La historia de Luna

Recuerdo a la Jenny. Era una gata atigrada que vivía en mi calle y se alimentaba de los restos de comida que le proporcionaban los dependientes del supermercado de la esquina. La Jenny era una gata callejera, pero había nacido para llevar collar y recibir visitas. Lo intuía por el modo que tenía de restregarse por las piernas de los transeúntes, por su maullido dulce y su docilidad.

Un día que mi hermano y yo volvíamos de comprar unas latas del supermercado, descubrimos que la Jenny estaba más gorda de lo normal. Y, durante un tiempo, siguió engordando, hasta que, una tarde, nos la encontramos tumbada en una caja de cartón, en unos matorrales próximos al supermercado. Al acercarnos, vimos que, acurrucados contra ella, había cuatro diminutos gatitos: tres eran atigrados, como su madre, y uno, blanco.

No es un secreto mi desmedida pasión felina, desarrollada desde la más tierna infancia. Siempre he dicho que uno de los tres sueños de mi vida era el de tener un gato -concretamente, una gata blanca de ojos azules-. A mis catorce años, ya había sido dueña de Kiko, un divertido manojo de nervios que se nos escapó antes de cumplir doce meses en casa.

En mi sueño pensaba, precisamente, mientras miraba aquellos gatitos que ni siquiera habían abierto aún los ojos. Durante los siguientes días, y semanas, fui alimentando una conspiración dentro de mi cabeza, conspiración que acabé poniendo en común con mis padres. Mi idea era acercarme un día sigilosamente al cajón donde se encontraba la Jenny con sus crías… y quitarle una, para llevármela a casa. Y no una cualquiera: quería el gatito blanco. Contrariamente a lo que había previsto, mis padres no lo consideraron un despropósito. Ante a mí se abría la posibilidad de tener un gato… ¡por fin!

Así que, una mañana de domingo, mi hermano y yo nos deslizamos furtivamente por los alrededores del supermercado y llegamos junto al cajón. Puse a mi hermano de vigilante, para que no nos vieran los dependientes que cuidaban de la camada y, mientras, estudié mi posición. Sin embargo, como se suele decir, «había moros en la costa», y tuvimos que realizar una elegante retirada.

Los dependientes habían ganado una batalla, pero no la guerra. Volvimos al día siguiente, y de nuevo hubimos de marcharnos con el rabo entre las piernas. A la tercera intentona, nos acompañaron mis padres y, tal vez por lo extraño que resultaba ver a una familia al completo merodeando por unos matorrales junto a un supermercado de barrio, los dependientes acabaron dándose cuenta. Sin embargo, en lugar de echarnos la bronca, nos invitaron a que cogiéramos un gatito, porque, de hecho, pensaban regalarlos. Nos dijeron que había dos hembras y dos machos, y la blanca resultó ser hembra. No hace falta decir que vi muy clara mi elección. Pero una dependienta me dijo que la blanca ya se la iba a llevar ella…

Así que cogí la hembra atigrada. Tenía la tripa cuajada de lunares negros, y unos expresivos ojos del color de la esmeralda. Nada más cogerla, la gatita comenzó a trepar por mi pecho, clavándome las uñas. Yo me sentía radiante de felicidad, aunque no fuera blanca ni tuviera los ojos azules. Y, por supuesto, fuimos la envidia del barrio: ¡habíamos conseguido una hija de la Jenny!

Esa tarde, hubo debate en casa. Yo tenía algunas opciones de nombres, extraídos de la película El Rey León: Nala, Kiara… Demasiado extravagantes, me dijeron. Probé con Lúa. Así se llamaba la gata protagonista de un cuento que me encantaba de más pequeña. Expliqué que, en gallego, Lúa es Luna. «¿Y por qué no lo dejamos en ‘Luna’?», me propusieron. Y así es como bauticé a la gata con el nombre que debe tener, por lo menos, un ochenta por ciento de la población felina del momento.

Luna recién llegada
Luna recién llegada a casa

Hace muchos años que cerró aquel supermercado de la esquina. Tampoco volvimos a saber nada de la Jenny ni del resto de sus hijos. Pero hoy, 24 de abril, Luna ha cumplido diez años y he sentido el impulso de contar su historia, para la cual necesitaré varias entradas. Algunos pensarán que la vida de un animal doméstico posee escaso o nulo interés, pero, desde que Luna llegó a casa aquella tarde de verano, se convirtió en una criatura muy especial para mí. Si Alberti les dedicaba poemas a sus perros, ¿por qué no puedo contar yo la historia de mi gata?

2 respuestas a «La historia de Luna»

  1. Hermosa historia… !
    Casualidad o no, querida correspondiente, estoy también aficionado de gatos ( tal como de musica rock, beh si ) y eso desde muy niño, desde la cuna podría decirlo, gracias al amor incondicional de mi madre y abuela por los felinos ; con esa diferencia de que siempre hemos preferido a gatos siameses. Ya tuve 8 en mi vida, la ultima siendo una gata.
    Ella falleció hace exactamente un año, en mis brazos, y cumplió 13 años.
    Ahora, y por primera vez en mi vida, estoy dudando de si o no acojer otra gata (eso también debido al inevitable luto… )
    Asi es, ir de vacaciones teniendo gatos domésticos siempre resulta problematico, a menos de llevarles, como hicimos dos veces ( en avión ! ) con nuestra siamesa.

    Buen día felino con Luna!

    1. Es verdad lo de los viajes… A Luna la dejamos en casa con cargamentos de comido y agua, y tampoco le importa mucho, pero cuando volvemos, está el doble de cariñosa… ¡Yo te animo a que acojas otra! Siempre resulta maravilloso ver un felino merodeando por tu casa…

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