Estábamos acostumbrados los españoles a la corrupción política de tinte económico: la trama Gürtel, la Púnica, la Palau… Una tarjetita black por aquí, una burbuja inmobiliaria por allá. Nos podía asombrar que el PSOE siguiera ganando en Andalucía a pesar de la gravedad del caso ERE en la Junta, pero ahí estaba también Mariano Rajoy en el Gobierno, con medio partido corrupto. La costumbre nos condujo a la resignación. Miguel Hernández ya no hubiera podido escribir aquello de “No soy de un pueblo de bueyes” en estos tiempos.
La primera vez que vi uno de ellos, tuve la sensación de que alguien había usado una máquina del tiempo o de que allí estaban rodando una película ambientada en la España de la posguerra. Me estoy refiriendo a uno de los carteles con la foto de Francisco Franco junto a la amenaza “El Valle no se toca”. El primero que vi estaba por Serrano, pero han ido brotando como setas emponzoñadas por las calles de Madrid en las últimas semanas, desde que a comienzos de mes Pedro Sánchez anunciara su intención de exhumar los restos del dictador junto a los de José Antonio Primo de Rivera. Algo que, según la información más reciente, parece que se llevará a cabo en agosto.
ZARATUSTRA: ¡No pienses que no te veo, ladrón! EL GATO: ¡Fu! ¡Fu! ¡Fu! El CAN: ¡Guau! EL LORO: ¡Viva España!
(Ramón M. del Valle-Inclán, Luces de bohemia).
Escudo de la Casa Gryffindor, perteneciente al universo creado por J. K. Rowling
De niña, me gustaba ver los aviones del 12 de octubre. Subía a la azotea de mi edificio, donde está el tendedero, y contemplaba la bandada de pájaros metálicos surcando los cielos. Me atraían especialmente aquellos que dejan un reguero de colores a su paso, de dos colores: amarillo y rojo. Tardé años en darme cuenta de que formaban la bandera de España. Cuando pienso en la combinación entre amarillo y rojo, se me viene primero a la cabeza el escudo de Gryffindor, la casa a la que pertenecía Harry Potter en Hogwarts. Esta no pretende ser una confesión antipatriótica; simplemente, jamás le he concedido importancia a las banderas.
En mi casa, cada 12 de octubre, mi padre se levantaba cantando la famosa canción de Paco Ibáñez —versión de la original de Georges Brassens— que ya se ha convertido en himno para todos los heterodoxos; concretamente, la estrofa que comienza: “Cuando la Fiesta Nacional, / yo me quedo en la cama igual”. Siempre ocurría un día antes de mi cumpleaños. Me sentía invadida por una mezcla de emociones que bailaban entre la ilusión por lo que me esperaba al día siguiente —regalos, celebraciones— y la melancolía acuática de constatar que cambiaría de cifra. Lo he dicho muchas veces, pero no me importa reiterarme: mi rechazo ante la idea de crecer me convertía en una niña muy sabia. Los aviones despiertan todos estos recuerdos, pero no me hacen sentir un especial orgullo patrio.
Desde hace un par de semanas, llevamos viviendo la Fiesta Nacional día tras día, hora tras hora. Cada uno la suya. En Cataluña, que ha sido víctima hace dos meses de un atentado terrorífico perpetrado por islamistas radicales, se ha gestado una auténtica revuelta social porque ahora, de repente, lo único que importa es cambiar el nombre al lugar donde viven, levantar fronteras, cueste lo que cueste, independientemente de lo que esté pasando en el planeta. “El mundo se derrumba y nosotros nos independizamos”, sería un bonito lema, parafraseando a Ingrid Bergman en Casablanca. En el resto de la Península, vuela a sus anchas el valleinclanesco loro aquel, escapado de la Cueva de Zaratustra, lanzando su consigna a diestro y siniestro: “¡Viva España!”. Y le responden agitándose cientos de banderas con los colores de Gryffindor que, curiosamente, son los mismos colores que porta la otra bandera. El nacionalismo está cuajado de ironías.
Barcelona, 2010Cádiz, 2015
De ironías y de sinsentidos. Contrariamente a lo que pueden estar pensando algunos lectores, rechazar los símbolos nacionalistas no me convierte en una de esas personas que reniegan de España y que persiguen la más mínima oportunidad para marcharse al extranjero. No; a mí me encanta mi país, mi tierra o como quieran llamarlo; ahí no me meto. Me refiero a ese pedazo de continente que se desprende como una lágrima al suroeste de Francia, en el que, de hecho, incluyo a Portugal. En esta lágrima he nacido y aquí quiero quedarme: por su sol y sus playas, por su música, su literatura, su Historia —que es mezcla de civilizaciones—, sus noches de verano, sus pueblos de piedra recalcitrantes, sus castillos, sus iglesias.
Siento como algo mío no solo la inmensidad verde del Paseo del Prado o la elegancia barroca del Madrid de los Austrias, sino también el viento de levante gaditano, los rebaños de barquichuelas en la Costa Brava, la hospitalidad de los pueblos asturianos y cántabros, sus bosques vírgenes; adoro la alegría de Bilbao y de todas sus gentes, la morcilla de Burgos, el olor a azahar del Barrio de Santa Cruz, la mansedumbre del Mediterráneo en el castigado paisaje de Castellón. Son míos los encinares extremeños, la Sierra de Grazalema, las noches encendidas, sin tiempo, de Salamanca. El Barrio Gótico de Barcelona, los jardines del Palacio de Aranjuez, las rocas de Cercedilla y la Pedriza, la leyenda del Hombre Pez de Liérganes, las dunas de Huelva y los naranjos de la Alhambra.
San Sebastián, agosto de 2013
Tengo dispersa la sangre, las raíces y los recuerdos a lo largo y ancho de la lágrima que compone esta tierra; sentiría igualmente mío París, Londres o Estambul si llevara en ellos cosidos todos estos jirones de memoria. Porque al final, como dijo Federico Luppi en Martín Hache, eso de la patria es un invento. Tu país es tu familia, tus amigos, tus recuerdos. ¡Qué exilio tan inmenso cuando se pierde a un ser querido! Pareciera como si te convirtieras, de repente, en extranjero de un universo que no te pertenece. Te reafirmas, aún más, en la idea de que las fronteras constituyen meras líneas invisibles perpetradas por el hombre, absurdas y prescindibles. En que merecen más la pena, como himnos, el Imagine de Lennon o el Canto a la libertad de Labordeta.
Hoy, Día de la Hispanidad, festejamos que los primeros colonizadores llegaron a América para arrancar a los indios su cultura y sus costumbres, para esclavizarlos. Españolistas y catalanistas agitan sus banderas de Gryffindor al son de himnos crepusculares. Yo miro los aviones desde la ventana de mi habitación, envuelta en una vaga melancolía ante la constatación de que el mundo se muere de egolatría, de egoísmo, de incapacidad para el diálogo. No solo aquí: en todas partes. Tarareo a Paco Ibáñez mientras lo recuerdo: mañana cambiaré de cifra.
Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
Mariano José de Larra, “El Día de Difuntos de 1836”
«Abbey In The Oak Forest», Caspar David Friedrich
Hace 180 años, Fígaro merodeaba entre las lápidas, visibles e invisibles, de la ciudad de Madrid. Hoy lo acompaño, paseando por esta Villa y Corte como lo hiciera en su día Diego de Torres Villarroel junto a Don Francisco de Quevedo. Le recuerdo al Pobrecito Hablador que, aunque él no lo llegara a ver, ya tuvimos constancia de esta muerte colosal hace muchas décadas.
Lo sentenció en 1939 Luis Cernuda:
España ha muerto.
Lo sostuve yo misma 85 años más tarde:
España muerta, desenterrada, con su rostro amarillo devorado por los insectos
Hoy, Día de Difuntos de 2016, se van sumando lápidas al inmenso osario español. La última resulta especialmente conmovedora, por cuanto ha significado en la historia de este país. Mírala, Fígaro, conmigo. Espántate conmigo.
“Aquí yace el Partido Socialista Obrero Español (1879-2016)”
Tú no llegaste a conocerlo, Fígaro; aquel tiro en la sien te arrebató de este mundo años antes de su fundación. De que Pablo Iglesias –el auténtico Pablo Iglesias– construyera, sobre bases marxistas y socialistas, un partido por y para la clase obrera. En 1918, Fígaro, ese mismo partido, todavía con Iglesias a la cabeza, se declaró en su programa a favor del laicismo y de la educación gratuita, de la supresión del presupuesto del clero y de la confiscación de sus bienes.
Pablo Iglesias, fundador del PSOE
Después, durante la II República –ese sueño perdido–, brillaron en el seno del PSOE tantos nombres convertidos en astros: el flamígero Francisco Largo Caballero, el intelectual Fernando de los Ríos, íntimo amigo de los García Lorca; Juan Negrín. Ay, Negrín, aquel médico valiente que se hizo cargo del timón cuando la tempestad arreciaba, que resistió con arrojo hasta el trágico final. Un final en el que mi abuelo, en su pueblo, tuvo que deshacerse del carnet del partido antes de ser descubierto por los rebeldes.
Mira todos aquellos nombres legendarios, Fígaro, reflejando aún los fulgores de su pasión en el mármol frío de esta lápida. Ya por aquel entonces se hallaba el PSOE dividido en dos bandos: la izquierda radical de Largo Caballero y la más moderada del inflado y pacífico Indalecio Prieto. Con el tiempo, todo se iría escorando hacia la derecha, como arrastrado por la resaca del océano en un día ventoso. Pero no nos adelantemos…
Cartel del PSOE en las elecciones generales de 1982
Tras una noche de cuarenta años, despertó una mañana España a la democracia. Poco tiempo después, en 1979, el PSOE abandonó el marxismo como base ideológica, para modernizarse. Por aquel entonces, un joven sevillano con chaqueta de pana movilizaba al país con pasión y bravura. Se llamaba Felipe González y dotó de nuevo aliento a la izquierda española. O eso creíamos, Fígaro. Porque hoy, aquel joven “progre” y apasionado es un millonario que da paseos en su yate mientras planea nuevas declaraciones públicas propias de la derecha más conservadora, que mueve los hilos de la política nacional a través de llamadas determinantes y conversaciones secretas. El Vito Corleone de la política española es ese mismo hombre que admiraban mis padres, mi tío y mis abuelos, que yo veía en la televisión antes de ir al colegio, discutiendo con aquel bigote viviente apellidado Aznar.
Puedo decir con orgullo, Fígaro, que la primera vez que voté en unas elecciones fue a Zapatero. Aquel joven de ojos verdes y sonrisa bondadosa, dialogante y conciliador, que devolvió la esperanza al socialismo. Sí; lo voté y ganó. Y tras una primera legislatura brillante en cuanto a políticas sociales, irrumpió la terrible crisis europea en la segunda.
Después dejó de estar de moda ser socialista. Una casi se arrepentía al confesarlo públicamente. Considerarte socialista era casi declarar que votabas al PP. Y más cuando llegó Pablo Iglesias II, con su pose ensayada de mesías pseudo intelectual y sus ambiciones maquiavélicas. Lo cierto es que el PSOE, ese partido que partió de bases marxistas, nos decepcionó cuando, tras la abdicación de Juan Carlos I, no movió un dedo para promover una modificación en la Constitución que permitiera plantear un referéndum. Pero, claro; la cuestión republicana está por detrás de la crisis. O eso dicen algunos, sin comprender que, en la política, todo se encuentra entretejido en una tela de araña y un hilo puede desestructurar el conjunto.
En las últimas elecciones yo no voté al PSOE. Y no me arrepiento, Fígaro, porque los recientes acontecimientos de la política nacional me confirman que, con ese voto, habría contribuido a investir al anodino Rajoy como Presidente del Gobierno. Porque los que lo han permitido no son el PSOE; son otra cosa. No queda en ellos el más mínimo reflejo de los hombres que han luchado por el progreso de este país a lo largo de 137 años. Pedro Sánchez, por mucho escepticismo que nos genere, ha sido el único que se ha mantenido fiel a sus principios. A los principios socialistas. A no encumbrar en el poder a un partido corrupto y ladrón que parece reírse del concepto de la democracia. Y ya solo por eso, Pedro Sánchez merece nuestro respeto.
Lo que queda del PSOE no se encuentra en Susana Díaz ni en el taimado Felipe González; no. Permanece en algún que otro político decente, como Borrell; en los casi todos los avances de este país; en la lápida fría que ahora contemplamos y que contribuye a reforzar esa otra más grande, la que alberga la democracia. Y en nuestros corazones, porque uno puede ser socialista de Fernando de los Ríos y de Juan Negrín y no sentirse representado por el partido que ha guardado silencio mientras Mariano Rajoy, el Rey de los Ladrones, subía los peldaños de la Presidencia del Gobierno. Sí, Fígaro. Recordando a Don Miguel –al que acabamos de sorprender merodeando entre las tumbas-, he de decir que a mí también me duele España.
El mundo es una slot-machine, con una ranura en la frente del cielo, sobre la cabecera del mar. (Se ha acabado la cuerda, se ha parado la máquina…).
León Felipe
Toda la noche
he sentido empotrarse contra mi ventana
enloquecidos, furibundos enjambres de billetes
que llevan en sus goznes
el impúdico sello de Wall Street.
A las cuatro de la mañana
extrañaba las gotas de lluvia
y lloraba por un mendigo
que gusta de posarse sobre la luna
y así acunar despacio sus cuencas muertas,
sus cuencas malheridas,
los restos de sus ojos
que asesinaron doce hombres por la televisión
después de naufragar en un telediario
en el que nadie se conoce.
Marx muere mutilado cada día
en multitudes de llaveros
y de camisetas de compra al por mayor,
pero al caer la tarde,
lo vamos a llorar sobre los cementerios
y a regalarle siemprevivas
que se funden en un enigma
vestido de noviembres.
Cinco de la mañana.
Burbuja financiera en alza.
Siete brokers dormidos
se olvidan de sus huellas dactilares
en la pantalla del ordenador
y por sus labios se desbordan
ríos amargos de humanidad
que alguien cambiará por bonos del tesoro.
Y Rafael Alberti suspira, abandonado;
el comunismo dejó de estar de moda
en los ochenta
y ahora sus poemas
se mueren de pena por las esquinas
y vienen a comer entre mis manos,
como galgos hambrientos,
desesperados y leales.
Arriba, parias de la tierra…
Ya dijo el gran León,
aquel viejo León titiritero y vagabundo,
que todo el mundo se resume en una slot-machine «con una ranura en la frente del cielo».
Pero se me han gastado las monedas
y ahora tengo que robar o llorar,
o pedirle prestado al mendigo de lunas
un lucero de oro,
de aquellos que naufragan
entre las aguas macilentas de sus cuencas vacías,
para engañar a los guardianes del abismo,
al Dios Mercado y sus cadenas,
a la sonrisa histriónica del Tío Sam
agitándose en las caricaturas
que se visten con traje de chaqueta
y pronuncian discursos
tras la pantalla de la televisión
y se dicen tan españoles como el que más.
«España ha muerto»,
sentenció Luis Cernuda en un lejano año 39
y ninguno quisimos escucharlo,
pues los enjambres de billetes
se escapaban felices
como pequeños ícaros deslumbrados
por la radiante luz del porvenir,
y hoy esos que mataron
por atrapar su desusado vuelo esperan,
como hienas feroces y patéticas,
en despachos con soles de bajo consumo
fundidos por exceso de emoción
y nos apuntan con un rifle para cambiar
una estrella rendida
por un seguro médico
y una inversión a largo plazo.
Las seis de la mañana y todavía no ha llovido.
Y ahora se me han gastado las monedas,
las monedas y las mañanas,
y tal vez los mañanas, que vienen a llorarme
como galgos hambrientos
o Albertis olvidados, rechazados
por las correas sigilosas del futuro.
España muerta, desenterrada,
con su rostro amarillo
devorado por los insectos;
España desahuciada,
contemplando el abismo desde el piso más alto
de un rascacielos engreído.
Estoy en negative equality y el futuro me niega el préstamo pedido.
Se me han gastado las monedas
y solo puedo preguntarme
qué será de mi sangre y qué será del mundo
o de esa slot-machine que lo ha sustituido
aprovechando que lloramos
con vendas en los ojos.
Y llegarán las siete
y ya nadie recordará cómo dar cuerda
a esta máquina hambrienta de monedas sin alma.
La luna bailará sobre la urbe antes de perecer
y un millar de pequeñas siemprevivas
coronarán los labios
de los que nunca vuelvan.