
Me voy con los ojos llenos de los acontecimientos de un siglo. Un siglo de horrores, de enfrentamientos, de dolorosísimas separaciones, de hechos que habitan en mis bosques interiores y en los que, casi a mis noventa y cuatro años, aún puedo caminar sin perderme en su frondosidad. Pero no me quiero ir. No quiero morirme. Sigo sin querer morirme. ¿Por qué tengo que morirme? Todavía me retienen muchas cosas, muchos atrayentes sabores que no quiero dejar de percibir.
El año 2000 ya está ahí, casi lo estamos tocando. ¿Será posible que me abra sus puertas? […] Tiempo. Tiempo. ¿Por qué no hay más tiempo…? Mujeres que habéis pasado presurosas por mi vida, cercanas o lejanas ya, hermosas siempre, por encima de los días, de la crueldad del tiempo y del olvido. No adivino ya vuestros rasgos cuando atravesáis mi, todavía, encendido jardín. Pero siempre seréis un delicado y silencioso recuerdo en las páginas de mi perdida arboleda… Todo en mí sigue latiendo. Amo todo aquello que siempre amé, sin advertir la sorpresa de los que ya me contemplan como un árbol centenario al que le crujen las ramas e imaginan sin savia en las venas. Pero pienso, una vez más, en Anacreonte, en la edad del atrayente mar y de las sirenas, en la del incesante viento que a través de los siglos se enreda en el cabello dorado de las muchachas…
Rafael Alberti, La arboleda perdida
Con estas palabras se despedía Alberti en el último capítulo de sus memorias. A sus casi noventa y cuatro años aún gritaba, en un alarde de insolencia y lirismo, que no quería morirse. Esto no ocurriría hasta tres años más tarde, el 28 de octubre de 1999. Finalmente, no cruzó el umbral del nuevo siglo: nació con el XX y se fue también con él. Hoy, cuando ya llevamos quince años sin él, el mar de Cádiz todavía conserva el color de sus ojos y, dispersos por aquellas playas, los recuerdos de su infancia, adolescencia y vejez suspiran entremezclados con el viento de levante.
Alberti no fue, como tantos dicen, el poeta de la alegría, de la frivolidad, del neopopularismo. Alberti fue una paloma equivocada, un estandarte de nostalgia perdido en un siglo en el que nada permanecía, en el que todo giraba en un constante devenir heraclíneo y sus versos, como lágrimas saladas, murmuraban con ingenuidad que nada era lo mismo.
Nada era lo mismo, pero seguía siéndolo en su corazón. El Puerto de Santa María, cuajado de azules y blancos, que se vio obligado a dejar en 1917. El Madrid de la República donde halló su identidad política, sus amigos, su personalidad poética; arrasado por las bombas de la Guerra Civil. España sola, peregrina, viajando hacia otro continente para escapar del yugo totalitario del franquismo. Su “Buenos Aires querido”, que diría Carlos Gardel, donde nació su hija Aitana, aquella que fue bautizada en recuerdo a la sierra alicantina que avistaran él y María Teresa desde el barco que los conducía al exilio: la última visión de su más tarde añorada España. Punta del Este, y también Roma, esa Roma humilde y entrañable que nacía en el barrio popular del Trastévere, con sus automóviles enloquecidos y sus gatos invasores. Todos estos paisajes resurgen con asombrosa fuerza en sus versos últimos, aquellos que escribió al regresar a España, a esa España que ya no reconocía.
Como ya confesé en mi artículo Una deuda con Rafael Alberti, él es el poeta de la Generación del 27 que siento más cercano; en gran medida, porque yo tenía diez años cuando él murió. Tengo recuerdos extraños, como el de aquel profesor del instituto que lo pasó por alto en el temario, limitándose a decir que “de joven era muy guapo, pero de viejo se dejó el pelo largo para parecer un bohemio”. En ese momento, deseé levantar la mano y pedirle que nos explicara su poesía, pero la timidez pudo conmigo. Hace tiempo, soñé que iba con él en un autobús que se dirigía a la Avenida de los Sueños Olvidados, donde nos reuniríamos con García Lorca, que nunca había muerto. Rafael llevaba el cabello níveo cubierto por su sempiterna gorra marinera y hablaba conmigo con alegría y naturalidad. Tenía frente a mí al único poeta capaz de gastarse la recompensa de un Premio Nacional de Poesía en invitar a helados a toda la gente con la que se cruzara, y aquel que consideraba que dormir es una pérdida de tiempo.
Yo estoy de acuerdo contigo, Rafael: también soy de las que duermen lo menos posible. Aunque solo en sueños podemos regresar a los lugares en los que el calendario ha construido una barrera infranqueable, y hablar con personas devoradas por las oscuras aguas del Tiempo…

me gusta…!!!!
me gusta mucho…!!!