Lisboa en claroscuro

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El nombre de Fernando Pessoa aparece en mi imaginación enquistado de sombras, de claroscuros rítmicos deslizándose a solas por las calles apagadas de un otoño en Lisboa. Llueve. Por alguna razón, el fondo ennegrecido de Pessoa se dibuja manchado de lluvia en este óleo que forma mi sueño. Yo nunca he conocido Lisboa bajo la lluvia.

Lisboa, el verano que la conocí, desenfundaba lenguas de fuego sobre el pavimento. Buscábamos un restaurante por sus calles angostas, desusadas, ornamentales. Calles del Barrio Alto, rotas de tiempo; calles cohibidas, atravesadas repentinamente por el furor metálico de algún tranvía. No recuerdo el restaurante al que llegamos, pero sí el goteo intermitente de los aparatos de aire acondicionado, la ropa colgada de los balcones con acorde decadente, los muros resquebrajados de los edificios, las macetas que pintaban en el aire gris esperanzas de un verde impredecible. Recuerdo las fotografías en la Plaza del Comercio, las heladerías, los juegos interminables de la adolescencia.

Y el sol. Recuerdo el sol incesante sobre la Torre de Belém, dorando las aguas del Tajo que aliviaban nuestros ojos agosteños, igual que si pudiéramos beberlas con la mirada. Mi cabello era más corto, entonces, y el mundo era un lugar amable coronado de sol.

Pero Pessoa, en mis sueños, aparece manchado de lluvia. Se arrastra por las calles de Lisboa al caer la tarde, con una botella en la mano y cuatrocientas historias que no le pertenecen a sí mismo, sino a alguno de sus heterónimos. Lisboa, de noche, es una ciudad acogedora para los fantasmas. Explotan sus melancolías en las notas de un fado que se eleva sobre el aire emocionado, polvoriento. Y Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Bernardo de Soares; se cruzan por las callejuelas y se quitan el sombrero a modo de saludo, sin ocultar una mueca burlona; conviviendo por las esquinas de la Historia a duras penas, como fantasmas cualquiera nacidos de unos ojos.

Pessoa es otro espíritu abandonado, anclado en su lluvia sempiterna y en una botella a la que se abraza cuando el tedio de la muerte se vuelve insoportable. Pessoa es otro heterónimo de un autor anónimo, de un dios inexistente, hacedor de hermosas decadencias, y en sus pupilas se dibuja la patética ternura de las camisas colgando de los balcones enrejados, a media tarde.

Pessoa me vigilaba por las calles de Lisboa, aquel verano que la conocí. A solas con su botella y con su procesión de heterónimos, esperando a que anocheciera porque, de día, brillaba demasiado el sol. Era un tiempo de sol. Pero estoy segura de que, si regresara hoy, Pessoa me aguardaría con toda su lluvia en la mirada para conducirme de la mano a sus tormentos laberínticos atravesados de tranvías.

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