Jim Morrison, jinete en la tormenta

There may be a time when we’ll attend Weather Theaters to recall the sensation of rain.

Jim Morrison, The Lords

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Jim, como aquellos niños enloquecidos de “The End”, también esperaba la lluvia de verano. El verano: la estación insaciable que contiene mundos en sus goznes. Los besos son entonces tan pálidos; el cielo, tan azul. Hay un rumor de desiertos en el pavimento.

La lluvia de verano podía llegar también en invierno. Era la constatación del final de una puesta en escena, la arteria salvaje que podría salvarlo. El amor… El amor no. Pero sí la lluvia. Una lluvia irreal, una tormenta en la que quiso ser jinete.

Jim nació un ocho de diciembre en la ciudad de Melbourne, Florida. Sus ojos tenían el color impreciso de la lluvia de verano. Su alma, loca y encendida, se moría por abandonar la civilización y bailar bajo compases chamánicos en las colinas. Cambió el desierto por los escenarios. Se enamoró de una cabellera que había empezado a arder antes de que el mundo fuera mundo, antes de que Jim persiguiera realidades en vasos inhumanos de vodka. Dicen que el fuego todo lo consume, incluso la lluvia de verano. Pero él seguía esperando ver llover.

Hemos venido al universo como meros espectadores. Lo contrario al baile serían unos ojos fijos en la tormenta que no termina de llegar. Como si en vez de exploradores fuéramos buscadores de irrealidades. Puede parecer lo mismo, pero no lo es. Jim odió a los voyeurs y abrazó la filosofía de Rimbaud, aquel niño loco y apasionado, cruel y espontáneo, que no esperaba la lluvia porque él mismo era la tormenta.

Jim Morrison fue un Rimbaud fuera de su tiempo. Menos brillante, menos lluvioso; pero él tampoco se conformaba con mirar. Ardió entre cabellos rojos y sórdidas bañeras parisinas y jamás volvió a contemplar diciembre, el mes en que sus ojos se invadieron de grises por vez primera.

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