Muy a menudo, gente de mi generación –veinteañeros- y de generaciones posteriores critica y se sorprende de mi afición por el flamenco y por la guitarra española. Extrañamente, existen muchos prejuicios en nuestra sociedad asociados al flamenco, al que he escuchado definir con los terribles adjetivos de “casposo”, “viejuno” u “hortera”. Entre los jóvenes de hoy, el flamenco es un género de público minoritario, igual que pueda serlo, por ejemplo, el rap. Pero mientras que el rap se asocia a valores positivos como la originalidad, la independencia y la rebeldía, los detractores del flamenco vinculan a éste con la imagen de una España conservadora, embrutecida, inculta.
La ignorancia, amigos, es muy atrevida. Para apreciar el flamenco hay que tener un condimento especial en la sangre, una chispita de lo que García Lorca denominó “duende”. Con esa pequeña predisposición, es fácil sentir que se te desgarra el alma con el punteo de una guitarra española, despertando un sentimiento indefinido que es posible localizar en el pecho. También influye bastante el haberse familiarizado con el género desde una temprana edad. En suma: cualquiera no es capaz de saber apreciar el flamenco.
Partiendo de esta idea, cuál no habrá sido mi sorpresa esta mañana cuando, inspeccionando la actual lista de éxitos de Spotify, he descubierto que el puesto nº 21 en España está ocupado por el tema “Entre Dos Aguas”, una rumba flamenca que en 1973 encabezó en nuestro país la lista de ventas. Su autor, Paco de Lucía, fallecía de un infarto en México hace menos de una semana, dejando al mundo huérfano del que sin duda puede considerarse uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos.
Paco de Lucía, nacido en Algeciras en 1947 como Francisco Sánchez Gómez, eligió su nombre artístico porque, en su infancia y adolescencia, para distinguirle del resto de Pacos de la vecindad, le añadían la coletilla “de Lucía”, que era como se llamaba su madre. El padre de Paco, Antonio Sánchez Pecino, era, además de frutero y vendedor ambulante, guitarrista. A menudo actuaba en tablaos y fiestas, y tenía muchos contactos en el mundo del flamenco. Fue él quien incitó a sus hijos a aprender los fundamentos de la guitarra española, consiguiendo que tres de ellos –Ramón, Pepe y Francisco, más conocidos como Ramón de Algeciras, Pepe de Lucía y Paco de Lucía- se convirtieran en virtuosos de este instrumento. Pepe y Paco formaron un conjunto flamenco llamado Los Chiquitos de Algeciras, del que resultó un álbum publicado en 1963. En su aprendizaje, Paco se nutrió de la sabiduría popular gaditana, de figuras como el célebre Niño Ricardo, uno de los guitarristas más famosos de su época.
Estos son los humildes orígenes de quien llegaría a considerarse uno de los grandes renovadores del flamenco, que llevó el género allende los mares, que inventó técnicas únicas –como la alzapúa en una cuerda y el rasgueo de tres dedos- y mezcló la guitarra española tradicional con ritmos como el jazz, la bossa nova o la música clásica. Paco de Lucía llegó a actuar junto al célebre guitarrista mexicano Manolo Santana, y fue descrito como el auténtico maestro de su instrumento por figuras tan legendarias como Mark Knopfler o Keith Richards. Con 35 álbumes a sus espaldas, a lo largo de su carrera recibió premios tan importantes como el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 2004 o el Nacional de Guitarra de Arte Flamenco en 1992, además de dos Grammy latinos.

Llegados a este punto, he de hacer un inciso para regresar a la recepción del flamenco en nuestra sociedad. Si al principio de este estudio hablaba de las connotaciones negativas que gran parte de la juventud asocia a este género, acusándolo de “extremadamente popular”, otro error común consiste en contemplarlo como algo puramente intelectual. Me estoy refiriendo a ese tipo de público “cultureta” que asiste a tablaos pagando un dineral por la entrada, que contempla el espectáculo flemáticamente, como a través de un cristal, para más tarde realizar una fría crítica acerca de las técnicas usadas por el cantaor en cuestión. Pero apreciar el flamenco no es eso, sino emocionarse, vibrar con cada punteo de la guitarra, desangrarse, sentir escalofríos y un impulso arrebatador de salir a bailarlo, a pesar de no tener idea de cómo hacerlo.
No se pueden obviar las raíces populares del flamenco. No se puede ignorar que el mismísimo Paco de Lucía se crió en un barrio humilde de Algeciras, que Camarón de la Isla –otro ilustre gaditano- fue el penúltimo de ocho hermanos de una familia gitana con graves problemas económicos, que comenzó a cantar para llevar a casa algo de dinero. En Cádiz, una de las cunas por excelencia del flamenco, aún es posible descubrir, en la esquina o en la plazuela menos sospechada, auténticos y anónimos virtuosos de la guitarra española y del cante jondo. Este verano, en el pueblo de Chiclana, me topé con un pobre alcohólico al que iban echando de todos los bares, poco menos que un vagabundo, sin estudios ni apenas cordura que, sin embargo, cantaba flamenco como los ángeles. He ahí lo sorprendente, lo mágico de este género: esa mezcla brillantísima e indefinida entre las raíces más profundas del pueblo y lo que el poeta León Felipe, en su obra Ganarás la luz, denomina “un origen ilustre”.
La muerte de un maestro como Paco de Lucía ha revitalizado, repentinamente, el interés por el flamenco. “Entre dos aguas” llega a la lista de éxitos de Spotify, haciéndose un hueco entre la nueva de Bisbal y el bombazo de Miley Cyrus. Como ocurre en cualquier ámbito del arte, hay que esperar a que un genio muera para que una parte de la sociedad se interese por él. Pero no nos quedemos en la superficie: buceemos por la obra de Paco de Lucía, tratemos de familiarizarnos con el flamenco. Es una delicia escuchar cantar a Camarón con acompañamiento de Paco de Lucía, en la época que ambos grababan discos juntos, a menudo también con Tomatito, otro famoso guitarrista andaluz. Para ejemplificar esta magistral colaboración, contamos con joyas musicales como Potro de rabia y miel, el álbum de Camarón publicado en 1992. La unión de Paco y Camarón, que habían llegado a ser amigos íntimos, concluyó cuando el segundo, que llevaba una vida desenfrenada, abandonó a su productor, que no era otro que el padre de Paco, el guitarrista Antonio Sánchez Pecina. Sin embargo, Camarón y Paco siempre se complementaron, porque eran las dos caras del flamenco: la popular, la caótica, y aquella otra más académica, precisa, sin que estas características restaran emoción al resultado.