sintieran junto a los personajes y dejaran de contemplar el teatro para precipitarse de lleno en él. El público, precisamente, se titula su obra más compleja y profunda, escrita hacia 1930.

“¡Hay que destruir el teatro o vivir en el teatro!”, exclama uno de los personajes de El público, condena que resurgiría un año más tarde en el grito terrible de Rafael Alberti durante el estreno de su obra El hombre deshabitado, en 1931: “¡Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena española!”. Destruir, exterminar, para levantar un mundo nuevo a partir de las cenizas de la destrucción y del exterminio: esos fueron los presupuestos surrealistas propugnados por el leonino André Breton. Era necesario romper con todo lo establecido para poder alcanzar una libertad esencial en la plenitud artística. García Lorca, como Alberti o Cernuda, se sirvió de la filosofía bretoniana para expresar sus angustias más hondas, sus ambiciones más agudas. El surrealismo, bien entendido, no fue un juego. Cernuda así lo hace notar en su magnífico ensayo “Generación de 1925”, donde enumera a los surrealistas que acabaron suicidándose (Vaché, Rigaud, Crevel…) y a los que murieron dramáticamente.

Por eso Lorca, en El público, una obra completamente metateatral, destruye el planteamiento del teatro tradicional, lo que él llama el “teatro al aire libre”, opuesto al teatro verdadero que surge del interior de la psique, de lo que habitualmente el autor esconde tras “la máscara”, que es la apariencia que muestra a la sociedad para no tener que enseñar abiertamente su esencia por temor a ser juzgado. Y el modo de destruir el teatro tradicional es atacando a un símbolo, al Romeo y Julieta de Shakespeare, que representa el amor entendido en su sentido más convencional y caduco. Y Lorca nos plantea: “¿Es que Romeo y Julieta tienen que ser necesariamente un hombre y una mujer?”. No; Julieta puede ser “una piedra”, “un mapa”. O puede ser un muchacho de quince años, como ocurre en El público, donde la revolución se desata, precisamente, por haber descubierto en un teatro la identidad masculina de Julieta, el amor verdadero entre Romeo y esa falsa Julieta. Pero, ¿quién es la falsa, el muchacho de quince años que amaba realmente a Romeo o esa joven inocua,  maniatada debajo de las tablas, que inicialmente tenía el papel de Julieta?

El amor, nos dice Lorca, es un amor universal, que nace de la libertad y debe desarrollarse en libertad. Es posible amar a un cocodrilo o a un pez luna, o a una Julieta con identidad masculina. Pero la sociedad de los años veinte y treinta condenaba la homosexualidad y la juzgaba de manera terrible, y dicha condena se refleja en los personajes del Emperador y Centurión, representaciones de esa sociedad homófoba y convencionalista, que acaba sacrificando a Gonzalo, el único personaje que desde el principio se nos muestra sin máscara, orgulloso de su condición homosexual, fuerte y autosuficiente, en contraste con el resto de personajes, que se derrumban y se transforman constantemente por no poder aceptar su propia esencia.

Salvador Dalí y Federico García Lorca en los años veinte

Así, el Director, Enrique; no asume en un principio su amor por Gonzalo y su necesidad de hacer teatro verdadero, y su conciencia, materializada en hombres que representan cada una de las facetas de su personalidad, le ataca y le discute. Lorca todavía guardaba el recuerdo de su historia frustrada con el pintor Salvador Dalí, que no fue capaz de asumir su amor por él y prefirió refugiarse en los brazos de Gala, eligiendo la opción políticamente correcta. Gala, en la obra, está simbolizada por Elena, una representación más de la sociedad convencional a la que recurren los personajes cuando se sienten angustiados y atemorizados ante el hecho de que su homosexualidad quede al descubierto. Y Lorca establece una analogía entre el martirio de Cristo y el sacrificio final de Gonzalo, que lo representa a él mismo y a todos los homosexuales que se atreven a mostrar sus sentimientos. Gonzalo prefiere la muerte a esa otra muerte en vida a la que queda condenado el Director, invadido por un frío extraño y terrible en la última escena: el frío de vivir una vida que no es la suya, el frío de la máscara.

¿Qué es, finalmente, ese público que da título a la obra? Nada menos que la parte de la sociedad que tiene en sus manos el poder para juzgar la obra, decidir si quiere romper con lo establecido o, por el contrario, condenar a los que lo intentan y quedarse para siempre en los presupuestos del teatro –y del amor- convencional. El público son esos jueces indefinidos que acaban invadiendo el teatro antes de caer el telón.

El público, junto con Así que pasen cinco años, pertenece a lo que se conoce como el “teatro imposible” lorquiano, tan diferente de los llamados “dramas de la tierra” entre los que se incluyen los famosos Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba y Yerma. El adjetivo “imposible” responde a la complejidad de llevar a escena un argumento de lenguaje superrealista en el que el autor juega con los planos de la realidad y la ficción de manera continuada. El propio Lorca admitió, tras escribir la obra, que la gente de su época no podía comprenderla, pero vaticinó su potencial éxito, al cabo de unas décadas.

En la actualidad, sin embargo, siguen existiendo reticencias a la hora de representar el teatro imposible lorquiano. Tras una primera adaptación en el Teatro María Guerrero en 1986, a cargo de Lluís Pasqual; El público vuelve ahora a Madrid, al acogedor Teatro de la Abadía, bajo la dirección de Àlex Rigola, con la compañía Teatre Nacional de Catalunya. Se trata de una adaptación arriesgada y, en mi opinión, muy acertada, que cuida al detalle la puesta en escena y cuenta con interpretaciones fantásticas como la de Pep Tosar, Nao Albet, David Boceta, Jaime Lorente o Irene Escolar.

Puesta en escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola en el Teatro de la Abadía de Madrid
Puesta en escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola en el Teatro de la Abadía de Madrid. Foto de Marina Casado

El director apuesta desde un comienzo por introducir al espectador en el mundo lorquiano y en la obra, recibiéndolo con actores disfrazados de misteriosas sombras que se cuelan por las filas del público e interactúan con él, invadiéndolo de desconcierto. El vanguardismo alcanza su punto culminante cuando el ejército del Emperador es representado por actores disfrazados de gigantescos conejos de peluche rosas, símbolos del amor heterosexual. Rigola tampoco duda a la hora de mostrar desnudos integrales para representar a los Caballos, los personajes que en la obra simbolizan el sexo y los instintos primarios, los que ponen en marcha la revolución. Incluso introduce una escena –la más criticable de esta brillante adaptación- en la que Nao Albet canta mientras otros personajes se mueven y tiemblan a la manera de auténticos autómatas.

Escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola. Foto de La Razón

Una adaptación, en resumen, digna de la esencia lorquiana, que respeta el complejo lenguaje poético de tono surrealista y, a pesar de ello, es capaz de mantener la atención del espectador desde el comienzo hasta el fin. Y, según refleja la enorme aceptación que está teniendo, el público, ese inmenso y terrible dragón de trescientas cabezas, parece haberse dejado vencer.