Literatura clásica y contemporánea en «L.A. Woman», de The Doors

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Jim Morrison en 1970

El 8 de diciembre de 1943, hace ahora 72 años, nacía en Melbourne James Douglas Morrison, que pasaría a la Historia como Jim Morrison, líder y vocalista de una de las bandas más esenciales del rock internacional: The Doors. En artículos anteriores, ya he profundizado en su faceta de poeta, menos célebre que la de estrella del rock y, sin embargo, aquella en la que Jim se sentía más cómodo.

Los biógrafos de Morrison suelen coincidir en que se convirtió en cantante por mera casualidad: una oportuna conversación con su compañero de carrera Ray Manzarek, que descubrió en los poemas de Jim un material excepcional para añadirle una base rockera y construir, en torno a ellos, una banda de estilo psicodélico, acorde con las nuevas tendencias musicales que comenzaban a aparecer.

Yo misma he sostenido esa hipótesis acerca de que fue la casualidad la que condujo a Jim a los escenarios; pero ahora, después de haberme adentrado mucho más profundamente por las apasionantes sendas del rock de los sesenta, me corrijo: en aquella época, el rock y la literatura caminaban de la mano y resultaba difícil separar uno de la otra. Y así, nos encontramos con las dos caras de la moneda: el rock hecho literatura en la Generación Beat de los cincuenta, y la literatura hecha rock en las míticas bandas de la segunda mitad de los sesenta: The Beatles, The Velvet Underground, Jefferson Airplane… Y, por supuesto, The Doors.

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The Doors: Jim Morrison, Robby Krieger, Ray Manzarek y John Densmore

Como he dicho, la materia prima de las canciones de The Doors la constituían los poemas escritos por Jim Morrison. Exceptuando unos pocos temas compuestos por Robby Krieger –circunstancia que se hace notar en la menor calidad lírica-, todos parten de la poesía de Jim. Y entremezcladas con sus versos, multitud de referencias literarias y cinematográficas que reflejaban el inmenso bagaje cultural del vocalista.

Podríamos dedicar todo un libro para recoger las múltiples referencias e inspiraciones halladas en las letras de The Doors, pero hoy quisiera centrarme en un tema en concreto; uno de los que, en mi opinión, presenta una mayor intensidad lírica. Se trata de la canción “L. A. Woman” –“Mujer de Los Ángeles”, incluida en el álbum que lanzaron en 1971, el último que grabó la banda en vida de Jim Morrison –fallecería tres meses más tarde, en París-, que lleva el mismo título que la canción y que apuesta claramente por la mezcla del rock con el blues.

El tema “L. A. Woman” fue compuesta por Jim Morrison para Pamela Courson, con quien mantendría una inconstante y tormentosa relación desde los veintidós hasta los veintisiete años, cuando murió junto a ella en París. También es un canto a Los Ángeles, ciudad que Morrison amó hasta el fin de sus días. Veamos la traducción de la letra:

Bueno, llegué a la ciudad hace casi una hora.
Me di una vuelta para ver de qué lado soplaba el viento,
por donde están las chicas, en sus bungalows de Hollywood.
¿Eres una damisela afortunada en la Ciudad de la Luz
o solo otro ángel perdido?

Ciudad de la noche,
ciudad de la noche,
ciudad de la noche..
Mujer de Los Ángeles, mujer de Los Ángeles,
mujer de Los Ángeles, tarde de domingo;
mujer De Los Ángeles, tarde de domingo;
mujer De Los Ángeles, tarde de domingo;
conduce por los suburbios
en tu blues, en tu blues; sí…
en tu blues… ¡oh, sí!

Veo que tu cabello arde,
las colinas se incendian.
Si te dicen que nunca te he amado,
sabrás que mienten.

Conduciendo por las autopistas,
vagando por los callejones a media noche…
Policías en coche, bares de topless…
Nunca vi a una mujer
tan sola, tan sola,
tan sola, tan sola…

Motel, dinero, asesinato, locura.
Cambiemos el humor: de la alegría a la tristeza.
El Sr. Mojo colocándose…

En la letra, el yo lírico se dirige a una hipotética mujer a la que formula una pregunta: “¿Eres una damisela afortunada en la Ciudad de la Luz? / ¿O solo otro ángel perdido?…”. A esa misma mujer –sabemos que es Pamela por el color rojo de su pelo- le dice: “Veo que tu cabello arde. / Las colinas se incendian. / Si te dicen que nunca te he amado, / sabrás que mienten”. En el videoclip que The Doors eligieron para la canción, mientras la voz de Morrison canta esta estrofa, vemos un monte ardiendo y, por encima de un edificio, un rótulo, algo así como el nombre de una tienda, un hotel o un pub, que reza Dante’s. Por detrás, las llamas que consumen el paisaje. Se trata, sin duda, de un guiño al Infierno de la Divina Comedia, trasladado a los años sesenta del siglo XX, banalizado.

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Pamela Courson, novia de Jim Morrison, es la musa oculta del tema «L.A. Woman» de The Doors

Pero además de esta referencia a Dante, existen otras contemporáneas. Jim Morrison llama a Los Ángeles “Ciudad de la noche”. Se trata de una alusión a una sobrecogedora novela del texano John Rechy, City of Night (1963), que versa sobre el sórdido mundo de la prostitución masculina en  Nueva York, Los Ángeles, San Francisco y Nueva Orleans. La letra de la canción de The Doors, así como el videoclip original, hacen referencia a la vida nocturna de Los Ángeles, dominada por los bares, el juego, la bebida y la prostitución. Temas, por otra parte, muy recurrentes en la literatura beatnik, de la que Jim bebía.

En la pregunta que plantea Morrison al comienzo de la canción: “¿Eres una damisela afortunada en la Ciudad de la Luz / o solo otro ángel perdido?”, existe una alusión a la novela Los vagabundos del Dharma, escrita por Jack Kerouac –célebre integrante de la Generación Beat- en 1958 y considerada uno de los libros de cabecera del movimiento hippie, a causa de la espiritualidad que exuda. En un momento de la novela, leemos: “¿Somos ángeles caídos que nos negamos a creer que nada es nada y, por tanto, nacemos para perder a los que amamos y a nuestros amigos más queridos uno a uno, y después nuestra propia vida, para probarnos?”.

Una cuestión que, sin duda, atormentaba a Jim, cuya vida fue una constante experimentación de los sentidos –aquella consigna extraída de su adorado Rimbaud- para evitar, en la medida de lo posible, convertirse en lo que él definía como “voyeur”, interpretado en el sentido existencial; en otras palabras: espectador de su propia existencia.

[Parte del texto ha sido extraído de mi libro El barco de cristal. Referencias literarias en el pop-rock (Líneas Paralelas, 2014)]

“Yonqui”, de William S. Burroughs: el mundo de la drogadicción, desde dentro

Yonqui, de William S. Burroughs, editado por Anagrama

Lo primero que supe de este libro es que era la novela de cabecera de Kurt Cobain, el depresivo vocalista de Nirvana. Después descubrí que constituye una de las obras consagradas de la llamada Generación Beat, aquella que tenía a Jack Kerouac como Sumo Sacerdote y que resultó el punto de partida para la inspiración de varias generaciones de rockeros. Pero lo que realmente me estremeció fue averiguar que se trataba de una novela autobiográfica -¿hasta qué punto?- en la que el protagonista, Bill Lee, es el álter ego de William Burroughs (1919-1997), su autor.

Sí sabía que Burroughs había sido drogadicto. Retengo en la memoria su imagen en blanco y negro: aquella figura trajeada impecablemente, a menudo con sombrero; con un aire funesto de enterrador o de cura protestante. Su rostro serio, alargado y macilento; el cuello impoluto de su camisa; revelan que se había criado en el seno de una familia acomodada en Misuri, acudiendo incluso a la reputada universidad de Harvard. Pero ya desde niño se sintió diferente, en parte por su públicamente reconocida orientación homosexual, aunque también por un carácter introvertido, inherente a su persona, que le producía cierta ansiedad en el trato con la gente.

El escritor William S. Burroughs

Su amigo y amante Allen Ginsberg, otro escritor consagrado de la Generación Beat, autor del famoso poema Aullido, habla en el prólogo de esta novela de la acuciante timidez de Burroughs y de su falta de confianza a la hora de enfocar su propia obra, que le hizo resistirse a publicar este primer libro, que finalmente salió a la luz en 1953 gracias, sobre todo, a las gestiones de Ginsberg, quien tenía fe ciega en la prosa de Burroughs.

Yonqui no supone una revolución estilística, como otras obras posteriores del norteamericano; pero sí una temática, al internarse de una forma descarnada y visceral en el mundo de la drogadicción como todavía no se había hecho. De esta novela beberían directamente reconocidas novelas del mismo género, como –sin ir más lejos- Trainspotting (1993), de Irving Welsh, popularizada por su adaptación cinematográfica protagonizada por un jovencísimo Ewan McGregor.

Desde un comienzo, Burroughs insiste en que las personas no se convierten en drogadictas por ningún motivo en especial. En el caso de Bill Lee, se trató de mera curiosidad, al probar la heroína con la que comerciaba durante sus días de trapicheos con mercancías ilegales. También explica el autor que adquirir la adicción no es fácil: resultan necesarios muchos pinchazos y de forma muy continuada. Esto implica que los drogadictos son muy conscientes de lo que están haciendo a medida que adquieren su adicción y que por algún motivo inexplicable no se detienen antes de caer inevitablemente en el abismo. El abismo, o infierno, se caracteriza por un único eje en la existencia: la dependencia desgarradora de la droga. Hay que especificar que, cuando Burroughs habla de droga, se refiere estrictamente a la heroína, la única que considera realmente adictiva –la cocaína, las hierbas y las drogas “naturales” no entran en esta denominación-.

El escritor William S. Burroughs

Sabía que Burroughs había sido drogadicto, sí; pero no me imaginaba en absoluto que un escritor tan célebre como él hubiese vivido –o mejor dicho, sobrevivido- en ambientes tan sórdidos como los descritos en la novela, donde los personajes mendigan y roban por una dosis de droga y llevan una existencia marcada por la huida constante y frenética de las autoridades. El relato de Burroughs posee la dureza y la frialdad de quien lo cuenta desde dentro, describiendo una a una las sensaciones y emociones que embargan al drogadicto, al “yonqui”, en sus diferentes estados, desde la excitación de un chute, pasando por el dolor desesperado del síndrome de abstinencia, hasta llegar a la depresión que acompaña al proceso de desintoxicación, una desintoxicación que no resulta ser más que una utopía porque jamás llega a completarse del todo: el yonqui es un ser maldito, eternamente condenado a su adicción. El abismo no permite un regreso ni una rectificación: quien se lanza, se abandona a él para siempre.

La novela estremece precisamente por su realismo, por la veracidad que implica el hecho de que es un auténtico drogadicto el que narra su historia. No es igual que escuchar una conferencia académica acerca de los efectos de la droga, con la cual, por muy científica que resulte, no podremos ponernos del todo en la piel de la víctima. La repulsión, la impotencia y la desolación que van emergiendo en el lector a través de la lectura de este relato de Burroughs son, precisamente, los efectos que su autor deseaba transmitir. Y he ahí lo esencial de esta novela. Cabría incluso plantearse recomendar el libro en los institutos; a menudo, causaría más efecto en los adolescentes que las inocuas y precisas conferencias de campañas contra la drogadicción a las que los tenemos acostumbrados y que ya no les sorprenden, en modo alguno.

Y es que el texto no se limita a demonizar la droga; también deja traslucir los motivos de fascinación que pueden conducir a una persona a abandonarse a ella. En la última página, confiesa Bill Lee: “Colocarse es ver las cosas desde un ángulo especial. Es la libertad momentánea de las exigencias de la carne temerosa, asustada, envejecida, picajosa”. Pero, para entonces, el lector ya conoce al protagonista y sabe que es una persona enferma, desesperada y autodestructiva. Sus palabras no tienen credibilidad, porque lo hemos visto columpiarse entre la vida y la muerte, contemplando cómo esta última aliena su mente a través de la droga. Bill Lee ya no es, para el lector, un hombre razonable, sino un pobre drogadicto que no posee capacidad de raciocinio.

William S. Burroughs y Kurt Cobain en 1993

Kurt Cobain quiso que el propio William S. Burroughs, su ídolo literario, participara en el videoclip de su famoso tema “Heart-Shaped Box”, de su álbum In Utero (1993). La idea de Cobain era que Burroughs apareciera como un viejo cristo yonqui crucificado. El escritor rechazó amablemente la propuesta, pero lo invitó a visitarle a su casa, como agradecimiento a la admiración que demostraba. El encuentro se produjo en 1993, poco antes de que Cobain falleciera trágicamente. Burroughs, que también murió algo después, contaba que, cuando lo conoció, Cobain ya llevaba la muerte en los ojos. Tal vez el viejo escritor beat lo reconociera porque él también había vivido mucho tiempo en un limbo desesperado, un limbo descrito precisa y desgarradoramente en Yonqui, una novela que no puedo dejar de recomendar.

Jim Morrison o el Tiempo inexistente en la poesía

Jim Morrison en 1970
Jim Morrison en 1970

Hoy Jim Morrison hubiera cumplido 71 años, si no hubiese fallecido en el 71. Su mullida melena castaña sería blanca y, tal vez, sus azules ojos fieros conservarían su fulgor por detrás de la botella que seguiría llevando hasta sus labios gruesos, apolíneos, mirándonos desde su posición de viejo poeta beatnik nacido a deshora, como un Burroughs decadente que se hubiera perdido por los caminos laberínticos y oscuros del rock and roll.

“Estoy preocupado inmensurablemente por tus ojos”, escribió Morrison en Mosaico, una recopilación de poemas, anotaciones y prosas poéticas dedicadas a su eterna y dominante novia, Pamela Courson. El líder de The Doors fue algo más que aquel rockero alocado que se arrojaba sobre el escenario e iniciaba extrañas danzas rituales, más que aquel icono sexual que recordamos posando en la famosa serie de Joel Brodsky, con el torso desnudo y un collar de cuentas que le otorgaba un cierto aire hippie o salvaje.

Jim Morrison retratado por Joel Brodsky
Jim Morrison retratado por Joel Brodsky

Tengo mis mejores ideas cuando el

teléfono suena y suena. No es divertido

sentirse un idiota cuando tu

chica se ha ido. Un nuevo quebradero de cabeza:

Posesión. Creo mi propia espada de Damasco. He perdido el tiempo.

Un crío saltando por las tablas, jugando

con la Revolución. Cuando ahí fuera el

Mundo espera y desemboca en fieras pandillas

de asesinos y auténticos locos. Colgando

de las ventanas como diciendo: Soy intrépido,

¿me quieres? Sólo por esta noche.

Ligue de Una Noche. Un perro aúlla y gimotea

frente a la puerta corredera de cristal (¿por qué

no puedo entrar yo?) Un gato grita. El motor de un coche

acelera a tope forzosamente –el chirriante

carbono seco protesta. Dejo el libro

-y empiezo mi propio libro.

Amor para la chica gorda.

¿Cuándo llegará ELLA aquí?

(Jim Morrison, Mosaico)

He aquí algunas de sus divagaciones, en las que se contemplaba a sí mismo como un “crío que jugaba con la Revolución”, incapaz de otra cosa que no fuera perder el tiempo. Después de marcharse Pamela, tal vez tras una de aquellas acaloradas discusiones que llevaban consigo un distanciamiento de varios meses entre ambos amantes, Jim se entretenía con ligues momentáneos, pero ninguno fue ELLA.

ELLA era una joven delgada, fuego rojo en el tiempo, que consumía lentamente su vida inyectándose heroína. La heroína viajaba tan rápido por sus venas como el alcohol por las de Jim. Ambos se reunieron con la muerte a los 27, como si la conexión entre sus almas guiara el pulso de sus existencias.

Jim Morrison y Pamela Courson en 1970
Jim Morrison y Pamela Courson en 1970

Jim Morrison necesitaba un amor para escribir, para sentir, para viajar. Para vivir, para mentir, para reír, para morir. Igual que todos los poetas malditos. ¿Qué fue antes, el poeta o la estrella de rock? Lo primero, siempre. Lo segundo, nada más que un camino temporal por el que se atrevió a dar un rodeo. Si nunca se hubiera producido aquel encuentro en la playa con Ray Manzarek, compañero de la universidad, del que surgió el proyecto de crear una banda de rock, ¿conoceríamos hoy a Jim Douglas Morrison como un poeta, heredero de la Beat Generation, exaltado observador de una América fría y deshumanizada, dominada por unas criaturas inteligentes y manipuladoras a las que bautizó como “Los Señores”?

Los poemas de Jim Morrison resultan confusos, laberínticos, desconcertantes, incluso el ritmo de los versos así lo refleja. El lector percibe de repente las sombras de su alma, el fulgurante y extasiado verano, esa estación que parece conmover al poeta, o detenerlo. Al poeta o a la ciudad, la desasosegada Los Ángeles, portadora de esos amores fríos y calientes, sangrientos y perezosos, efímeros y eternos dentro de unos versos. Musas de una noche y pasiones oscuras, intuidas en una suerte de dimensión inalcanzable.

Jim Morrison en 1967
Jim Morrison en 1967

Jim aseguraba llevar en su interior el espíritu de un viejo indio americano que vio morir siendo niño por detrás de la ventanilla de su coche. Derramando su sangre sobre el asfalto ardiente. La fuerza de aquel espíritu lo abandonaría un 3 de julio de 1971, arrastrando su decadencia por un París que ya había contemplado la de Verlaine o Baudelaire. Pero, al abrir hoy uno de sus poemarios, resucita su sonrisa oscura verso a verso, mientras Jim, desafiante, ofrece al lector el secreto del tiempo, o de la poesía, o tal vez el de ambos…

-¿Qué es la conexión?

-Cuando dos movimientos, que se creían

infinitos y mutuamente

exclusivos, se encuentran en un

momento.

-¿Del Tiempo?

-Sí.

-El tiempo no existe.

No hay tiempo.

-El tiempo es una plantación recta.

(Jim Morrison, Mosaico)

Una estrella caída llamada Dean Moriarty

Tuve de pronto la visión de Dean, como un ángel ardiente y tembloroso y terrible que palpitaba hacia mí a través de la carretera, acercándose como una nube, a enorme velocidad, persiguiéndome por la pradera como el Mensajero de la Muerte y echándose sobre mí. Vi su cara extendiéndose sobre las llanuras, un rostro que expresaba una determinación férrea, loca, y los ojos soltando chispas; vi sus alas; vi su destartalado coche soltando chispas y llamas por todas partes; vi el sendero abrasado que dejaba a su paso; hasta lo vi abriéndose camino a través de los sembrados, las ciudades, derribando puentes, secando ríos. Era como la ira dirigiéndose al Oeste. Comprendí que Dean había enloquecido una vez más.

Jack Kerouac, En el camino

 

Dean Moriarty, imagen de la inconstancia, eufórico e impulsivo hasta la violencia, es el verdadero protagonista de En el camino, la obra maestra de Jack Kerouac que debió haberse traducido como En la carretera, puesto que, en mi modesta opinión, se acercaría más al sentido que pretendía darle el autor. La llegada de Dean a la vida del narrador, Sal Paradise –personaje tras el cual se oculta el propio Kerouac- supone el comienzo de todos los alocados viajes que se desarrollan en la novela a lo largo y ancho de los Estados Unidos durante la segunda mitad de la década de los cuarenta. Porque Dean es el espíritu de la carretera: ese impulso aventurero hecho carne, la parte oscura de cada conciencia, el catalizador que logra que un grupo de escritores veinteañeros de clase media, hambrientos de experiencias, escojan una vida nómada en la que a menudo deben recurrir a la mendicidad para seguir adelante. Una elección que sitúa sus existencias al borde de un constante precipicio.

¿Pero quién es Dean Moriarty, más allá de un joven estadounidense que no conoce otros límites que los dictados por sus propios deseos? Su pasado es oscuro: su infancia transcurrió en varios reformatorios debido a su afición por robar coches, y estuvo marcada por la figura de un padre que llevaba su mismo nombre y que tampoco constituía un ejemplo ético: Dean lo define como “un mendigo”, y sabemos que alguna que otra vez ha estado en la cárcel. Su hijo lo busca durante toda la novela, pero su ausencia prevalece hasta el final del último capítulo, en el que Sal Paradise se pregunta una vez más por su paradero.

Neal Cassady y Jack Kerouac, las personas reales que se ocultaban tras los personajes de Dean Moriarty y Sal Paradise, en 1952
Neal Cassady y Jack Kerouac, las personas reales que se ocultaban tras los personajes de Dean Moriarty y Sal Paradise, en 1952

Dean posee una personalidad magnética: su discurso entusiasta, su pasión por la vida, su euforia desatada, son como un virus que se extiende por los corazones de Sal Paradise –Kerouac-, Carlo Marx –Allen Ginsberg- y cualquiera que se cruce en su camino. Su insuperable encanto le hace único también a la hora de seducir mujeres. A lo largo de la novela, se casa tres veces –con Marylou, Camille e Inez- y se enamora apasionadamente en innumerables ocasiones, siempre de un modo inconstante e impulsivo, el mismo que le hace ir pasando de Marylou a Camille, de Camille a Marylou y otra vez a Camille, de Camille a Inez y de Inez a Camille –Marylou queda fuera del juego cuando se casa con otro hombre-, sin decidirse definitivamente por ninguna. Las temporadas en las que logra sentar la cabeza con una determinada mujer, trabajar y llevar una vida más o menos ordenada, se rompen súbitamente cuando siente, de nuevo, la llamada de la carretera, que enseguida contagia a Sal. Este, que se presenta al lector como un muchacho aventurero pero razonable, pierde toda la compostura bajo la influencia de Dean, que es algo así como la parte irracional de su personalidad.

Al comienzo de la novela, Dean es el héroe de toda la pandilla, la que constituiría la llamada “Generación Beat”. Los hombres –entre ellos, Sal Paradise- lo admiran y las mujeres se enamoran a su paso: todos sucumben al hechizo de su encendida personalidad. Sal se esfuerza por seguirlo, por agradarle, busca su atención porque lo idolatra. Poco a poco, va siendo testigo –a la vez que el lector- de la progresiva decadencia de Dean: de sus episodios violentos, sus cada vez más frecuentes arranques de locura, su particular visión del mundo que le acarrea más de un problema con la Justicia… A medida que avanza la historia, los encantos de Dean van perdiendo su efecto en sociedad, donde ya es reconocido casi oficialmente como un pobre loco y a menudo es rechazado por los que antes se llamaran sus amigos. Padece problemas de salud. Solo Sal se mantiene fiel, a pesar de ser consciente de sus debilidades: de idolatrarlo pasa a protegerlo, y es que En el camino es también la evolución de una amistad a lo largo de los años, la de Sal y Dean. Al final de la novela, cuando Sal cae enfermo en México con disentería, Dean lo abandona y regresa solo a Estados Unidos. Es el final de un ciclo.

Neal Cassady -Dean Moriarty- detenido en 1944
Neal Cassady -Dean Moriarty- detenido en 1944

Desde la imagen de Dean en el primer capítulo como “un Gene Autry joven […], un héroe con grandes patillas del nevado Oeste” hay una evolución hasta la imagen del último capítulo: “Y el pobre Dean, enfundado en el apolillado abrigo […], se alejó caminando solo”. En este último capítulo, Moriarty emprende un largo viaje del Oeste al Este de Estados Unidos únicamente para reencontrarse con Sal. Pero este ya tiene una vida hecha y no cede, como en otras ocasiones, a la llamada de Dean, que es la llamada de la locura, la llamada de la carretera.

Dean Moriarty es el personaje detrás del cual se esconde Neal Cassady, el benjamín de la Generación Beat que fue, sin embargo, icono e impulsor de toda ella. Cassady, al igual que Moriarty, llevó una vida de excesos y aventuras y falleció joven, a los 41, a causa de una sobredosis de barbitúricos.

Al concluir la obra maestra de Kerouac, he comprendido por qué se trataba del libro favorito de Jim Morrison, mítico líder de The Doors con pretensiones de poeta beatnik. Morrison tampoco fue capaz de vivir una existencia mínimamente ordenada: igual que Moriarty, sentía de cuando en cuando la llamada de la locura, de la carretera. Se enamoraba apasionadamente y él mismo iba enamorando a todo aquel que le escuchaba. No conocía límites, era espontáneo hasta extremos inquietantes y no respetaba ninguna regla. Con el paso de los años, sus excesos lo convirtieron en un alcohólico que era rechazado por los mismos que antes habían bailado a su alrededor. Una persona desequilibrada, temida por sus cada vez más frecuentes raptos de locura y de violencia, digna de compasión. Jim Morrison viajó hacia una decadencia similar a la de Dean/Neal, pero con una muerte más temprana, acaecida a los 27… Jim y Dean, dos estrellas caídas que no supieron conservar su fulgor.

Jim Morrison, detenido en 1963
Jim Morrison, detenido en 1963
Jim Morrison, detenido en 1970
Jim Morrison, detenido en 1970

Kurt Cobain, el ángel de la muerte

Kurt Cobain en los noventa
Kurt Cobain en los noventa

De cejas rectas, facciones suaves, casi angelicales; mirada dulce y azul, cabello rubio y desgreñado, barba incipiente; poseía un aura de tristeza rebelde que arrastraba desde la infancia y una voz vibrante y desgarrada que le convertiría en una de las grandes figuras del rock de todos los tiempos. Así era el líder de Nirvana, la banda creadora del género grunge que surgió en 1987 y en sus escasos seis años de actividad revolucionó el panorama musical internacional.

Kurt Cobain nos mintió en aquella canción, “Come as you are”, en la que aseguraba con vehemencia: “And I swear that I don’t have a gun”…

Por mucho que lo jurase, sí que tenía un arma: la escopeta que utilizó para suicidarse, de un tiro en la cabeza, el 5 de abril de 1994, hace ahora veinte años. Al menos, a esa conclusión llegaron las investigaciones oficiales, después de que su cadáver fuera hallado en un charco de sangre por un electricista que debía visitar esa mañana el domicilio de Cobain.

El joven había cumplido los 27 hacía apenas dos meses, por lo que se le suele incluir como parte del funesto “Club de los 27”, a pesar de que entre él y el último gran integrante, Jim Morrison, existe un determinante abismo de más de veinte años –Morrison falleció en 1971- que eliminaría cualquier tipo de conexión. En lo que sí se parece al resto de desdichados miembros del “Club” es que su muerte –como la de toda gran estrella de rock, por otra parte- aparece envuelta en un halo de misterio y condimentada por diversas teorías conspiratorias.

Kurt Cobain en 1994. Fotografía de Youri Lenquette
Kurt Cobain en 1994. Fotografía de Youri Lenquette

Sin embargo, en el caso de Cobain, las sospechas poseen una base más real. Ciertamente, siempre había tenido tendencias suicidas y, en el momento de su muerte, su adicción por la heroína era patente. Pero las circunstancias que rodean el hecho resultan, en cierto modo, inquietantes. La esposa de Kurt desde 1992, la cantautora Courtney Love, líder de la banda Hole, encabeza la lista de sospechosos en caso de que no se tratara de un suicidio, sino de un asesinato. Como se hizo público posteriormente, en 1994, Cobain pretendía divorciarse de ella y conseguir la custodia completa de la hija de ambos, Frances Bean que, con sus escasos dos años de vida, había vivido ya un proceso de desintoxicación a causa de su nacimiento con síndrome de abstinencia, provocado por el consumo de drogas de su madre, que se mantuvo durante el embarazo.

Existen múltiples pruebas en contra de la teoría oficial del suicidio. Las más destacables son la sobredosis de que Cobain era víctima en el momento de su muerte, que le hubieran impedido apretar el gatillo o realizar cualquier tipo de acto consciente, y el hecho de que no fueran halladas huellas dactilares en el arma del crimen.

Kurt Cobain y Courtney Love con su hija Frances Bean
Kurt Cobain y Courtney Love con su hija Frances Bean

Como suele ocurrir, la polémica en torno a su fatídica muerte ha velado otros datos asombrosos de la faceta artística de Cobain, como sus influencias literarias. Entre ellas, destaca la de William S. Burroughs (1914-1997), poeta perteneciente a la Generación Beat con quien mantuvo un encuentro en 1993, pocos meses antes de morir. El escritor, cuyo centenario de nacimiento se cumple precisamente en 2014, contaba entonces 83 años y destacó de aquella reunión «la expresión moribunda de sus mejillas». Según él, cuando Kurt fue a visitarlo a su domicilio de Kansas en octubre de 1993, «ya estaba muerto».

Cobain idolatraba a Burroughs, hasta el punto de haberle pedido protagonizar el videoclip de «Heart-Shaped Box«, un tema perteneciente al álbum In Utero -algo a lo que el viejo poeta se negó-. Burroughs era el autor de Yonqui, la novela de 1953 que trataba sobre la drogadicción y que se convirtió en el libro de cabecera de Kurt Cobain.

Kurt Cobain y William S. Burroughs en octubre de 1993
Kurt Cobain y William S. Burroughs en octubre de 1993

Kurt Cobain no sólo revolucionó el panorama musical con su banda Nirvana, sino que además se constituyó como uno de los grandes impulsores del estilo denominado «grunge» que tanta presencia tendría en la década de los noventa: vaqueros rotos, zapatillas Converse desgastadas, rebecas gruesas de lana y camisetas sueltas que, en conjunto, ofrecían una imagen desenfadada y no por ello carente de glamour.

Hoy todo, desde las oscuras letras de Nirvana hasta la propia tristeza reflejada en la mirada de Cobain y tan bien señalada por Burroughs, nos conducen a asociar al joven autor de «Smells Like Teen Spirit» con la muerte, convirtiéndolo en una suerte de mártir del rock, en una estrella caída antes de tiempo, un ángel rubio guillotinado por sus propias sombras.

Kurt Cobain en los 90
Kurt Cobain en los 90