La íntima proximidad de la muerte es uno de los temas centrales de Luz del instante (Ompress Poetas, 2020), el primer poemario del profesor César Rodríguez de Sepúlveda (Madrid, 1968). Dividido en tres secciones, arroja al lector por un recorrido plagado de narratividad que no desdeña el ornamento lírico, más bien al contrario, en un tiempo en el que la lírica –en el sentido más puro del término– sufre el rechazo de muchos autores.
La primera sección, “La del alba sería”, constituye una conmovedora y triste despedida de la niñez. Los recuerdos se suceden, como el de la primera vez que el niño ve ante sí un cadáver, en el poema “Un santo de verdad”, y nos ofrece una mirada atónita e inocente que le hace pensar en vampiros. En esta sección se encuentra el que, en mi opinión, es uno de los mejores poemas de la obra: “Desahuciados del alba”, que sintetiza ese final de la infancia, representada como un tiovivo, que termina con la llegada del primer reloj:
La víctima invisible de sus tercos hachazos
éramos ya nosotros,
desahuciados del alba, vagabundos
en la alta noche del error y el miedo,
cerrados los portones donde un ángel vigía,
fieramente inhumano,
nos negaba el regreso con su espada de fuego
al arruinado carrusel de entonces,
en el que siguen girando los espectros.
Me he permitido transcribir estos versos para mostrar -además del guiño a la obra de Blas de Otero con su «ángel fieramente humano»- las evidentes resonancias albertianas, con esa criatura demoníaca –que recuerda a las de Sobre los ángeles– vigilando las puertas de un paraíso al que la voz lírica no podrá regresar. Se encamina ya a la adolescencia, con el poema que cierra esta primera sección: “Ahí hay un niño / que dice ay. […] / En su ataúd de piel adolescente”.
En la segunda sección, “Belle dame sans merci”, se derrama de pronto la muerte igual que el tintero sobre la obra del amanuense en “De pronto, la noche”. Llega la oscuridad. La muerte del amigo en la sierra de Gredos, los suicidios de Virginia Woolf, Cesare Pavese y Alejandra Pizarnik. –el poema de Alejandra homenajea también el estilo de la argentina: “debajo de mi nombre yo soy muerte”–. Y es que la literatura incrementa esa cercanía con Tánatos, como en el poema “El regreso del tigre”, en el que la propia literatura mata: “el tigre que, escapado de tus sueños de tinta, / puntual, ha acudido / a traerte por fin / la deseada dicha del descanso”. El título de la sección nos conduce a una balada romántica de Keats en la que un caballero se encuentra con una dama misteriosa, la “bella dama sin piedad”, que resulta ser la muerte.
Pero hay algo que enciende la oscuridad, que levanta su vuelo sobre la muerte –como Ícaro, que protagoniza un poema– y es el arte, el indiscutible protagonista de la última sección: “La luz y la palabra”. Se trata de un recorrido por diversas expresiones artísticas y autores desde la singular perspectiva del poeta: la Venus dormida de Giorgione sueña el mundo como un dios (“Tu quietud / está soñando el mundo”), la inquietud en los ojos del papa en “Retrato de Inocencio X” de Velázquez, la trascendencia del mensaje de Casiano de Imola, el detalle crucial en “El entierro del Conde de Orgaz” de El Greco: “un ángel rubiales y blandengue / […] impulsa hacia lo alto / ese borrón de niebla […] / que es el alma del noble y poderoso / señor de Orgaz”… El arte busca “lograr que nos extasiemos soñando / con la arrebatadora belleza de la muerte” y habita también en expresiones contemporáneas que el poeta reviste de lirismo, como dos nombres grabados en un banco, en el poema “Palabras de amor, palabras”. Porque esos nombres, igual que los mejores poemas, sueñan “el deseo imposible / de que triunfe el amor sobre la muerte”. Y las notas de una melodía –“Second line”– o una antigua fotografía en blanco y negro son capaces de detener el tiempo: “Sin embargo esa luz, esa mirada. / Sobre el frágil papel, / ese ahora es ya siempre”.
De esta última sección me conmueve especialmente el homenaje a Rubén Darío en “De volcán y de jungla”, con “ese corazón enorme de cíclope enamorado latiendo tembloroso en tu pecho”. Darío, tan infravalorado por algunos en estos tiempos que nos ha tocado vivir, ocupa en el poema el altar que le corresponde, esa inmortalidad no construida por el hombre, por el cuerpo, sino por la obra. La eternidad, vuelve a decirnos el autor, está en el arte.
La poesía de César Rodríguez de Sepúlveda, con una narratividad que se torna épica en algunos instantes, maneja el ritmo con acierto e incluso llega a internarse en el territorio de la rima, como muestran los cuartetos de “De santos y de cantos”. Está plagada de referencias culturales que llevan a imaginar la pasión del autor hacia todas las expresiones artísticas. En síntesis, una primera obra muy recomendable.