
Por primera vez en varias semanas, dispongo de un rato para respirar, mirar algo más que no sea el temario de las oposiciones y asimilar los acontecimientos que me rodean. Por ejemplo, el hecho de que, desde hace dos días, soy Doctora Cum Laude en Literatura española, gracias a mi tesis Oscuridad y exilio interior en la obra de Rafael Alberti. Alberti, que hoy, 16 de diciembre, cumpliría 113 años.
Con mi tesis doctoral finalizada, termina un ciclo que empecé hace ya cuatro años. Tenía por entonces 22 y estaba comenzando el Máster de Literatura Española en la Universidad Complutense de Madrid, con el objetivo de poder iniciar, en el siguiente curso, mis estudios doctorales. A mis espaldas, una licenciatura en Periodismo que no me acababa de satisfacer. Me sentía todavía un poco perdida, pero comenzaba a encontrarme.
Mi primer trabajo de investigación para el máster no fue sobre Luis Cernuda, como cabría pensar viniendo de mí, sino sobre uno de sus compañeros de generación, Emilio Prados. Concretamente, me centré en su etapa surrealista. Podría haber continuado la investigación del máster en mi tesis doctoral, pero necesitaba un tema que, más que gustarme, me apasionara. Todo apuntaba, de nuevo, hacia Luis Cernuda. Por eso fue una sorpresa –especialmente, para mí misma- que finalmente me decantara por Rafael Alberti.
Y es que Cernuda ya ha encontrado su lugar en la crítica, la valoración que desde siempre se había merecido y que no ha obtenido hasta hace bien poco. Pero Alberti, tan célebre en los años setenta y ochenta, ha ido desvalorizándose progresivamente; en parte, debido a la ideología comunista que mostraba, que no a todos agrada. Es recurrente, también, juzgar toda la trayectoria del poeta por su primer poemario, Marinero en tierra, sin conocer su amplísima obra, que profundiza el multitud de corrientes, técnicas y géneros, y que resulta en todos los casos brillante. Estamos hablando de una de las voces líricas más importantes de la literatura española, el maestro de las imágenes poéticas, cuajadas de plasticidad y virtuosismo. En acertadas palabras del doctor Gaspar Garrote, miembro de mi tribunal, se trata “del poeta más representativo de la Generación del 27”. Es ahora, cuando podemos contemplar su obra completa desde una cierta distancia temporal, cuando deben publicarse nuevos trabajos que la revisen de forma global, que muestren nuevas perspectivas.

Y en gran medida, por todo esto elegí a Alberti como tema de mi tesis doctoral. Pero no he incidido en la visión tradicional del poeta como ser luminoso y alegre, visión a la que estamos acostumbrados. Hablé del Alberti más oscuro, del Alberti que se sentía exiliado del presente, cuyos versos nacían del desamparo y de la sombra. Y confieso que me he apasionado escribiendo. Hay quien me ha criticado, en la tesis, un uso excesivo de mi intuición a la hora de interpretar la obra albertiana, dejando más de lado el aspecto filológico. Me cuesta no implicarme en aquello en lo que profundizo. En la carrera de Periodismo, ya me pedían sacrificar mi subjetividad en los escritos y jamás lo conseguí –tampoco hice demasiado por conseguirlo-.
Pero es que no soy periodista ni filóloga; soy las dos cosas a la vez o ninguna. Creo que soy, por encima de todo, poeta –no sé si buena o mala; eso no viene al caso-, y mi propia subjetividad se impone. Me dice que, para poder interpretar la poesía, hay que sentirla: dejarla correr por la sangre, beberla a bocanadas, situarse en la piel de su autor. En este contexto, la filología es solo un instrumento más que nos ayuda al análisis, pero que en ningún caso debería sustituir a la intuición, al sentimiento. Precisamente, porque estamos hablando de poesía, el género literario que más depende de la sentimentalidad, del impulso emocional, de lo opuesto a la razón desnuda.
No ha sido fácil abrirme camino en el mundo filológico sin la carrera de Filología. He tenido que aprender mucho y compensar mis carencias con múltiples lecturas y horas de trabajo. Pero finalmente, lo he conseguido. Con esta perspectiva emocional, tan distinta del frío academicismo que a veces se exige. Supongo que eso es, a la vez, ventaja e inconveniente. No consigo diseccionar un poema sin diseccionarme a mí con él. Tal vez, es demasiado tarde para convertirme en filóloga… Tal vez lo sea ya.
O tal vez… “Tal vez no seré nada, y mi vida tendrá esa admirable gratuidad de las existencias perfectas”. Eso lo dijo Luis Cernuda. Cernuda, Alberti… Los dos se me antojan amigos muy cercanos a los que nunca he conocido, a los que siempre he conocido.

Cae la noche y se precipitan las familiares divagaciones. La luz del flexo baña de un aire meditabundo la mesa de mi escritorio. Rememoro mi sonrisa llenando los segundos posteriores a aquellas palabras: “El tribunal ha decidido, por unanimidad, concederle el Sobresaliente Cum Laude”. Empiezo a comprender que todo esfuerzo acaba dando su fruto, aunque a veces parezca que la niebla, esa niebla tan unamuniana, nos envuelva, impidiéndonos contemplar la luz del sol. Sí: todas las recompensas llegan. Pero el camino jamás termina.
Y hoy, en el 113º aniversario del nacimiento de Rafael Alberti, todavía quedan muchas metas que conquistar, hasta que su poesía ocupe en la crítica el lugar que se merece.
Muy hermoso, Marina. La pasión, que no la verdad, nos hará libres. Espero vivamente leer esa tesis. Cordiales saludos.
Muchas gracias, José Luis. Espero poder publicarla pronto. Un abrazo.
«No consigo diseccionar un poema sin diseccionarme a mí con él.» Qué gran definición para distinguir la diferencia (y complementariedad) entre el filólogo y el poeta.
Gracias, José María. Algunos, que somos unos sentimentales…
Enhorabuena Marina.
Cuenta, desde ya, con un lector.
¡Muchas gracias, Fernando!