Portada de Mi nombre de agua, publicado en Ediciones de la Torre, 2016
Seguimos recordando los devenires de mi segundo poemario durante el mes de junio. Hoy quiero aludir a la presentación que tuvo lugar el pasado viernes 24 de junio en Madrid: una velada memorable, a pesar de que se cernía sobre mí la terrible sombra de las calificaciones del examen de oposición, que presentía -y no me equivocaba- funestas. Pero su proximidad no logró ensombrecer lo que se convirtió en una de las noches más bonitas de mi «carrera» literaria, gracias a las personas que me apoyaron y me transmitieron, con su presencia y su entusiasmo, la fuerza que necesitaba.
Fue en el precioso Pabellón del Espejo, en el Paseo de Recoletos. Allí ya había presentado en 2014 mi primer poemario y había quedado fascinada por el espíritu lírico, romántico, que desprendía, con su estilo art decó armonizado con las preciosas cristaleras. Los camareros, además, no podían ser más amables y solícitos con nosotros.
En la mesa, me acompañaron el editor, José María de la Torre -que ha vuelto a depositar su confianza en mis versos al publicarme Mi nombre de agua– y Eduardo Pérez-Rasilla, profesor de literatura de la Universidad Carlos III de Madrid. Su asignatura fue una de las únicas por las que no me arrepiento de haber estudiado Periodismo. Eduardo, con su sabiduría y su maravillosa capacidad para bucear por las aguas turbulentas de la literatura, hizo un análisis completo de mi obra, acertando plenamente respecto a su esencia.
Además conté con el inestimable acompañamiento musical de dos grandes de la guitarra eléctrica: Juan Casado y Álvaro Gabaldón, integrantes de la banda de rock The Vagus Group, y la ayuda técnica de Jacinto, trabajador del CEIPSO Tirso de Molina.
Entre el público asistente había familia, amigos cercanos, amigos más lejanos cuya presencia me sorprendió maravillosamente y conocidos interesados en mi libro. Hubo poetas y lectores de poesía; hubo personas a las que no les fascina la lírica, pero estuvieron allí por el aprecio que sienten por mí. Me sentí muy arropada y me encantó que el público disfrutara con el recital, porque la mayor aspiración de cualquier escritor es la de transmitir algo a quienes lo leen, a quienes lo escuchan: «Su canto asciende a más profundo cuando, abierto en el aire, ya es de todos los hombres» (Rafael Alberti).
Os dejo unas fotografías del acto tomadas, en su mayoría, por Javier Lozano, y por otros amigos que estuvieron presentes y tuvieron la amabilidad de enviármelas:
Y por último, una serie de vídeos de algunos poemas de la obra que recitamos a lo largo del acto, grabados por Javier Lozano:
En la madrugada del 3 de julio de 1971, una estrella fugaz llamada Jim Morrison moría en una bañera de París, víctima de sobredosis. Eso nos dice la versión oficial. Alrededor de ella pululan, como elementos propios de novela negra, una novia heroinómana, histérica y controladora; un camello, miembro de la nobleza en decadencia, que era amante de la novia -además de ser la persona que suministró la dosis de droga mortal a otra gran estrella: Janis Joplin-; una amenaza de cárcel desde América; un médico con un historial un tanto turbio que fue el único, además de la novia, que vio el cadáver de Morrison…
La leyenda que gira en torno a la muerte del cantante de The Doors se halla envuelta de una complejidad que roza lo lírico. Por detrás del icono sexual en decadencia se ocultaba un poeta heredero de las enseñanzas suicidas de Rimbaud: una figura que me ha fascinado desde siempre.
En mi primer poemario, Los despertares, Morrison ya aparecía conversando con Alicia, tomando el té con el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo. En mi segunda obra, Mi nombre de agua, no podía menos que dedicarle un poema, que es el que a continuación reproduzco:
Jim Morrison en 1970
Jim Morrison
Te busco en la otra orilla,
a la que todavía no he cruzado.
Y tú en el escenario, como una mancha aguda
de heliotropos sanguinolentos.
Y tú como una sombra,
como una noche negra que persigue su fin,
viajando a la deriva en tu navío de cristal;
asesinando una botella
con tus ojos ensoñadores
del color de diciembre.
Me miras desde camisetas desteñidas
que se sumergen en el metro,
que no entienden de amaneceres en ruinas
mezclados con alcohol y con cabellos rojos;
me miras,
pero no basta con mirar el mundo:
hay que agitarlo violentamente hasta que estalle,
hasta que se desate el trueno,
porque ninguna historia acaba
si no es con la tormenta.
Te busco en la otra orilla.
Al fin he comprendido lo que tú pensaste:
que todos los futuros viven al fondo
de una bañera en la que naufragar a medias,
morir solo una pizca, rendirse y resistir
desde lo alto o desde aquellas galerías
de inframundos cansados de esperarte.
Miro la noche
sin agitarla
y en azoteas de papel maché
refulgen unas notas de tu color chamánico y obsceno;
bailan las madrugadas como inframundos dóciles
que acariciaras con tu voz; sueñan desde la lluvia
multitud de mujeres de rostros arrugados
como la máscara implacable
de aquel viejo piel roja
que se quedó a vivir en tus mejillas.
La misma sangre muerta
que ascendía despacio por tus huesos
y te ahogaba en Venice
y te llenaba de gaviotas el esófago
me amenaza con desbordarse
desde edificios monolíticos
y terrones de azúcar
flotando por la tierra de soledades de café
que habitó en tus cabellos.
No teñiré de rojo mi melena
en una vaga crisis de sonambulismo
para esperar a medias esa muerte truncada
donde se acuna tu recuerdo.
No llamaré a Rimbaud para hacer de mi vida,
de esta vida, una llaga de lluvia
en este mundo estremecido
por la radiografía del relámpago.
Soy la vulgar espectadora
en el cine angustiado de tus versos:
soy quien te olvidará día tras día
mientras invoca la tormenta.
Marina Casado, Mi nombre de agua (Madrid: Ediciones de la Torre, 2016)
El término “agujero de gusano” se define como un atajo a través del espacio y del tiempo: una “puerta” que te teletransportaría al pasado o al futuro de manera inmediata. Se trata de un concepto puramente científico, pero lo que la otra noche vivimos en el Estadio Vicente Calderón fue lo más cercano a un agujero de gusano que conoceré, y sin que la ciencia interviniera en modo alguno. Porque a veces el arte –la literatura, la música– es capaz de derrumbar por sí mismo las barreras del tiempo.
Con mi hermano en el estadio Vicente Calderón, antes del inicio del concierto
Ese jueves, junio nos contemplaba con sus ojos de recién nacido desde las nubes que se iban arremolinando en el techo de la tarde. El estadio se llenaba lentamente, en mitad de una algarabía alegre y de una profusión de camisetas de los Cuatro de Liverpool, de todos los tamaños, colores y modelos inimaginables. Porque el concierto era de Paul McCartney, pero la mayoría íbamos a ver a los Beatles.
Para una gran parte del público, McCartney –los Beatles– constituía una parte de su juventud. Para el resto, era un mito perteneciente a un pasado musical glorioso al que se nos permitía asomarnos, durante una sola noche. Por ello el público resultaba tan heterogéneo.
Tras la actuación insípida de un disc jockey que se limitaba a ponerle fondos funky a canciones de Lennon y que nos hizo desear con más fuerza el inicio del concierto, apareció Paul McCartney, a cuestas con su leyenda, tras doce años sin pisar España. Anochecía. Paul, para mí extraño sin su peinado a tazón de los primeros sesenta, lucía una camisa blanca, chaqueta y vaqueros. Todo muy british, muy formal, muy de estrella pop momificada por la fama y por los millones. Nos esperábamos una vieja gloria de 74 años cansada, nostálgica y deliciosamente decadente.
Pero entonces, comenzó a cantar “A Hard Day’s Night” y se desató el hechizo.
Los Beatles al inicio de su carrera. A la izquierda, un joven Paul McCartney
Año 1964. Allí estábamos, de pronto. Antes de la época del LSD y de las muchachas con ojos de caleidoscopio planeando por cielos de mermelada. Antes de los Doors, de los Moody Blues, de Jefferson Airplane. Antes del Verano del Amor y de las drogas de diseño. 1964. John, Paul, George y Ringo, enfundados en sus trajes idénticos, con aquellos peinados repelentes y su imagen de “niños buenos” para diferenciarse de los Stone, tan gamberros, tan rompedores. Brian Epstein les dijo que los vaqueros no eran adecuados para sus actuaciones; tampoco comer pollo en el escenario. 1964 y todo el futuro por delante. La historia del rock, la que ellos estaban forjando sin saberlo.
Cambio de década, de paisaje, de recuerdos no vividos. McCartney, con su rostro amable de bulldog envejecido, se trasladaba a su papel de solista con su tema “Save Us”. Ya escribí anteriormente que Paul siempre será mi Beatle favorito, pero es que Paul fue más que un Beatle, después de romper de mala manera con Lennon –ambos actuaron cegados por su amor: John por el de Yoko y Paul por el de sus preciados millones–. Después McCartney continuó sorprendiéndonos con obras maestras como Ram y dando forma al vuelo de Wings, de la mano del antiguo guitarrista de los Moody, Denny Laine, y de su primera esposa Linda, a la que conoció siendo ella fotógrafa, allá por 1967.
Paul y Linda McCartney en los tiempos de Wings. 1975, foto de James Fortune
Se desplegaron también las alas de Wings la otra noche, en el Calderón, con éxitos de la talla de “Letting Go”, “Band On The Run” o “Live And Let Lie”, que atronó entre fuegos artificiales y unas imágenes del Palacio de Westminster en mitad de una explosión que habrían hecho las delicias de Guy Fawkes. Dedicó a Linda el precioso tema “Maybe I’m Amazed”, y otro a su esposa actual, Nancy Shevell. En tributos no se quedó corto, porque también lo vimos rodearse de símbolos hippies en homenaje a John Lennon –la hipocresía, en estas ocasiones, puede perdonarse– para cantar “Give Peace A Chance”. Aunque el más emocionante, fue, sin duda, el de Harrison, en el que un polifacético McCartney, armado con un ukelele, nos deleitó con uno de los temas más memorables de los Beatles: “Something”.
Otras canciones de aquel grupo que cambiaría para siempre la historia de la música se elevaron en el aire nocturno del Calderón. Aparecieron los primeros Beatles, pulcros y políticamente correctos, en “Can’t Buy Me Love”, “We Can Work It Out”, “Love Me Do”… También esos otros más artistas, creadores de “The Fool On The Hill” o “Being for the Benefit of Mr. Kite!”. El público vibró con “Hey Jude” y se apagó misteriosamente con una canción de calidad superior, en mi humilde opinión, como es “Let It Be”. Todos nos desatamos en el desenfado circense y dadaísta de “Ob-La-Di, Ob-La-Da y volamos en avión con “Back in the URSS”. En el siglo XXI, la iluminación de los móviles ha sustituido a los antiguos mecheros en los conciertos, pero se encendieron todos, dibujando un manto plateado en el estadio, en los temas más románticos de McCartney, aquellos que le convirtieron en mi preferido, de los cuatro: “Here, There And EveryWhere”, “And I Love Her”…
No podía perdonar que se saltara “Michelle”, mi tema preferido; pero supo compensarlo bien con aquel “Eleanor Rigby” de violines y soledades líricas, insólita obra de excepcional belleza en la historia del rock. Terminó con el “The End” que también puso fin, en 1969, al álbum de Abbey Road.
Paul McCartney durante el concierto. Fotografía de El País
Al concierto no le faltó nada, ni unas notas inusuales de modernidad –con “Four Five Seconds”, el tema que canta Paul con Rihanna y Kanye West– ni una extravagante pedida de matrimonio en mitad del escenario con el ex Beatle como oficiante del acto. McCartney, guasón y experimentado, talentoso al piano y a la guitarra, no flaqueó ni por un momento, demostrándonos que sigue siendo el mismo genio musical.
Sí; los agujeros de gusano existen y la ciencia no es estrictamente imprescindible. Ese jueves, pudimos ver a los Beatles. Nunca imaginé que escucharía en directo “Yesterday”, una de las primeras canciones de las que me enamoré en mi infancia; pero allí estábamos. Paul tenía la voz más ajada que en sus tiempos de peinado a tazón y muchas más experiencias en el bolsillo. El siglo XX lanzaba sus destellos en esa maravillosa, rota en ocasiones. Y Brian Epstein ya no podía reprenderle por llevar pantalones vaqueros en el escenario.
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……………
Sí, tengo el examen de oposiciones a la vuelta de la esquina, pero McCartney tiene derecho a paralizar el tiempo, por una noche, a refrescar mi pobre y abandonado blog. Porque una cosa así ocurre una vez en la vida. ¡Volveremos pronto a leernos!
David Bowie, el Camaleón del rock, ha muerto tantas veces, y tantas otras ha renacido con distinta piel, que todavía algunos esperamos que hoy, en las redes sociales, irrumpa la súbita noticia de que el Duque Blanco ha regresado, reinventado y transformado en una nueva personalidad mística y prometedora, marginal y brillante, para seguir creando universos de música con su voz extraña y genial que permanece por debajo de todas las máscaras.
Como aquel Ziggy Stardust de comienzos de los setenta, que ya había perdido la pista galáctica del Mayor Tom y ahora informaba a la Tierra de la existencia de un Hombre de las Estrellas que, desde allí, tocaba un jazz cósmico para anunciar su llegada. ¿No sería también otro de los muchos Bowies? A Ziggy el mundo se le quedaba pequeño y, por eso, no tenía ningún escrúpulo a la hora de venderlo o de preguntarse desesperadamente si existiría vida en Marte, e imaginaba la cara de susto que pondrían los hipotéticos marcianos si descubrieran una civilización tan moralmente decadente como la nuestra, en la que Mickey Mouse se convierte en vaca y los marineros se pelean acaloradamente en las pistas de baile.
Las pupilas asimétricas de Bowie
Desde la inquietante pupila extraterrestre de Bowie, el mundo adquiría estos y otros tintes surrealistas. Por ahí nos intentan arrebatar el romanticismo de la historia revelándonos que su pupila, eternamente dilatada, era en realidad consecuencia de un mal golpe que recibió en su infancia por parte de un compañero de clase con el que competía por las atenciones de una chica. Yo no me creo esa versión y prefiero pensar que Bowie estaba en la Tierra de paso y que, debido a eso, siempre cantó situándose desde desde fuera, desde el punto de vista de un ser, en parte, marginado, sabio y con una mirada distinta que reflejó en sus canciones.
Prueba de que el rock es algo más que mucho ruido con ritmo, era el talante profundamente intelectual de Bowie, que declaraba ser capaz de leer hasta ocho libros al día, y que plasmó todo un universo literario en sus canciones. Hay que destacar, en este sentido, su álbum Diamond Dogs (1984), bautizado así en honor a la conocida novela de George Orwell Rebelión en la granja. Las letras, sin embargo, hacen referencia a la otra gran obra de Orwell: 1984, en la que el autor británico presenta una distopía en la que un terrorífico «Gran Hermano» controla el mundo. El destino de la civilización, como vemos, era una preocupación constante en Bowie.
Bowie fue un intelectual, amante de los libros
Y es que bajo las máscaras de trajes espaciales, tintes chillones y todas aquellas decenas de personalidades vistosas con las que se fue vistiendo, el rey del glam rock escondía todavía a un niño de nueve años que sorprendía a sus profesores con sus habilidades para el baile y para la música, en general. David Jones, el adolescente que, a los quince años, fundó su primera banda con unos compañeros de clase, que tenía ya claro que quería convertirse en una estrella pop. Lo que consiguió fue mucho más, porque hoy es considerado un auténtico icono de la cultura del siglo XX –y del XXI- que incluso completó su carrera con célebres interpretaciones cinematográficas –Twin Peaks, The Hunger, Labyrinth, The Prestige…-. Jones, convertido ya en Bowie, nos dijo en 1977 que todos podemos ser héroes por un día, aunque en realidad se refería a “para siempre”, y así lo interpretamos.
Hace apenas tres días, el mundo celebraba el 69º cumpleaños del atemporal, andrógino Bowie, que daba a luz un álbum, el vigésimo quinto en su carrera, titulado Blackstar. La prensa, maravillada por su calidad artística, ahora lo califica como “su testamento musical”. Y es que, envuelto en la enigmática intuición de la que siempre hizo gala este dandi interestelar, las canciones del disco se encuentran plagadas de referencias a la muerte. “Lazarus” -¡curioso nombre!-, el oscuro e inquietante sencillo, está narrado desde el más allá, y en el videoclip contemplamos a un envejecido Bowie agonizando sobre una camilla, con los ojos vendados. Tal vez, preveía ya su destino fatal en el momento de escribir el tema, pues se dice que llevaba año y medio luchando contra el cáncer.
Los múltiples Bowies
David Bowie, aclamado Hombre de las Estrellas, hoy el mundo trata en vano de establecer contacto contigo. Te imaginamos allá, en una suerte de mundo galáctico que siempre te ha pertenecido, viendo girar de lejos la Tierra como una diminuta naranja de color azul. Extraviada la señal, sobreviene un vacío sin estrellas. Pero la profecía de Don McLean, aquella que amenazó con cumplirse cuando perdimos a Lou Reed, continúa sin hacerse realidad. Hoy tampoco será recordado como “el día en que la música murió”. Tu música permanece más viva que nunca, colonizando corazones y galaxias, y tú, viajando en ella.
Hasta siempre, Duque Blanco. Que nuestro adiós alcance a cada una de tus personalidades dormidas en tu sepulcro estrellado, tejido de infinitos.
El 8 de diciembre de 1943, hace ahora 72 años, nacía en Melbourne James Douglas Morrison, que pasaría a la Historia como Jim Morrison, líder y vocalista de una de las bandas más esenciales del rock internacional: The Doors. En artículos anteriores, ya he profundizado en su faceta de poeta, menos célebre que la de estrella del rock y, sin embargo, aquella en la que Jim se sentía más cómodo.
Los biógrafos de Morrison suelen coincidir en que se convirtió en cantante por mera casualidad: una oportuna conversación con su compañero de carrera Ray Manzarek, que descubrió en los poemas de Jim un material excepcional para añadirle una base rockera y construir, en torno a ellos, una banda de estilo psicodélico, acorde con las nuevas tendencias musicales que comenzaban a aparecer.
Yo misma he sostenido esa hipótesis acerca de que fue la casualidad la que condujo a Jim a los escenarios; pero ahora, después de haberme adentrado mucho más profundamente por las apasionantes sendas del rock de los sesenta, me corrijo: en aquella época, el rock y la literatura caminaban de la mano y resultaba difícil separar uno de la otra. Y así, nos encontramos con las dos caras de la moneda: el rock hecho literatura en la Generación Beat de los cincuenta, y la literatura hecha rock en las míticas bandas de la segunda mitad de los sesenta: The Beatles, The Velvet Underground, Jefferson Airplane… Y, por supuesto, The Doors.
The Doors: Jim Morrison, Robby Krieger, Ray Manzarek y John Densmore
Como he dicho, la materia prima de las canciones de The Doors la constituían los poemas escritos por Jim Morrison. Exceptuando unos pocos temas compuestos por Robby Krieger –circunstancia que se hace notar en la menor calidad lírica-, todos parten de la poesía de Jim. Y entremezcladas con sus versos, multitud de referencias literarias y cinematográficas que reflejaban el inmenso bagaje cultural del vocalista.
Podríamos dedicar todo un libro para recoger las múltiples referencias e inspiraciones halladas en las letras de The Doors, pero hoy quisiera centrarme en un tema en concreto; uno de los que, en mi opinión, presenta una mayor intensidad lírica. Se trata de la canción “L. A. Woman” –“Mujer de Los Ángeles”, incluida en el álbum que lanzaron en 1971, el último que grabó la banda en vida de Jim Morrison –fallecería tres meses más tarde, en París-, que lleva el mismo título que la canción y que apuesta claramente por la mezcla del rock con el blues.
El tema “L. A. Woman” fue compuesta por Jim Morrison para Pamela Courson, con quien mantendría una inconstante y tormentosa relación desde los veintidós hasta los veintisiete años, cuando murió junto a ella en París. También es un canto a Los Ángeles, ciudad que Morrison amó hasta el fin de sus días. Veamos la traducción de la letra:
Bueno, llegué a la ciudad hace casi una hora. Me di una vuelta para ver de qué lado soplaba el viento, por donde están las chicas, en sus bungalows de Hollywood. ¿Eres una damisela afortunada en la Ciudad de la Luz o solo otro ángel perdido?
Ciudad de la noche, ciudad de la noche, ciudad de la noche.. Mujer de Los Ángeles, mujer de Los Ángeles, mujer de Los Ángeles, tarde de domingo; mujer De Los Ángeles, tarde de domingo; mujer De Los Ángeles, tarde de domingo; conduce por los suburbios en tu blues, en tu blues; sí… en tu blues… ¡oh, sí!
Veo que tu cabello arde, las colinas se incendian. Si te dicen que nunca te he amado, sabrás que mienten.
Conduciendo por las autopistas, vagando por los callejones a media noche… Policías en coche, bares de topless… Nunca vi a una mujer tan sola, tan sola, tan sola, tan sola…
Motel, dinero, asesinato, locura. Cambiemos el humor: de la alegría a la tristeza. El Sr. Mojo colocándose…
En la letra, el yo lírico se dirige a una hipotética mujer a la que formula una pregunta: “¿Eres una damisela afortunada en la Ciudad de la Luz? / ¿O solo otro ángel perdido?…”. A esa misma mujer –sabemos que es Pamela por el color rojo de su pelo- le dice: “Veo que tu cabello arde. / Las colinas se incendian. / Si te dicen que nunca te he amado, / sabrás que mienten”. En el videoclip que The Doors eligieron para la canción, mientras la voz de Morrison canta esta estrofa, vemos un monte ardiendo y, por encima de un edificio, un rótulo, algo así como el nombre de una tienda, un hotel o un pub, que reza Dante’s. Por detrás, las llamas que consumen el paisaje. Se trata, sin duda, de un guiño al Infierno de la Divina Comedia, trasladado a los años sesenta del siglo XX, banalizado.
Pamela Courson, novia de Jim Morrison, es la musa oculta del tema «L.A. Woman» de The Doors
Pero además de esta referencia a Dante, existen otras contemporáneas. Jim Morrison llama a Los Ángeles “Ciudad de la noche”. Se trata de una alusión a una sobrecogedora novela del texano John Rechy, City of Night (1963), que versa sobre el sórdido mundo de la prostitución masculina en Nueva York, Los Ángeles, San Francisco y Nueva Orleans. La letra de la canción de The Doors, así como el videoclip original, hacen referencia a la vida nocturna de Los Ángeles, dominada por los bares, el juego, la bebida y la prostitución. Temas, por otra parte, muy recurrentes en la literatura beatnik, de la que Jim bebía.
En la pregunta que plantea Morrison al comienzo de la canción: “¿Eres una damisela afortunada en la Ciudad de la Luz / o solo otro ángel perdido?”, existe una alusión a la novela Los vagabundos del Dharma, escrita por Jack Kerouac –célebre integrante de la Generación Beat- en 1958 y considerada uno de los libros de cabecera del movimiento hippie, a causa de la espiritualidad que exuda. En un momento de la novela, leemos: “¿Somos ángeles caídos que nos negamos a creer que nada es nada y, por tanto, nacemos para perder a los que amamos y a nuestros amigos más queridos uno a uno, y después nuestra propia vida, para probarnos?”.
Una cuestión que, sin duda, atormentaba a Jim, cuya vida fue una constante experimentación de los sentidos –aquella consigna extraída de su adorado Rimbaud- para evitar, en la medida de lo posible, convertirse en lo que él definía como “voyeur”, interpretado en el sentido existencial; en otras palabras: espectador de su propia existencia.