Una lágrima al suroeste de Francia

ZARATUSTRA: ¡No pienses que no te veo, ladrón!
EL GATO: ¡Fu! ¡Fu! ¡Fu!
El CAN: ¡Guau!
EL LORO: ¡Viva España!

(Ramón M. del Valle-Inclán, Luces de bohemia).

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Escudo de la Casa Gryffindor, perteneciente al universo creado por J. K. Rowling

De niña, me gustaba ver los aviones del 12 de octubre. Subía a la azotea de mi edificio, donde está el tendedero, y contemplaba la bandada de pájaros metálicos surcando los cielos. Me atraían especialmente aquellos que dejan un reguero de colores a su paso, de dos colores: amarillo y rojo. Tardé años en darme cuenta de que formaban la bandera de España. Cuando pienso en la combinación entre amarillo y rojo, se me viene primero a la cabeza el escudo de Gryffindor, la casa a la que pertenecía Harry Potter en Hogwarts. Esta no pretende ser una confesión antipatriótica; simplemente, jamás le he concedido importancia a las banderas.

En mi casa, cada 12 de octubre, mi padre se levantaba cantando la famosa canción de Paco Ibáñez —versión de la original de Georges Brassens— que ya se ha convertido en himno para todos los heterodoxos; concretamente, la estrofa que comienza: “Cuando la Fiesta Nacional, / yo me quedo en la cama igual”. Siempre ocurría un día antes de mi cumpleaños. Me sentía invadida por una mezcla de emociones que bailaban entre la ilusión por lo que me esperaba al día siguiente —regalos, celebraciones— y la melancolía acuática de constatar que cambiaría de cifra. Lo he dicho muchas veces, pero no me importa reiterarme: mi rechazo ante la idea de crecer me convertía en una niña muy sabia. Los aviones despiertan todos estos recuerdos, pero no me hacen sentir un especial orgullo patrio.

Desde hace un par de semanas, llevamos viviendo la Fiesta Nacional día tras día, hora tras hora. Cada uno la suya. En Cataluña, que ha sido víctima hace dos meses de un atentado terrorífico perpetrado por islamistas radicales, se ha gestado una auténtica revuelta social porque ahora, de repente, lo único que importa es cambiar el nombre al lugar donde viven, levantar fronteras, cueste lo que cueste, independientemente de lo que esté pasando en el planeta. “El mundo se derrumba y nosotros nos independizamos”, sería un bonito lema, parafraseando a Ingrid Bergman en Casablanca. En el resto de la Península, vuela a sus anchas el valleinclanesco loro aquel, escapado de la Cueva de Zaratustra, lanzando su consigna a diestro y siniestro: “¡Viva España!”. Y le responden agitándose cientos de banderas con los colores de Gryffindor que, curiosamente, son los mismos colores que porta la otra bandera. El nacionalismo está cuajado de ironías.

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Barcelona, 2010
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Cádiz, 2015

De ironías y de sinsentidos. Contrariamente a lo que pueden estar pensando algunos lectores, rechazar los símbolos nacionalistas no me convierte en una de esas personas que reniegan de España y que persiguen la más mínima oportunidad para marcharse al extranjero. No; a mí me encanta mi país, mi tierra o como quieran llamarlo; ahí no me meto. Me refiero a ese pedazo de continente que se desprende como una lágrima al suroeste de Francia, en el que, de hecho, incluyo a Portugal. En esta lágrima he nacido y aquí quiero quedarme: por su sol y sus playas, por su música, su literatura, su Historia —que es mezcla de civilizaciones—, sus noches de verano, sus pueblos de piedra recalcitrantes, sus castillos, sus iglesias.

Siento como algo mío no solo la inmensidad verde del Paseo del Prado o la elegancia barroca del Madrid de los Austrias, sino también el viento de levante gaditano, los rebaños de barquichuelas en la Costa Brava, la hospitalidad de los pueblos asturianos y cántabros, sus bosques vírgenes; adoro la alegría de Bilbao y de todas sus gentes, la morcilla de Burgos, el olor a azahar del Barrio de Santa Cruz, la mansedumbre del Mediterráneo en el castigado paisaje de Castellón. Son míos los encinares extremeños, la Sierra de Grazalema, las noches encendidas, sin tiempo, de Salamanca. El Barrio Gótico de Barcelona, los jardines del Palacio de Aranjuez, las rocas de Cercedilla y la Pedriza, la leyenda del Hombre Pez de Liérganes, las dunas de Huelva y los naranjos de la Alhambra.

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San Sebastián, agosto de 2013

Tengo dispersa la sangre, las raíces y los recuerdos a lo largo y ancho de la lágrima que compone esta tierra; sentiría igualmente mío París, Londres o Estambul si llevara en ellos cosidos todos estos jirones de memoria. Porque al final, como dijo Federico Luppi en Martín Hache, eso de la patria es un invento. Tu país es tu familia, tus amigos, tus recuerdos. ¡Qué exilio tan inmenso cuando se pierde a un ser querido! Pareciera como si te convirtieras, de repente, en extranjero de un universo que no te pertenece. Te reafirmas, aún más, en la idea de que las fronteras constituyen meras líneas invisibles perpetradas por el hombre, absurdas y prescindibles. En que merecen más la pena, como himnos, el Imagine de Lennon o el Canto a la libertad de Labordeta.

Hoy, Día de la Hispanidad, festejamos que los primeros colonizadores llegaron a América para arrancar a los indios su cultura y sus costumbres, para esclavizarlos. Españolistas y catalanistas agitan sus banderas de Gryffindor al son de himnos crepusculares. Yo miro los aviones desde la ventana de mi habitación, envuelta en una vaga melancolía ante la constatación de que el mundo se muere de egolatría, de egoísmo, de incapacidad para el diálogo. No solo aquí: en todas partes. Tarareo a Paco Ibáñez mientras lo recuerdo: mañana cambiaré de cifra.

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