Al otro lado del espejo

dali relojes
Relojes blandos, Salvador Dalí

 

Publicado el 19/9/18 en Estrella Digital

Esta última semana, la primera que he ejercido como profesora de pleno derecho, he tenido la sensación de atravesar al otro lado del espejo. Desde la posición privilegiada de la mesa del profesor, me ha parecido verme sentada en un pupitre, dibujando gatos en el cuaderno, ordenando mi colección de bolígrafos de purpurina o colocándome el pelo para que cayera cuidadosamente sobre el ojo derecho, con la inocente idea de que, cuanto menos se me viera la cara, menos se fijaría el profesor en mí. Este afán de camuflaje no provenía de la irresponsabilidad –siempre llevé los deberes hechos–, sino de una timidez crónica que invadió mis años de adolescencia y acabó conduciéndome por las azuladas sendas de la poesía.

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«El público» de García Lorca: la destrucción del teatro convencional

Federico García Lorca en 1929

Más bien he venido a luchar. A luchar cuerpo a cuerpo con una masa tranquila. Y yo necesito defenderme de este enorme dragón que tengo delante, que me puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas cabezas defraudadas.

(Federico García Lorca, 1929)

En torno a 1930, Federico García Lorca, en su faceta de dramaturgo, se propuso revolucionar por completo la escena, contemplando la obra como un vaso donde volcar el conjunto de sus anhelos, miedos, frustraciones e inquietudes, y dárselo a beber después al público para llenarlo de esas mismas emociones, para que ellos mismos desembocaran dentro de la obra y sintieran junto a los personajes y dejaran de contemplar el teatro para precipitarse de lleno en él. El público, precisamente, se titula su obra más compleja y profunda, escrita hacia 1930.

“¡Hay que destruir el teatro o vivir en el teatro!”, exclama uno de los personajes de El público, condena que resurgiría un año más tarde en el grito terrible de Rafael Alberti durante el estreno de su obra El hombre deshabitado, en 1931: “¡Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena española!”. Destruir, exterminar, para levantar un mundo nuevo a partir de las cenizas de la destrucción y del exterminio: esos fueron los presupuestos surrealistas propugnados por el leonino André Breton. Era necesario romper con todo lo establecido para poder alcanzar una libertad esencial en la plenitud artística. García Lorca, como Alberti o Cernuda, se sirvió de la filosofía bretoniana para expresar sus angustias más hondas, sus ambiciones más agudas. El surrealismo, bien entendido, no fue un juego. Cernuda así lo hace notar en su magnífico ensayo “Generación de 1925”, donde enumera a los surrealistas que acabaron suicidándose (Vaché, Rigaud, Crevel…) y a los que murieron dramáticamente.

Por eso Lorca, en El público, una obra completamente metateatral, destruye el planteamiento del teatro tradicional, lo que él llama el “teatro al aire libre”, opuesto al teatro verdadero que surge del interior de la psique, de lo que habitualmente el autor esconde tras “la máscara”, que es la apariencia que muestra a la sociedad para no tener que enseñar abiertamente su esencia por temor a ser juzgado. Y el modo de destruir el teatro tradicional es atacando a un símbolo, al Romeo y Julieta de Shakespeare, que representa el amor entendido en su sentido más convencional y caduco. Y Lorca nos plantea: “¿Es que Romeo y Julieta tienen que ser necesariamente un hombre y una mujer?”. No; Julieta puede ser “una piedra”, “un mapa”. O puede ser un muchacho de quince años, como ocurre en El público, donde la revolución se desata, precisamente, por haber descubierto en un teatro la identidad masculina de Julieta, el amor verdadero entre Romeo y esa falsa Julieta. Pero, ¿quién es la falsa, el muchacho de quince años que amaba realmente a Romeo o esa joven inocua,  maniatada debajo de las tablas, que inicialmente tenía el papel de Julieta?

El amor, nos dice Lorca, es un amor universal, que nace de la libertad y debe desarrollarse en libertad. Es posible amar a un cocodrilo o a un pez luna, o a una Julieta con identidad masculina. Pero la sociedad de los años veinte y treinta condenaba la homosexualidad y la juzgaba de manera terrible, y dicha condena se refleja en los personajes del Emperador y Centurión, representaciones de esa sociedad homófoba y convencionalista, que acaba sacrificando a Gonzalo, el único personaje que desde el principio se nos muestra sin máscara, orgulloso de su condición homosexual, fuerte y autosuficiente, en contraste con el resto de personajes, que se derrumban y se transforman constantemente por no poder aceptar su propia esencia.

Salvador Dalí y Federico García Lorca en los años veinte

Así, el Director, Enrique; no asume en un principio su amor por Gonzalo y su necesidad de hacer teatro verdadero, y su conciencia, materializada en hombres que representan cada una de las facetas de su personalidad, le ataca y le discute. Lorca todavía guardaba el recuerdo de su historia frustrada con el pintor Salvador Dalí, que no fue capaz de asumir su amor por él y prefirió refugiarse en los brazos de Gala, eligiendo la opción políticamente correcta. Gala, en la obra, está simbolizada por Elena, una representación más de la sociedad convencional a la que recurren los personajes cuando se sienten angustiados y atemorizados ante el hecho de que su homosexualidad quede al descubierto. Y Lorca establece una analogía entre el martirio de Cristo y el sacrificio final de Gonzalo, que lo representa a él mismo y a todos los homosexuales que se atreven a mostrar sus sentimientos. Gonzalo prefiere la muerte a esa otra muerte en vida a la que queda condenado el Director, invadido por un frío extraño y terrible en la última escena: el frío de vivir una vida que no es la suya, el frío de la máscara.

¿Qué es, finalmente, ese público que da título a la obra? Nada menos que la parte de la sociedad que tiene en sus manos el poder para juzgar la obra, decidir si quiere romper con lo establecido o, por el contrario, condenar a los que lo intentan y quedarse para siempre en los presupuestos del teatro –y del amor- convencional. El público son esos jueces indefinidos que acaban invadiendo el teatro antes de caer el telón.

El público, junto con Así que pasen cinco años, pertenece a lo que se conoce como el “teatro imposible” lorquiano, tan diferente de los llamados “dramas de la tierra” entre los que se incluyen los famosos Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba y Yerma. El adjetivo “imposible” responde a la complejidad de llevar a escena un argumento de lenguaje superrealista en el que el autor juega con los planos de la realidad y la ficción de manera continuada. El propio Lorca admitió, tras escribir la obra, que la gente de su época no podía comprenderla, pero vaticinó su potencial éxito, al cabo de unas décadas.

En la actualidad, sin embargo, siguen existiendo reticencias a la hora de representar el teatro imposible lorquiano. Tras una primera adaptación en el Teatro María Guerrero en 1986, a cargo de Lluís Pasqual; El público vuelve ahora a Madrid, al acogedor Teatro de la Abadía, bajo la dirección de Àlex Rigola, con la compañía Teatre Nacional de Catalunya. Se trata de una adaptación arriesgada y, en mi opinión, muy acertada, que cuida al detalle la puesta en escena y cuenta con interpretaciones fantásticas como la de Pep Tosar, Nao Albet, David Boceta, Jaime Lorente o Irene Escolar.

Puesta en escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola en el Teatro de la Abadía de Madrid
Puesta en escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola en el Teatro de la Abadía de Madrid. Foto de Marina Casado

El director apuesta desde un comienzo por introducir al espectador en el mundo lorquiano y en la obra, recibiéndolo con actores disfrazados de misteriosas sombras que se cuelan por las filas del público e interactúan con él, invadiéndolo de desconcierto. El vanguardismo alcanza su punto culminante cuando el ejército del Emperador es representado por actores disfrazados de gigantescos conejos de peluche rosas, símbolos del amor heterosexual. Rigola tampoco duda a la hora de mostrar desnudos integrales para representar a los Caballos, los personajes que en la obra simbolizan el sexo y los instintos primarios, los que ponen en marcha la revolución. Incluso introduce una escena –la más criticable de esta brillante adaptación- en la que Nao Albet canta mientras otros personajes se mueven y tiemblan a la manera de auténticos autómatas.

Escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola. Foto de La Razón

Una adaptación, en resumen, digna de la esencia lorquiana, que respeta el complejo lenguaje poético de tono surrealista y, a pesar de ello, es capaz de mantener la atención del espectador desde el comienzo hasta el fin. Y, según refleja la enorme aceptación que está teniendo, el público, ese inmenso y terrible dragón de trescientas cabezas, parece haberse dejado vencer.

Dalí daliniano

La aportación teórica más importante de Salvador Dalí al Surrealismo fue el método paranoico-crítico, definido por su creador como “un método espontáneo de conocimiento irracional basado en la objetividad crítica y sistemática de las asociaciones e interpretaciones de fenómenos delirantes”. Las palabras del genio, encaminadas a formar un nudo en el cerebro de su receptor, se comprenderán mejor si vemos un ejemplo:

"Afgano invisible con la aparición en la playa del Rostro de García Lorca en la forma de un frutero con tres higos", Salvador Dalí
«Afgano invisible con la aparición en la playa del Rostro de García Lorca en la forma de un frutero con tres higos», Salvador Dalí

Esta obra, como tantas otras dalinianas, busca activar determinados procesos mentales de quien la está contemplando, jugando a crear imágenes que en realidad no existen, pero que parecen estar ahí. El cuadro muestra, objetivamente, un frutero con tres higos en mitad de un paisaje desértico, formaciones rocosas, remolinos de viento sobre la arena y unos misteriosos elementos azulados que podrían constituir siluetas humanas. Pero lo que nosotros vemos –y, por si no lo viéramos, ya se encarga Dalí de señalarlo en el título- es la imagen de un perro; un perro afgano, más concretamente. Y aún más: un perro afgano con el rostro del poeta Federico García Lorca –esta obra es la única en la que menciona al que fuera su gran amigo, a pesar de ser su rostro un elemento recurrente en sus cuadros de los años veinte y treinta-.

Dalí utilizó su método paranoico-crítico para analizar la célebre obra El ángelus, del pintor realista Jean-François Millet, que también se convierte en elemento recurrente a lo largo de su carrera pictórica. En el cuadro, podemos ver una pareja de campesinos que, según parece indicar el título, han detenido sus labores en el campo para ponerse a rezar por la hora del Ángelus:

"El Ángelus", Jean-François Millet
«El Ángelus», Jean-François Millet
Una de las numerosas versiones de Dalí de "El Ángelus" de Millet
Una de las numerosas versiones de Dalí de «El Ángelus» de Millet

La interpretación paranoico-crítica de Dalí nos ofrece una respuesta bien distinta. En 1932, recordó repentinamente el cuadro, cuya reproducción había visto cada día en su niñez, colgada en un pasillo del colegio de Figueres al que asistía. Más adelante, investigando, descubrió que, en el lienzo, Millet había borrado lo que en principio iba a ser la tumba de un niño, situada en medio de la pareja de campesinos –el Museo del Louvre lo analizaría más tarde, llegando a la misma conclusión-. El sentido de la obra, contemplado desde esa perspectiva, variaba notablemente. Los campesinos, por tanto, se hallarían orando por su hijo fallecido.

Dalí escribió entre 1932 y 1935 un ensayo titulado “El mito trágico del Ángelus de Millet”, en el que interpreta la obra como una representación de la agresión femenina. La figura de la campesina sería, para él, una mantis religiosa hembra, que se caracterizan por devorar al macho una vez concluida la cópula. La carretilla también refleja esa misma sumisión sexual y el cesto que se sitúa en medio de ambos campesinos, en el lugar donde se supone que tendría que estar el sarcófago, alude al mismo.

El pintor se refirió a esta escena como justificación a su temor aparentemente irracional ante el acto sexual –lo explicó como un “miedo” a ser devorado por la hembra después del acto-. Y parte de la crítica ha vinculado su obsesión por la tumba del niño muerto de Millet con su propio trauma causado por el fallecimiento de su hermano mayor antes de su nacimiento, un niño aparentemente dotado de grandes dones del que heredó el nombre: Salvador. El niño murió con 22 meses en 1903. En su obra Confesiones inconfesables, Dalí afirmó que sus padres habían cometido “un crimen subconsciente”, obligándole a compararse negativamente con un ideal imposible, de quien solo conocía la fotografía que habían colocado encima de la cómoda de su propio dormitorio.

El primer Salvador Dalí, fallecido antes de cumplir los dos años
El primer Salvador Dalí, fallecido antes de cumplir los dos años

Pero lo cierto es que Salvador Dalí II siempre disfrutó alimentando la leyenda sobre de su hermano muerto. Escribe el hispanista Ian Gibson, autor de la biografía más famosa del pintor:

La mayor parte de lo que dice Dalí acerca de su hermano es una pura fantasía, urdida, a nuestro juicio, con el prurito de facilitar a los curiosos una justificación brillante de sus propias excentricidades. (Gibson, Ian. Dalí joven, Dalí genial. 2004: Aguilar. Pág. 32).

Y es que Dalí se constituye como la primera víctima de su visión paranoico-crítica. Para la posteridad han quedado sus célebres citas: «La única diferencia entre un loco y yo es que yo no estoy loco», «Sólo hay dos cosas malas que pueden pasarte en la vida, ser Pablo Picasso o no ser Salvador Dalí«; su aspecto estrafalario, su forma tan peculiar de proyectar la voz.  Sin embargo, su propia persona es la más lograda de sus obras. Aplicó el método paranoico-crítico sobre sí mismo para crear un ser que en realidad no existía, pero que era el que toda la sociedad quería ver. El Dalí de veinte años, aquel que se sentía incapaz de comprar unas entradas de cine a causa de su extrema y enfermiza timidez, representa el frutero con los higos en mitad del desierto. Utilizando su ingenio, el artista jugó con nuestra percepción y nos hizo ver un perro afgano, un genio estrafalario: un Dalí «daliniano». Para él, todo era un ejercicio de actuación. La sociedad actúa convirtiendo su locura en cordura. Él actuaba fingiéndose loco y, en su fuero interno, riéndose de todos. Por eso dijo: «El payaso no soy yo, sino esa sociedad tan monstruosamente cínica e inconscientemente ingenua que interpreta un papel de seria para disfrazar su locura».

Hoy se cumplen 25 años de la muerte, en 1989, de este gran pintor, escritor y, en último término, genio de la actuación.

Salvador Dalí en los años 50
Salvador Dalí en los años 50

La fascinación daliniana

Hace más de una semana que pretendía escribir algo sobre la exposición Dalí. Todas las sugestiones poéticas y todas las posibilidades plásticas, que se ha mostrado en el Museo Reina Sofía de Madrid hasta el 2 de septiembre.

Cartel de la exposición sobre Salvador Dalí en el Reina Sofía
Cartel de la exposición sobre Salvador Dalí en el Reina Sofía

Personalmente, ya me consideraba una gran admiradora de este pintor, pero después de ver la exposición confieso que mi fascinación se ha visto incrementada… No solo por su obra –he tenido ocasión de conocer “en persona” muchos de los cuadros que estaba harta de ver en libros o en Internet-, sino sobre todo por la capacidad daliniana de llegar a todos los estratos sociales.

Gente que jamás había pisado un museo haciendo colas kilométricas en la Plaza del Reina Sofía, dispuestas a pagar ocho euros por conseguir una entrada.

Gente que estuvo a punto de pegarse por defender su puesto en la cola –esto es consecuencia de que el Reina Sofía se encuentre al lado de El Brillante y a la señora Fulanita se le antoje un bocadillo de calamares y deje a la señora Menganita cuidando su puesto, y luego llegue el chavalito de turno quejándose porque eso es tener mucha caradura, y lo que no quiere decir es que, en el fondo, mataría por otro bocadillo de calamares…

Colas en los últimos días de la exposición de Dalí del Reina Sofía
Colas en los últimos días de la exposición de Dalí del Reina Sofía

Y yo pregunto: ¿desde cuándo todo esto por… arte?

Seamos optimistas. No pensemos que se trata de simple postureo, sino de verdadera adoración del personal por Salvador Dalí y su mundo. ¿Dónde se ha visto eso, más allá de mitos como el Guernica o La Gioconda? Dalí ha conseguido que varias decenas de madrileños conozcan, al fin, el museo de arte contemporáneo de su ciudad. Y si no, ojo a algunas conversaciones sorprendidas en la larga espera para la compra de entradas:

Señora 1- Si no conseguimos entradas para Dalí, podemos ver los fondos permanentes del museo, que nunca los he visto…

Señora 2- Uy, no te los recomiendo; son un rollo. Ya sabes: pasillos blancos y largos llenos de cuadros.

Brillante aportación, señora: podríamos encontrar lógico que en un museo de arte pictórico hubiese cuadros… Aunque usted no los frecuente demasiado.

Pero insisto: busquemos el lado positivo. Dalí ya, por lo pronto, ha conseguido que el número de visitas al Reina Sofía se cuadruplique en los meses que ha durado la exposición. Y tal vez algunos de esos visitantes aficionados daliadvenedizos ha descubierto que esos “pasillos blancos con cuadros” tienen un puntito más interesante de lo que podían pensar. Y a lo mejor, solo a lo mejor, se sienten interesados por conocer alguna obra más de la época de Dalí, y así, poco a poco, nace un visitante de museo.

"Dalí Atomicus", Phiippe Halsman, 1948
«Dalí Atomicus», Philippe Halsman, 1948

La ironía es que yo, que sí soy daliniana convencida, casi me quedo sin ver la exposición por esperar a los últimos días, pensando ingenuamente que las colas kilométricas se reducirían una vez pasada la fiebre de las primeras semanas. Tras dos intentonas fallidas, a la tercera conseguí una entrada, que en ese momento me pareció tan valiosa como uno de los cinco Billetes Dorados que aparecían en las chocolatinas de Willy Wonka

La exposición estaba muy bien montada, para qué negarlo. Aunque es cierto que las obras más impresionantes eran de la colección permanente del Reina Sofía, salvando alguna excepción, como el archiconocido lienzo “La persistencia de la memoria”, traído del MoMA. Tengo que decir que no me lo esperaba tan pequeñito…

"La persistencia de la memoria" o "Los relojes, Salvador Dalí
«La persistencia de la memoria» o «Los relojes», Salvador Dalí

Y si en la cola de fuera había una variada fauna de personajes… lo de dentro resultaba fascinante. Escenas tan chocantes y dignas de estudio como ver a una pareja de chonis admirando una copia del “Angelus” de Millet firmada por Dalí. Porque “Tía, está mazo de guapo”. Una vigilante que tenía que ir parando a la gente a la entrada de algunas salas para que no nos aplastáramos entre todos y pudiéramos contemplar las obras lo más decentemente posible. Una señora –la famosa del bocadillo de calamares- que me trató de convencer de que las monumentales faltas de ortografía que se veían en las cartas escritas por Dalí eran debido a que el artista estaba acostumbrado a escribir en catalán y claro, al escribir en castellano… se hacía un lío. Sí, señora, espero que no vaya por ahí diciendo muy alto que los catalanes no saben escribir. Para decir eso, mejor no diga nada. Además, si Dalí escribía con faltas era por su torpeza en ese ámbito –catalán o no catalán-, un poco por torpeza y otro poco por aprovechar esa torpeza y darle la vuelta a su conveniencia, para que todos vieran lo provocador que resultaba escribir “Ola”, sin “h”, como saludo.

"Putrefacto" dibujado por Dalí, dirigido a Pepín Bello, con la dedicatoria "¡Ola Pepin"
«Putrefacto» dibujado por Dalí, dirigido a Pepín Bello, con la dedicatoria «¡Ola Pepin»

Es curioso lo que todos sabemos de Dalí, aunque no sepamos nada. De repente, cualquiera podría impartir un máster sobre el pintor. Como aquel otro hombrecillo que iba acercándose a cada grupito de personas y contándoles supuestas anécdotas dalinianas para que comprobáramos lo experto que era, como  decir que Dalí iba afirmando que si pintaba cuadros pequeños era para que no costaran luego tanto dinero. Personaje, este del campechano experto, muy mítico, un clásico de toda exposición que se precie. ¿Cómo identificarlos? Suele tratarse de un padre de familia, generalmente con gafas –para darle ese toquecillo pseudointelectual-, acompañado casi en el 90 % de las ocasiones por el hijo o la hija. Simpático y dicharachero, con pinta de ejecutivo agresivo, aficionado al arte en sus ratos libres –por desgracia, los chascarrillos los suelen extraer de Google.

El campechano experto no dudará en acercarse a ti si te escucha comentar una obra, para corregirte o para ampliar la información, siempre con una gran sonrisa que te hará pensar: “qué simpático, el señor”. Y todo esto, de forma altruista y desinteresada. Qué majo, qué salao. Eso sí: no le des coba porque entonces ya no podrás quitártelo de encima. Es como abrir la caja de Pandora.

Salvador Dalí
Salvador Dalí

Ay, Salvador Dalí de voz aceitunada… Con lo elitista que eras tú, si vieras ahora a toda esta gente paseando por tu colección como si se tratara del Parque de Atracciones… ¿Te escandalizarías? O, tal vez… ¿te harías el escandalizado? Quizá, Dalí, nos engañaste a todos, y dentro de esa supuesta exclusividad tuya encerrabas un deseo enorme de llegar a toda la masa, a toda la sociedad. Pues bien: lo conseguiste. Y yo me inclino… Eras un genio, y no solo de la pintura. Qué útil te fue esa faceta de loco, ¿verdad…?