Cuenta Antonio Rivero Taravillo en su excelente biografía que, en abril de 1963, Luis Cernuda –profesor en el departamento de español de la Universidad de Los Ángeles- rechaza una propuesta de ir a Europa a dar unas conferencias, con la siguiente justificación: “Francamente: no tengo ánimos. Estoy aburrido y harto. Probablemente ya he vivido demasiado y no debo sino respaldarme en lo conocido y familiar. Cobardía sin duda”.
Palabras que podrían atribuirse a una persona de ochenta años y que resultan extrañas en alguien que no cumpliría los 61 hasta septiembre de ese año. Pero Cernuda llevaba ya mucho tiempo pensando que “había vivido demasiado”.
Lo “conocido y familiar” era México, donde había descubierto un refugio de sol y de vida en medio de su largo exilio, que comenzara en el año de 1938. En México conoció a Salvador Alighieri, su último amor, el joven destinatario de los “Poemas para un cuerpo” –aunque él no llegó a saber del amor de Cernuda hasta muchos años después de muerto éste-; en México residía mientras no tuviera que ausentarse para dar clases en la universidad o conferencias. Concretamente, sus últimos meses de vida transcurrieron en Coyoacán, en el número 11 de la calle Tres Cruces, en la casa donde vivía la poeta, también exiliada española, Concha Méndez, junto a su hija Paloma Altolaguirre, al marido de ésta, Manuel Ulacia, y a los hijos del matrimonio, Manuel, Paloma –llamada “Manona” cariñosamente- y Luis-, a quienes Cernuda quería como si fueran sus propios nietos.

El poeta disponía de una habitación propia en la casa, que había decorado sobriamente y con estilo monacal, donde pasaba las horas encerrado, escribiendo o leyendo. La familia de Concha Méndez lo había “adoptado” a pesar de sus rarezas y sus manías insoportables para una pacífica convivencia. El habitual mal humor de Cernuda se había ido ensombreciendo con el paso de los años, al percatarse de que, finalmente, no había logrado ese amor puro e imperecedero que, paradójicamente, constituía el centro de todo su universo. “El amor mueve el mundo”, había escrito muy joven, a los veintitrés, y casi cuarenta años más tarde seguía pensando lo mismo. Sin el amor, la vida perdía su sentido. Sus experiencias amorosas habían sido un fracaso tras otro, con la dificultad añadida de su condición homosexual. Desde el prisma de su pesimismo, esto adquiría valores estratosféricos, y a los 60 años la frustración existencial lo dominaba: su corazón continuaba ardiendo, enamorándose, pero su cuerpo era el de un hombre mayor. Además, sólo se sentía atraído por la belleza de la juventud. Este claro desfase entre la realidad y sus deseos lo torturaba, haciéndolo lamentarse a menudo de estar vivo. Tanto es así que, en los últimos tiempos, a pesar de que su cuerpo comenzó a enviarle señales de que algo marchaba mal, se negaba a ir al médico y a someterse a revisiones o cualquier tipo de tratamiento.
Luis Cernuda falleció de un infarto la mañana del 5 de noviembre de 1963, hace hoy 50 años. Lo encontró Paloma Altolaguirre tirado en el suelo cuando llevaba dos horas muerto. El entierro tuvo lugar el 6 de noviembre, en el Panteón Jardín. Su tumba se ubicó –no se sabe si por expreso deseo suyo- junto a la del también poeta español Emilio Prados, fallecido unos meses antes y de quien Cernuda había estado enamorado un tiempo, antes de exiliarse de España. El rechazo de Prados, que nunca pudo considerarlo más que un amigo, fue alimentando en Cernuda un progresivo rencor que no abandonó en sus últimos años de vida, cuando ambos residían en México. Cernuda acabó no consintiendo ver a Prados. El hecho de que, finalmente, sus lápidas se encuentren una junto a la otra, nos hace preguntarnos si sería verdad, como anunció la prensa, que había sido el último deseo del poeta sevillano. Tal vez, presintiendo su final, el rencor y los malos sentimientos se convirtieron en ternura y en necesidad de perdonar. En necesidad de calor. Como él mismo expresó en sus versos: “por miedo de irnos solos a la sombra del tiempo”.

El año pasado escribí un artículo titulado precisamente “Solo frente a la sombra del tiempo”, en el que retomo mi apasionada defensa por la figura de Luis Cernuda como persona, más allá del plano poético, ante los ataques y acusaciones que escritores y críticos le dedican con abundancia. “Cernuda era mala persona”. La consabida frase para justificar las injusticias o acciones absurdas llevadas a cabo por él. No “mala persona”: Cernuda fue una persona tremendamente equivocada, intensamente pesimista y con una necesidad angustiosa y desesperante de cariño. Rencor, retorcimiento y despecho son solo consecuencias derivadas de esos factores.
Cernuda fue un caso extraño: temía más a la vida que a la muerte. El desfase entre realidad y deseo lo ahogaba, le cortaba las alas, y todo ello aparece reflejado con exactitud en el volumen que recoge su poesía completa, titulado precisamente así: La realidad y el deseo. Hay poesía más o menos comprometida, pero la de Cernuda es un dibujo fiel del alma del autor. Por eso, pediría a quienes tan fácilmente critican su persona que lean su obra, pero que la lean desde dentro y no con la visión analítica del lector objetivo: que sangren con cada herida y se iluminen con cada esperanza perecedera, que naufraguen en aquel mar que renunció a intentar jamás el amor y que comprendan a un hombre, a un “eterno adolescente”, que decidió volcar el sentido frustrado de su existencia en la poesía, a falta de ese amor anhelado y no conseguido. Desde esta visión, Cernuda contemplaba la muerte casi con esperanza, porque sería ella la que le regalaría la eternidad a su obra, la que le daría sentido a su paso por el mundo: el hecho de que su poesía fuera leída y estudiada aunque él ya no estuviera vivo. Por eso escribió, en 1937, que:
Para el poeta, la muerte es la victoria.
