
Cada año, me gusta dar una vuelta por la Pradera en el día de San Isidro, patrón de los madrileños. Ojeo el panorama, me compro un bocata en una caseta, unas rosquillas del Santo, y paseo entre las atracciones de la feria. Ya no me monto en ellas, pero las contemplo con nostalgia; tampoco voy vestida de chulapa. En mi generación no se lleva mucho.
El sábado pasado, Andrés y yo dejamos de lado el pop para decantarnos por lo clásico y el folclore: una actuación de la banda municipal sinfónica en la Plaza Mayor, donde nos deleitaron con un repertorio de pasodobles y chotis, todo muy vintage. Bajábamos la media de edad, ciertamente, pero a mucha honra. Te puede gustar el rock y el pasodoble: una cosa no quita la otra.
Lo que ya tolero menos es el reguetón, y de eso hay mucho en la Pradera. Podría decirse que ha sepultado al chotis. A partir de las ocho o las nueve de la noche, los pocos organilleros y barquilleros supervivientes de la modernidad desaparecen para dar paso a hordas de adolescentes con flores en el pelo y litronas en la mano. Invaden los jardines de la Pradera cual un ejército de hunos, dejando a su paso vasos de plástico vacíos, botellas quebradas, servilletas sucias. Deberían darles un premio al heroísmo a los equipos de limpieza que al día siguiente tengan que arreglar ese desaguisado. Los invasores son menores de edad, pero beben alcohol como cosacos y nadie parece asustarse. La policía y el SAMUR andan por allí cerca, dibujando un hermoso mosaico de hipocresía social. Lo peor de esto, insisto –más allá de que los chiquillos beban o dejen de beber– es la pocilga en la que queda convertido el césped a su marcha.

Bueno, también hay que considerar el reguetón como uno de los elementos más disruptivos para mi salud mental. Que ya sé que el chotis no se lleva en las ferias, pero hay vida más allá de “Despacito” y de Enrique Iglesias. Una feria no es creíble si no ponen a Camela en los coches de choque.
El caso es que anoche, paseando por la feria de San Isidro, constaté que el reguetón ha ganado otra batalla más: ha logrado sustituir a «En una tribu apache», la canción oficial de la atracción de los toros mecánicos. Parecía imposible, pero ha sucedido. Los niños de los noventa sabrán a qué atracción y a qué canción me refiero. Era una deliciosa expresión de lo cutre, un delirio del arte kitsch. Los feriantes la ponían en bucle y una acababa cantándola después de haber salido de la feria y durante el día siguiente, como si de una inocente resaca se tratase. Ya es una huella del pasado. Los adolescentes caen de los toros y se vuelven a levantar al ritmo de Enrique Iglesias. La decadencia de Occidente podría empezar en este punto exacto.
Sin embargo, quedan reductos del pasado, como la atracción del “Súper Kanguro”, que lleva en pie desde que tengo uso de razón. Ese canguro rosa con chupa azul y medallón gitano en el cuello ha debido de vivir entera la década de los noventa. No entiendo cómo todavía no le han dedicado un capítulo en Cuéntame, a él, que es uno de los testigos más relevantes y menospreciados de nuestro tiempo, que ha visto crecer tantas generaciones. Su presencia en la feria me resulta tranquilizante, y el día en el que desaparezca se apagará una estrella en el Olimpo de lo cutre, un lugar que imagino decorado con esas obras de arte anónimas que cubren las atracciones de las ferias, plagadas de princesas Disney con los ojos rojos y mickey mouses azules, y de repente una caricatura de Clint Eastwood que sería la envidia de cualquier cuadro fauvista. Cerca, en un altar, el tradicional y olvidado gitano con una cabra en un taburete pondría el broche a este entrañable paraíso ferial. Ya nadie piensa en la cabra: se extinguió de forma silenciosa, sin que nos diéramos cuenta. Si hoy la pillaran los de PACMA, el gitano no tendría España para correr.
La modernidad también trae cosas buenas, como las rosquillas de fresa. Andrés dice que superan a las de limón.