
En esta obra, publicada en 2020 por la joven editorial Los Libros del Mississippi, nos encontramos ante un nuevo caso de poesía en forma de refugio, de antídoto para el dolor. Un dolor que, como anuncia Enrique Gracia Trinidad en su acertado prólogo –o “proemio con vocación de epílogo”–, sobrecoge. En palabras de Gracia Trinidad, “detrás de un gran libro siempre hay una experiencia vital”.
El autor, Ezequías Blanco, no oculta esta experiencia. Sacude al lector desde el primer poema, que es una radiografía del dolor:
«Sientes que un perro te muerde un rincón
del espíritu que un águila rompe
tu hígado con sus garras
sin que aparezca nadie a rescatarte.
a ti que nunca ofendiste a los dioses
ni te llamaste Prometeo.»
Tras el asombro primero, el castigo injusto y desprevenido, acompañamos a la voz poética por un “exceso de pasillos de esquina” –el hospital– hasta llegar con él a la camilla, donde el dolor sobreviene como “vals de agujas”, para adentrarnos, lentamente, en esa “tierra de luz blanda” que se extiende tras la primera anestesia. Son las imágenes, las metáforas puras, el punto fuerte de la obra. Así, los médicos se convierten en “ángeles custodios”, el gotero “un perro faldero” que “te sigue a todas partes como haciéndote burla” y el tiempo “es una niña rubia con tirabuzones” asesinada lentamente por las agujas del reloj. El poeta debe “masticar las madrugadas húmedas” para soportar el dolor.
Fuera de la cama, ese lugar donde “todo tal vez terminará salvándose”, contempla los árboles, que le dan fuerza, y a sus seres queridos, los “duendecillos” o “elfos” que lo visitan, procedentes de un mundo que era suyo y ahora resulta ajeno. La noche se erige como reducto de la belleza:
«Anochece fuera y las estrellas
apuntan ya las sensaciones
de la primavera donde los cuerpos
fluyen y vuelan con sus alas
líquidas. Tu alma sale
por la ventana para ver
cómo la luna se embellece
y cómo se peinan los pájaros
sin espejos y a ciegas.»
Después, cuando la voz poética abandona el hospital, la noche, sin embargo, trae consigo el recuerdo del sufrimiento vivido –“La noche baja en su descenso / con cadenas atadas a los pies”–. Y una parte del alma que salía por la ventana de la habitación del hospital se ha quedado para siempre en esa habitación. Mientras tanto, el cuerpo va evolucionando a lo largo de la obra, transformado por la enfermedad. Comienza siendo “templo” para convertirse en “sustancia dolorosa cosida con agujas y grapada”, «un lugar de paso», “desolada herida sin nombre y sin abrigo”. Y entonces: “a la hora en la que nadie halla tu cuerpo […] oyes una voz”.
El final de la pesadilla llega cuando el poeta comprende que nada le pertenece, ni siquiera esa herida que es su cuerpo. El sufrimiento ha traído consigo una madurez aprehendida: “Eres mucho más fuerte que antes / y tu valor ha crecido / al regresar al corazón oscuro del tiempo / donde comenzó el ansia del hombre / y su deseo inmenso de camino”. Vuelve a ser un niño y a soñar la vida, aunque los sueños lo hayan acompañado incluso en los instantes más sombríos. Porque “sueñan los hombres para que no se borre el mundo”, para sobrevivir en esa “tierra de luz blanda” que lo ha enseñado a amar el mundo con más consciencia. Y que es origen de esta obra conmovedora que nos conduce en un viaje desde la oscuridad hasta la luz.