Octavio Paz a través de Luis Cernuda

Fue en esa casa de cortinajes de sedas espesas donde llegó una tarde una carta de Cernuda dirigida a Paz. La carta venía de Londres, era tímida, hablaba de la niebla, la pobreza y la soledad. ¡Si pudiera ir a México! (Elena Garro, “No me gusta hablar de Luis Cernuda”, Nueva Estafeta, 1979)

Así recordaba Elena Garro, esposa del poeta Octavio Paz, la llegada de una carta de Luis Cernuda a su marido cuando este era un joven poeta mexicano en quien, sin embargo, el sevillano había depositado toda su confianza, enviándole el manuscrito de su poemario Como quien espera el alba para que hiciera las gestiones necesarias para su publicación.  El poemario sería publicado en 1947 por la editorial argentina Losada, nueve años más tarde de que Luis Cernuda y Octavio Paz se conocieran en Valencia, aún en plena Guerra Civil española.

En 1949, siendo ya un exiliado, Cernuda viaja por primera vez a México, país del que dijo: “En México el pasado es pasado para los extraños: no para el mexicano, y menos para el indio; para éstos es una actitud presente. En México la gente no recuerda el pasado: lo vive y hasta da la impresión de que lo proyecta como una posibilidad de futuro”. México se convertiría en la patria sustituta para Cernuda, quien, durante sus estancias en Europa y Estados Unidos, había extrañado terriblemente el sol de España. Octavio Paz, junto a otros escritores mexicanos como Alfonso Reyes, ayudó a Cernuda a obtener un permiso de residencia en México. Gracias a su mediación, Cernuda conseguiría una beca para escribir los ensayos que compondrían los Estudios sobre poesía española.

El poeta Luis Cernuda en su exilio mexicano
El poeta Luis Cernuda en su exilio mexicano

Hoy, cuando se cumplen 100 años del nacimiento de Octavio Paz, se me vienen a la cabeza aquellas anécdotas leídas en artículos y biografías sobre su amistad con Cernuda: las tertulias, los encuentros, las emotivas cartas. También aparecen, en mis recuerdos literarios, las figuras de Elena Garro y de su hija, Helenita –ambas también escritoras-, en alguna playa mexicana, conversando con Cernuda de literatura bajo el sol dorado de México. Leo con asombro que, justo ayer, fallecía Helena Paz Garro en Cuernavaca, México, a los 74 años. Una frase del artículo me llama especialmente la atención: “Dejó este mundo tranquila tras asegurar que había aprendido a perdonar el abandono de su padre y había gozado plenamente la cercanía con su madre, a quien consideraba su mejor amiga”.

Las escritoras Elena Garro y Helena Paz Garro
Las escritoras Elena Garro y Helena Paz Garro

Sin entrar en su vida personal, es Paz un poeta que merece la pena estudiar, en cuya poesía estoy profundizando de un tiempo a esta parte, sorprendiéndome los mundos surgidos en sus versos, las imágenes mágicas y centelleantes que escapan de sus poemas, su exquisita sensibilidad para captar los detalles, para acariciar las esencias de las cosas y de las personas que no se contemplan de un primer vistazo. Mágico me pareció, cuando lo leí, su poema “Luis Cernuda”, escrito tras la muerte del sevillano. No había leído nada, por entonces, del que fue merecidamente Premio Nobel de Literatura en 1990. No pude evitar continuar con otra obra suya que cayó en mis manos: Libertad bajo palabra, de la que me conmovió especialmente su poema “Espejo”. Más tarde, me deleité con las intensas prosas -¡tan cernudianas!- de El Mono Gramático y, ahora, me hallo enfrascada en la lectura de Vuelta, una de sus últimas obras.

El poeta Octavio Paz
El poeta Octavio Paz

Fue mi pasión cernudiana la que, una vez más, me condujo al descubrimiento de un nuevo poeta. Por ello, quiero aquí transcribir el poema con el que conocí a Paz:

LUIS CERNUDA (1902-1963)

Ni cisne andaluz

ni pájaro de lujo

Pájaro por las alas

hombre por la tristeza

Una mitad de luz Otra de sombra

No separadas: confundidas

una sola substancia

Vibración que se despliega en transparencia

Piedra de luna

más agua que piedra

Río taciturno

más palabra que río

Árbol por solitario

hombre por la palabra

Verdad y error

una sola verdad

una sola palabra mortal

Ciudades

humo petrificado

patrias ajenas siempre

sombras de hombres

En un cuarto perdido

inmaculada la camisa única

correcto y desesperado

escribe el poeta las palabras prohibidas

signos entrelazados en una página

vasta de pronto como lecho de mar

abrazo de los cuatro elementos

constelación del deseo y de la muerte

fija en el cielo cambiante del lenguaje

como el dibujo obscenamente puro

ardiendo en la pared decrépita

Días como nubes perdidas

islas sepultas en un pecho

placer

ola jaguar y calavera

Dos ojos fijos en dos ojos

ídolos

siempre los mismos ojos

Soledad

única madre de los hombres

¿sólo es real el deseo?

Uñas que desgarran una sombra

labios que beben muerte en un cuerpo

ese cadáver descubierto al alba

en nuestro lecho ¿es real?

Deseada

la realidad se desea

se inventa un cuerpo de centella

se desdobla y se mira

sus mil ojos

la pulen como mil manos fanáticas

Quiere salir de sí

arder

en un cuarto en el fondo de un cráter

y ser bajo dos ojos fijos

ceniza piedra congelada

Con letra clara el poeta escribe

sus verdades oscuras

Sus palabras

no son un monumento público

ni la Guía del camino recto

Nacieron del silencio

se abren sobre tallos de silencio

las contemplamos en silencio

Verdad y error

una sola verdad

Realidad y deseo

una sola substancia

resuelta en manantial de transparencias

(Octavio Paz, Días hábiles)

La muerte es la victoria

Cuenta Antonio Rivero Taravillo en su excelente biografía que, en abril de 1963, Luis Cernuda –profesor en el departamento de español de la Universidad de Los Ángeles- rechaza una propuesta de ir a Europa a dar unas conferencias, con la siguiente justificación: “Francamente: no tengo ánimos. Estoy aburrido y harto. Probablemente ya he vivido demasiado y no debo sino respaldarme en lo conocido y familiar. Cobardía sin duda”.

Palabras que podrían atribuirse a una persona de ochenta años y que resultan extrañas en alguien que no cumpliría los 61 hasta septiembre de ese año. Pero Cernuda llevaba ya mucho tiempo pensando que “había vivido demasiado”.

Lo “conocido y familiar” era México, donde había descubierto un refugio de sol y de vida en medio de su largo exilio, que comenzara en el año de 1938. En México conoció a Salvador Alighieri, su último amor, el joven destinatario de los “Poemas para un cuerpo” –aunque él no llegó a saber del amor de Cernuda hasta muchos años después de muerto éste-; en México residía mientras no tuviera que ausentarse para dar clases en la universidad o conferencias. Concretamente, sus últimos meses de vida transcurrieron en Coyoacán, en el número 11 de la calle Tres Cruces, en la casa donde vivía la poeta, también exiliada española, Concha Méndez, junto a su hija Paloma Altolaguirre, al marido de ésta, Manuel Ulacia, y a los hijos del matrimonio, Manuel, Paloma –llamada “Manona” cariñosamente- y Luis-, a quienes Cernuda quería como si fueran sus propios nietos.

Luis Cernuda en sus últimos años
Luis Cernuda en sus últimos años

El poeta disponía de una habitación propia en la casa, que había decorado sobriamente y con estilo monacal, donde pasaba las horas encerrado, escribiendo o leyendo. La familia de Concha Méndez lo había “adoptado” a pesar de sus rarezas y sus manías insoportables para una pacífica convivencia. El habitual mal humor de Cernuda se había ido ensombreciendo con el paso de los años, al percatarse de que, finalmente, no había logrado ese amor puro e imperecedero que, paradójicamente, constituía el centro de todo su universo. “El amor mueve el mundo”, había escrito muy joven, a los veintitrés, y casi cuarenta años más tarde seguía pensando lo mismo. Sin el amor, la vida perdía su sentido. Sus experiencias amorosas habían sido un fracaso tras otro, con la dificultad añadida de su condición homosexual. Desde el prisma de su pesimismo, esto adquiría valores estratosféricos, y a los 60 años la frustración existencial lo dominaba: su corazón continuaba ardiendo, enamorándose, pero su cuerpo era el de un hombre mayor. Además, sólo se sentía atraído por la belleza de la juventud. Este claro desfase entre la realidad y sus deseos lo torturaba, haciéndolo lamentarse a menudo de estar vivo. Tanto es así que, en los últimos tiempos, a pesar de que su cuerpo comenzó a enviarle señales de que algo marchaba mal, se negaba a ir al médico y a someterse a revisiones o cualquier tipo de tratamiento.

Luis Cernuda falleció de un infarto la mañana del 5 de noviembre de 1963, hace hoy 50 años. Lo encontró Paloma Altolaguirre tirado en el suelo cuando llevaba dos horas muerto. El entierro tuvo lugar el 6 de noviembre, en el Panteón Jardín. Su tumba se ubicó –no se sabe si por expreso deseo suyo- junto a la del también poeta español Emilio Prados, fallecido unos meses antes y de quien Cernuda había estado enamorado un tiempo, antes de exiliarse de España. El rechazo de Prados, que nunca pudo considerarlo más que un amigo, fue alimentando en Cernuda un progresivo rencor que no abandonó en sus últimos años de vida, cuando ambos residían en México. Cernuda acabó no consintiendo ver a Prados. El hecho de que, finalmente, sus lápidas se encuentren una junto a la otra, nos hace preguntarnos si sería verdad, como anunció la prensa, que había sido el último deseo del poeta sevillano. Tal vez, presintiendo su final, el rencor y los malos sentimientos se convirtieron en ternura y en necesidad de perdonar. En necesidad de calor. Como él mismo expresó en sus versos: “por miedo de irnos solos a la sombra del tiempo”.

Emilio Prados, José Moreno Villa y Luis Cernuda en la década de los 50
Emilio Prados, José Moreno Villa y Luis Cernuda en los cincuenta

El año pasado escribí un artículo titulado precisamente  “Solo frente a la sombra del tiempo”, en el que retomo mi apasionada defensa por la figura de Luis Cernuda como persona, más allá del plano poético, ante los ataques y acusaciones que escritores y críticos le dedican con abundancia. “Cernuda era mala persona”. La consabida frase para justificar las injusticias o acciones absurdas llevadas a cabo por él. No “mala persona”: Cernuda fue una persona tremendamente equivocada, intensamente pesimista y con una necesidad angustiosa y desesperante de cariño. Rencor, retorcimiento y despecho son solo consecuencias derivadas de esos factores.

Cernuda fue un caso extraño: temía más a la vida que a la muerte. El desfase entre realidad y deseo lo ahogaba, le cortaba las alas, y todo ello aparece reflejado con exactitud en el volumen que recoge su poesía completa, titulado precisamente así: La realidad y el deseo. Hay poesía más o menos comprometida, pero la de Cernuda es un dibujo fiel del alma del autor. Por eso, pediría a quienes tan fácilmente critican su persona que lean su obra, pero que la lean desde dentro y no con la visión analítica del lector objetivo: que sangren con cada herida y se iluminen con cada esperanza perecedera, que naufraguen en aquel mar que renunció a intentar jamás el amor y que comprendan a un hombre, a un “eterno adolescente”, que decidió volcar el sentido frustrado de su existencia en la poesía, a falta de ese amor anhelado y no conseguido. Desde esta visión, Cernuda contemplaba la muerte casi con esperanza, porque sería ella la que le regalaría la eternidad a su obra, la que le daría sentido a su paso por el mundo: el hecho de que su poesía fuera leída y estudiada aunque él ya no estuviera vivo. Por eso escribió, en 1937, que:

Para el poeta, la muerte es la victoria.

Tumba de Luis Cernuda en el Panteón Jardín de Ciudad de México
Tumba de Luis Cernuda en el Panteón Jardín de Ciudad de México