«Los despertares» en la Feria del Libro de Madrid

Cada primavera, he pasado por la Feria del Libro de Madrid, instalada en el Parque del Retiro, preguntándome qué se sentiría al estar dentro de la caseta, firmando libros. Este año, con motivo de la publicación de mi primer poemario, Los despertares, al fin lo he podido averiguar. Los días 1 y 2 de junio estuve firmando ejemplares del libro en la caseta de Ediciones de la Torre, la número 228.
Lo cierto es que no me esperaba estar tan arropada. Fueron unas horas de reencuentros y emociones. Vinieron amigos y también otras personas a las que no veía desde hacía mucho y recordaba con cariño. Mejor que publicar un primer poemario es comprobar que hay tanta gente que me aprecia y que confía en mi obra, y que me apoya…
Gracias a mi editor, José María de la Torre, y a Lucía, que trabaja con tanta ilusión. Gracias a Iván, Almudena, Jelen, Gemma, David, Alexia, Juli, Luis, Paula, Sandra, Eric, Marta, Julia, Rob, Eva, Alberto, Alba, Fátima, Carlos, Irene, María, Lidia, Fer y Guille. Y a todos los que compraron un ejemplar sin conocerme, dando un voto de fe a una poeta principiante como yo. Y a aquellos que quisieran haber estado y finalmente no pudieron, pero no dejan de apoyarme desde el principio y de creer en mi poesía.







Para los que deseen hacerse con un ejemplar de Los despertares, podéis encontrarlo en la Feria del Libro hasta el 15 de junio, en la caseta de Ediciones de la Torre, número 228. También podéis comprarlo por Internet pinchando aquí.
.
Aprovecho para anunciar que el día 17 de junio, a las 20:30 horas, tendrá lugar la presentación oficial de Los despertares en el pabellón de cristal del Café del Espejo de Madrid (Paseo de Recoletos, nº 31), con entrada gratuita. Leeremos poemas, hablaremos de literatura y tendremos ocasión de vernos y tomar algo todos juntos… en un ambiente de lo más modernista y finisecular. ¡Animaos!
La historia de Luna
Recuerdo a la Jenny. Era una gata atigrada que vivía en mi calle y se alimentaba de los restos de comida que le proporcionaban los dependientes del supermercado de la esquina. La Jenny era una gata callejera, pero había nacido para llevar collar y recibir visitas. Lo intuía por el modo que tenía de restregarse por las piernas de los transeúntes, por su maullido dulce y su docilidad.
Un día que mi hermano y yo volvíamos de comprar unas latas del supermercado, descubrimos que la Jenny estaba más gorda de lo normal. Y, durante un tiempo, siguió engordando, hasta que, una tarde, nos la encontramos tumbada en una caja de cartón, en unos matorrales próximos al supermercado. Al acercarnos, vimos que, acurrucados contra ella, había cuatro diminutos gatitos: tres eran atigrados, como su madre, y uno, blanco.
No es un secreto mi desmedida pasión felina, desarrollada desde la más tierna infancia. Siempre he dicho que uno de los tres sueños de mi vida era el de tener un gato -concretamente, una gata blanca de ojos azules-. A mis catorce años, ya había sido dueña de Kiko, un divertido manojo de nervios que se nos escapó antes de cumplir doce meses en casa.
En mi sueño pensaba, precisamente, mientras miraba aquellos gatitos que ni siquiera habían abierto aún los ojos. Durante los siguientes días, y semanas, fui alimentando una conspiración dentro de mi cabeza, conspiración que acabé poniendo en común con mis padres. Mi idea era acercarme un día sigilosamente al cajón donde se encontraba la Jenny con sus crías… y quitarle una, para llevármela a casa. Y no una cualquiera: quería el gatito blanco. Contrariamente a lo que había previsto, mis padres no lo consideraron un despropósito. Ante a mí se abría la posibilidad de tener un gato… ¡por fin!
Así que, una mañana de domingo, mi hermano y yo nos deslizamos furtivamente por los alrededores del supermercado y llegamos junto al cajón. Puse a mi hermano de vigilante, para que no nos vieran los dependientes que cuidaban de la camada y, mientras, estudié mi posición. Sin embargo, como se suele decir, «había moros en la costa», y tuvimos que realizar una elegante retirada.
Los dependientes habían ganado una batalla, pero no la guerra. Volvimos al día siguiente, y de nuevo hubimos de marcharnos con el rabo entre las piernas. A la tercera intentona, nos acompañaron mis padres y, tal vez por lo extraño que resultaba ver a una familia al completo merodeando por unos matorrales junto a un supermercado de barrio, los dependientes acabaron dándose cuenta. Sin embargo, en lugar de echarnos la bronca, nos invitaron a que cogiéramos un gatito, porque, de hecho, pensaban regalarlos. Nos dijeron que había dos hembras y dos machos, y la blanca resultó ser hembra. No hace falta decir que vi muy clara mi elección. Pero una dependienta me dijo que la blanca ya se la iba a llevar ella…
Así que cogí la hembra atigrada. Tenía la tripa cuajada de lunares negros, y unos expresivos ojos del color de la esmeralda. Nada más cogerla, la gatita comenzó a trepar por mi pecho, clavándome las uñas. Yo me sentía radiante de felicidad, aunque no fuera blanca ni tuviera los ojos azules. Y, por supuesto, fuimos la envidia del barrio: ¡habíamos conseguido una hija de la Jenny!
Esa tarde, hubo debate en casa. Yo tenía algunas opciones de nombres, extraídos de la película El Rey León: Nala, Kiara… Demasiado extravagantes, me dijeron. Probé con Lúa. Así se llamaba la gata protagonista de un cuento que me encantaba de más pequeña. Expliqué que, en gallego, Lúa es Luna. «¿Y por qué no lo dejamos en ‘Luna’?», me propusieron. Y así es como bauticé a la gata con el nombre que debe tener, por lo menos, un ochenta por ciento de la población felina del momento.

Hace muchos años que cerró aquel supermercado de la esquina. Tampoco volvimos a saber nada de la Jenny ni del resto de sus hijos. Pero hoy, 24 de abril, Luna ha cumplido diez años y he sentido el impulso de contar su historia, para la cual necesitaré varias entradas. Algunos pensarán que la vida de un animal doméstico posee escaso o nulo interés, pero, desde que Luna llegó a casa aquella tarde de verano, se convirtió en una criatura muy especial para mí. Si Alberti les dedicaba poemas a sus perros, ¿por qué no puedo contar yo la historia de mi gata?
Resucitando una historia (o muchas)
Este que veis aquí es mi blog primerísimo, Como naipe cuya baraja se ha perdido. Nació en noviembre de 2008, cuando acababa de cumplir los 19 años y me sentía fascinada por un poema de Luis Cernuda titulado «Para unos vivir», de su obra surrealista Un río, un amor. La primera entrada que escribí se llamaba «Aparte». En ella explicaba por qué había tomado un verso de este poema para darle nombre al blog…
Desde entonces, escribí mucho. Escribí años enteros. Versos, relatos, reflexiones… palabras que nacían directamente del humor que tuviera en ese preciso instante -por supuesto, se impone la melancolía o, como diría Alberti, la «nostalgia inseparable», porque así es mi carácter-. Y es que, en el momento de escribir, nunca he podido seguir el precepto becqueriano de «escribirlo después de sentirlo, y no mientras se siente». Nunca he logrado completamente sujetar la inspiración o el arrebato sentimental con el yugo sereno de la razón. Tal vez por eso no pasaré jamás a la Historia de la Poesía…
El resultado es casi un diario lírico -y velado; es lo bueno de la literatura- de seis años cruciales de mi existencia: el paso de la adolescencia a la juventud, o a la madurez, según prefiramos llamarla. Tal vez por eso le tengo tanto cariño a este blog.
No habría dejado de escribir en él si no fuese porque estos meses atrás se me presentó un problema tan terrenal como perder la cuenta de correo a la que lo tenía vinculado. Blogger tiene un sistema complicadísimo para la recuperación de cuentas. Complicadísimo, no: imposible. Así que tuve que asumir que nunca más podría volver a actualizar este blog ni el otro que tenía en esa cuenta, A caballo en el quicio del mundo.
Como no por ello iba a dejar de escribir reflexiones lírico-bloguísticas, llegada a este punto tenía dos opciones. La primera, alojar en esta misma página todos los textos que escriba a partir de este momento. La segunda, crear un nuevo blog con el mismo nombre. Finalmente, me decidí por la segunda opción, porque necesitaba un espacio exclusivamente «literario» -esta página tiene, como podréis ver, publicaciones de todo tipo-.
Así nació la segunda época de Como naipe cuya baraja se ha perdido. Es curioso que la última publicación del antiguo se llame «Antes del final», porque, en ese momento, no me imaginaba que me fuesen a cerrar el paso. Por ello, he titulado la primera entrada del nuevo «Después del final», y supone una continuación de la anterior.
Os doy por tanto la bienvenida a la segunda etapa de Como naipe cuya baraja se ha perdido, e iré anunciando las actualizaciones en esta página a medida que se produzcan. Siete años después de comenzar aquella andadura, puedo afirmar que sigo sin encontrar mi baraja…
The Three Kings
A una señal del mánager, se ponen en pie y avanzan. De fondo, ya se adivina el clamor del público. Gaspar camina en medio, por detrás de Melchor y delante de Baltasar, que esta noche luce un gorro de arpillera que recuerda demasiado a los que usaba Bob Marley en el siglo pasado. Balt y su recurrente manía de imitar a los astros negros: Marley, Hendrix, Chuck Berry… Por no hablar de aquel año en que se empeñó en emular a Stevie Wonder…
Pero ese “rollito retro” en pleno siglo XXI encuentra muy buena acogida entre el público. La gente siempre tiene ganas de volver la mirada al pasado, tal vez porque en esta década aciaga de los sesenta –tan diferente a los sesenta del siglo XX- las cosas se han vuelto demasiado frías y, en ese contexto, Balt ofrece una imagen entrañable, irresistible. Tiene una mirada bondadosa y colocada al mismo tiempo, como si hubiera estado fumando un montón de canutos antes de llegar al escenario –Gaspar sabe que, en realidad, no han sido más de dos-, y al coger el bajo y situarse frente al micrófono esboza ese guiño made in Balt que no puede pasar desapercibido para el público, el cual grita y corea su nombre.
Balt no es el líder de la banda, desde luego, pero parte de la crítica lo sitúa como el miembro carismático por excelencia. Hay camisetas con su cara y es la estrella del merchandising. La gente le considera exótico, vintage, con carácter. Gaspar sabe que es buen tío. Demasiado adicto a las hierbas, pero buen tío, al fin y al cabo. Constituye la cara amable del grupo y, sin él, nada sería lo mismo. Gaspar piensa todo esto mientras se sitúa frente a la batería y realiza algunos golpes de efecto para encender los ánimos del público, que aplaude fervientemente, aunque continúa pendiente de las muecas carismáticas de Balt.
Entonces, de entre el público emerge un rugido tempestuoso, porque acaba de hacer su aparición en el escenario Melchor. Su traje blanco podría constituir algo así como la evolución de aquellos que llevaba David Bowie en su día, pero es el último grito en moda, y eso Gaspar lo sabe porque cada día llegan a los estudios de grabación nuevos modelitos que Melchor encarga a las firmas más caras, y de los cuales nunca llega a lucir la mitad. Melchor es así: un genio disperso de cabello rubio platino y fulgurantes ojos azules que parecer mirar hacia otro mundo. Egoísta, egocéntrico y soberbio, como los mejores genios. Pero desde su torre de marfil, es capaz de valorar a Gaspar, porque a él le debe algunas de las letras más célebres de la banda. A Gaspar lo que más le preocupa es la creciente adicción del líder carismático por las drogas de diseño. Aunque, por otro lado, es la fuente de su inspiración. Las drogas duras son para Melchor como la absenta lo fue para Verlaine…
Comienza a sonar el primer tema, “Bring Me a Present”, del álbum del año anterior Camels Also Like Pacharan, el cual tuvo más éxito del que Gaspar le auguraba en un principio, considerando que es un tipo de rock demasiado tendente a la psicodelia en los tiempos que corren, donde la música indie está a la orden de día.
El público ruge, vibra, se desata. Gaspar no puede evitar sonreír, aun a pesar de romper con su imagen de “miembro serio y formal de la banda”. Tal vez vaya siendo hora de cambiar de imagen. De afeitarse la barba castaña y hacerse algunas mechas de colores, de dejar atrás las camisas y vestir algún traje de cuero blanco como el de Pérez Mouse, el rapero de más éxito en los países hispanos. Gaspar golpea con fuerza la batería mientras todos estos pensamientos se marchan de su cabeza con la misma facilidad con la que llegaron. Él es un alma romántica y, en el fondo, tiene su gracia ser el elemento alternativo de la banda.
Por encima del escenario, en luces de neón rojas y verdes, se lee el legendario nombre:
THE THREE KINGS
Ya en los camerinos, Melchor se retoca el maquillaje y se pone otra blusa para no manchar la del concierto. Balt mira por la ventana mientras se fuma el tercer porro del día, y Gaspar permanece sentado en un sillón, extrañamente exhausto. Y como siempre, es Balt quien se percata:
-¡Eh, tíos! ¡Acabo de ver una estrella fugaz!
-Tronco, deja los porros… –replica Gaspar.
-Eh, Balt puede tener razón –interviene Melchor-. Estaba anunciado para hoy el paso del Cometa Halley por la Tierra; decían que se podría contemplar si el cielo no estaba encapotado y todos esos rollos… ¿Era eso lo que has visto, Balt? ¿Un cometa?
-Sí, tío, ¡te juro que lo he visto! Iba en esa dirección…
-Oye, pues por lo que he oído –continúa Melchor-, se iban a montar una fiesta muy guapa en Belén, para conmemorar no sé qué acontecimiento histórico del cometa.
-¿Por qué no vamos? –propone Balt, entusiasmado- Cogemos unas birras y nos piramos en las motos.
-¿Ahora? –se asombra Gaspar.
-Claro, tronco, no queremos llegar tarde, ¿no?
Gaspar mira a sus compañeros, suspira y pone los ojos en blanco. Después, se levanta y coge su chaqueta de cuero…
