The show must go on.
Inside my heart is breaking,
my make-up may be flaking
but my smile still stays on.(Freddy Mercury)
“Ganarás la luz”, decía aquel verso de ese buhonero de palabras, de ese titiritero de lunas que fue León Felipe. Y hoy más que nunca me empeño en creerlo, en convencerme de que un día podré abrazar la luz. Ni siquiera el dolor más profundo y devastador es capaz de paralizar el universo. Me sorprende a menudo esta cotidianidad inadmisible que nos devora: el estudio apremiante con las oposiciones a la vuelta de la esquina, la política y sus esperpénticos representantes, los crímenes de los que hablan los periódicos, la primavera y el verano y el otoño y otra vez el invierno, con su frío, que no es el mismo frío de siempre, sino otro distinto que se agarra al corazón, al que a veces llamamos con el nombre de “desamparo”. La Navidad y las cenas, las tardes de cine, las rebeldías crujientes del Retiro. El alumbrado navideño y personas felices con renos en la cabeza, riendo, bebiendo, soñando.
El universo se asemeja cada vez más a ese “Gran Teatro del Mundo” del que habló Calderón de la Barca en el siglo XVII, donde cada ser humano representaba su papel, que no terminaba hasta el final impuesto por la muerte. En aquel auto sacramental, Dios era el espectador e invitaba a la Cena Eucarística a todos aquellos que habían representado bien su personaje. Pero Dios no existe y no hay un más allá detrás de bastidores. Cada uno de nosotros hemos llegado para actuar y marcharnos, con o sin aplausos. Los aplausos, cuando se producen, tampoco duran demasiado, porque la obra continúa y seguimos caminando, aunque los cristales de nuestro propio corazón resquebrajado nos arañen la planta de los pies a cada paso.
Somos los protagonistas de nuestra propia obra. La gente pasa por nuestra vida y a veces compartimos una escena o varias, incluso algún acto completo. Pero los caminos se suelen acabar separando. La soledad es el destino más sólido del teatro.
He deseado tanto que me comprendieran, que se solidarizaran con mi dolor. Me he topado cien veces con la incomprensión, con la ausencia terrible de empatía, con el desprecio de algunos de los que más esperaba. He aprendido que el amor o la amistad no es, para muchos, más que una palabra. He sentido lástima por ellos, porque el amor, la capacidad de encariñarse, nos vuelve vulnerables, pero también humanos. Y esta ingenuidad, la mía, la vengo arrastrando desde hace tantos calendarios que por fin he entendido que no remitirá, porque forma parte de mi esencia. Pero ya no me lamento: la acojo y la abrazo, porque esta gran tragicomedia no sería más que un entremés si en el mundo no existiéramos los idealistas.
La clave, entonces, estriba en contar con una, dos, tal vez cuatro personas que amen con algo más que palabras. Actores en cuyo guión esté escrito que van a acompañarte en todos los actos. Que luchen como quijotes desasosegantes contra esa soledad inmóvil a la que aboca el teatro. Idealistas, desclasados, locos, que te ayuden a despegar de la oscuridad cuando la idea del amanecer parece una utopía. Y aquí otro secreto: algunos de los personajes que se marchan tras el fin de su actuación no acuden a ninguna cena divina, pero pasan a ocupar el papel de los soles y son la luz que León Felipe nos prometió que ganaríamos. Porque el amor —más allá de los nombres— no conoce distancias ni finales, calendarios o muertes. E irradia su calor incluso desde más allá del tiempo.
No voy a hacer balance de 2017. Pero sí agradeceré al azar ese “poco de azúcar”, que diría Mary Poppins, en forma de dos premios literarios y dos nominaciones, el nacimiento de mi querido ensayo albertiano y sus dos presentaciones —una en el Ateneo y otra en el mar de donde fue desterrado aquel marinero de tiempos—. Los hallazgos de Toledo, la noche inhabitada de Oviedo, la primavera de Aranjuez, el viento enloquecido —y enloquecedor— de Oporto, el fiel azul de Cádiz, que este año tenía sabor de ausencia. Barcelona y sus recuerdos, las segundas oportunidades, la familia de verdad. Los principios, una vez, en diciembre; la seguridad dibujada en unos ojos que llevan escrita la palabra “siempre”. La identidad de mi Alguien Más, al fin al descubierto. La luz, la luz esperando al otro lado de este pozo de sombras. La luz prometida y prometedora.
Que 2018 traiga algún amanecer. Mientras, el mundo puede continuar girando.
¡Maravilla del lenguaje: siempre está todo dicho y siempre está todo por decir! No es posible llegar al horizonte pero tampoco es posible suprimirlo.