De Luis Cernuda y canciones vagabundas

Hasta hace poco, era yo casi la única persona en acordarse de que un 21 de septiembre de 1902 nacía en Sevilla Luis Cernuda, el poeta que me hizo enamorarme perdidamente de la poesía. Hoy casi se puede decir que su «cumpleaños» es trending topic en Twitter, y me siento como una madre que se percata de que su hijo se ha hecho mayor y no la necesita. A estas alturas, la poesía de Cernuda ha recibido, por fin, la valoración que se merecía, cumpliéndose la estremecedora profecía realizada por el propio poeta en «Un español habla de su tierra». Dice en este poema, dirigiéndose a España: «Un día, tú ya libre / de la mentira de ellos, / me buscarás. Entonces, / ¿qué ha de decir un muerto?».

Descubrí a Luis en un libro de texto del instituto, en aquella época en la que solo existían Rubén Darío y Bécquer. Sentí un escalofrío al leer aquel poema a partir del cual todo cambió. Terminaba con las palabras: «aparte, como naipe cuya baraja se ha perdido».

Hoy, con motivo del 113º aniversario de su nacimiento, Javier Lozano y yo hemos publicado un videopoema interpretando «mi» poema cernudiano, «Para unos vivir», en nuestro canal de Youtube La Canción Vagabunda, en el que cada semana os ofrecemos un nuevo videopoema. Os dejo aquí los enlaces de los publicados hasta el momento:

  1. «Yo persigo una forma» (Rubén Darío)
  2. «Si el hombre pudiera decir» (Luis Cernuda)
  3. «Insomnio» (Dámaso Alonso)
  4. «Para alcanzar la luz» (Manuel Altolaguirre)
  5. «La risa que me escondes» (Juan Carlos Aragón)
  6. «Para unos vivir» (Luis Cernuda)

Y si te interesa conocer mejor nuestro proyecto, échale un vistazo a la «Presentación«.

Luis Cernuda y la responsabilidad del poeta

Aunque bien es cierto que la poética de Cernuda sufre una gran evolución desde su temprano Perfil del aire hasta su última obra, Desolación de la Quimera, pasando por numerosas corrientes, estéticas e influencias; hay algo esencial que se mantiene a lo largo del tiempo, que el autor intuye en sus primeros poemas y asume totalmente al entrar en el período de madurez, y que es precisamente lo que impulsa su trayectoria. Me refiero a la concepción que Cernuda tiene de la poesía, de la figura del poeta y, consecuentemente, de sí mismo.

Tal vez sea en Ocnos, su gran obra autobiográfica de prosa poética, donde podamos encontrar más claves para profundizar en esta concepción cernudiana de la poesía. La obra, precisamente, comienza con un texto titulado «La poesía», donde se refiere a una experiencia infantil en la que, escuchando un piano, empieza a vislumbrar por primera vez la presencia de «otra realidad»:

¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía como no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso.

Ese “algo alado y divino”, ese “nimbo trémulo”, no es otra cosa que la poesía. Para Cernuda, por tanto, esta se encuentra en una suerte de realidad tan solo perceptible para los poetas: los verdaderos poetas, que se descubrirán a sí mismos como tales ya desde la infancia. Desde ese momento preciso, asumirán la responsabilidad de comunicar al resto de la humanidad la poesía, que Cernuda llamó “Belleza oculta” en Ocnos:

Apoyado sobre el quicio de la ventana, nostálgico sin saber de qué, miró al campo largo rato.

Como en una intuición, más que en una percepción, por primera vez en su vida adivinó la hermosura que todo aquello que sus ojos contemplaban.  Y con la visión de esa hermosura oculta se deslizaba agudamente en su alma, clavándose en ella, un sentimiento de soledad hasta entonces para él desconocido.

El peso del tesoro que la naturaleza le confiaba era demasiado para su solo espíritu aún infantil, porque aquella riqueza parecía infundir en él una responsabilidad y un deber, y le asaltó el deseo de aliviarla con la comunicación de los otros. Mas luego un pudor extraño le retuvo, sellando sus labios, como si el precio de aquel don fuera la melancolía y aislamiento que lo acompañaban, condenándole a gozar y y a sufrir en silencio la amarga y divina embriaguez, incomunicable e inefable, que ahogaba su pecho y nublaba sus ojos de lágrimas.

Este texto resulta fundamental, pues nos ofrece una definición exacta de lo que para Cernuda es la poesía y lo que esta supone. Es, simultáneamente, un don y una maldición: una capacidad de vislumbrar la belleza oculta que existe en las cosas, a cambio de un precio terrible: la soledad, el aislamiento. Desde que el poeta empieza a intuir su capacidad, comienza a presentir también el sentimiento de soledad “hasta entonces para él desconocido” que le acompañará el resto de su vida.

Luis Cernuda en su exilio mexicano

El don de la poesía no constituye una elección, por tanto, sino una responsabilidad que se produce en forma de alumbramiento y que el poeta debe asumir. El vate se convierte, así, en un héroe, en un elegido cuasi divino cuyo poder, en este caso, se lo otorga la Naturaleza, con la que adquirirá una deuda. La relación entre poeta y Naturaleza se volverá muy estrecha y conformará uno de los ejes centrales de la poética cernudiana.

La responsabilidad del poeta, entonces, será la de comunicar esa belleza oculta a las demás personas, que son incapaces de descubrirla por sí mismas. Dicha responsabilidad no termina en vida: la poesía, al identificarse con la Naturaleza, es eterna como ella y supera a la condición humana del poeta, que queda como mero transmisor. Un poeta solo podrá serlo verdaderamente al continuar viva su palabra cuando él ya no lo esté. He ahí la auténtica dimensión del verso cernudiano “Para el poeta la muerte es la victoria”, que dedica a la memoria de su gran amigo Federico García Lorca en 1937.

«Los despertares», en El Tragaluz de San Fernando

El pasado viernes 7 de agosto, mi primer poemario, Los despertares, atardeció en la ciudad de San Fernando, en un agradable restaurante llamado El Tragaluz. La presentación, de la mano del poeta Paco Ramos Torrejón, estuvo incluida dentro del ciclo de recitales Versalando, dirigido con mano maestra por Paco. Fue una hermosa velada en la que estuvieron presentes familiares, amigos y amantes de la poesía que quisieron darle una oportunidad a mis versos. Me sentí escuchada y valorada, que es decir mucho en poesía. Os dejo las fotos del acto, tomadas por el fotógrafo Ignacio Escuin:

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Con Paco Ramos presentando mi poemario
Minutos antes del comienzo del acto
Minutos antes del comienzo del acto
Con el poeta Paco Ramos Torrejón, que dirige el ciclo de recitales Versalando
Con el poeta Paco Ramos Torrejón, que dirige el ciclo de recitales Versalando
Presentando mi poemario en El Tragaluz
Presentando mi poemario en El Tragaluz
El acto fue un éxito en cuanto a asistentes
El acto fue un éxito en cuanto a asistentes (y en la foto aún no habían llegado todos)
Con Paco Ramos presentando mi poemario
Con Paco Ramos presentando mi poemario
Con Paco Ramos presentando mi poemario
Con Paco Ramos presentando mi poemario
Familiares, amigos y amantes de la poesía asistieron al despertar gaditano de mi primer poemario
Familiares, amigos y amantes de la poesía asistieron al despertar gaditano de mi primer poemario
Mi primer poemario, Los despertares, atardeció en San Fernando en un acto memorable
Mi primer poemario, Los despertares (Ediciones de la Torre 2014), atardeció en San Fernando en un acto memorable
Cartel del evento, dibujado a mano por María Kings
Cartel del evento, dibujado a mano por María Kings

“Yonqui”, de William S. Burroughs: el mundo de la drogadicción, desde dentro

Yonqui, de William S. Burroughs, editado por Anagrama

Lo primero que supe de este libro es que era la novela de cabecera de Kurt Cobain, el depresivo vocalista de Nirvana. Después descubrí que constituye una de las obras consagradas de la llamada Generación Beat, aquella que tenía a Jack Kerouac como Sumo Sacerdote y que resultó el punto de partida para la inspiración de varias generaciones de rockeros. Pero lo que realmente me estremeció fue averiguar que se trataba de una novela autobiográfica -¿hasta qué punto?- en la que el protagonista, Bill Lee, es el álter ego de William Burroughs (1919-1997), su autor.

Sí sabía que Burroughs había sido drogadicto. Retengo en la memoria su imagen en blanco y negro: aquella figura trajeada impecablemente, a menudo con sombrero; con un aire funesto de enterrador o de cura protestante. Su rostro serio, alargado y macilento; el cuello impoluto de su camisa; revelan que se había criado en el seno de una familia acomodada en Misuri, acudiendo incluso a la reputada universidad de Harvard. Pero ya desde niño se sintió diferente, en parte por su públicamente reconocida orientación homosexual, aunque también por un carácter introvertido, inherente a su persona, que le producía cierta ansiedad en el trato con la gente.

El escritor William S. Burroughs

Su amigo y amante Allen Ginsberg, otro escritor consagrado de la Generación Beat, autor del famoso poema Aullido, habla en el prólogo de esta novela de la acuciante timidez de Burroughs y de su falta de confianza a la hora de enfocar su propia obra, que le hizo resistirse a publicar este primer libro, que finalmente salió a la luz en 1953 gracias, sobre todo, a las gestiones de Ginsberg, quien tenía fe ciega en la prosa de Burroughs.

Yonqui no supone una revolución estilística, como otras obras posteriores del norteamericano; pero sí una temática, al internarse de una forma descarnada y visceral en el mundo de la drogadicción como todavía no se había hecho. De esta novela beberían directamente reconocidas novelas del mismo género, como –sin ir más lejos- Trainspotting (1993), de Irving Welsh, popularizada por su adaptación cinematográfica protagonizada por un jovencísimo Ewan McGregor.

Desde un comienzo, Burroughs insiste en que las personas no se convierten en drogadictas por ningún motivo en especial. En el caso de Bill Lee, se trató de mera curiosidad, al probar la heroína con la que comerciaba durante sus días de trapicheos con mercancías ilegales. También explica el autor que adquirir la adicción no es fácil: resultan necesarios muchos pinchazos y de forma muy continuada. Esto implica que los drogadictos son muy conscientes de lo que están haciendo a medida que adquieren su adicción y que por algún motivo inexplicable no se detienen antes de caer inevitablemente en el abismo. El abismo, o infierno, se caracteriza por un único eje en la existencia: la dependencia desgarradora de la droga. Hay que especificar que, cuando Burroughs habla de droga, se refiere estrictamente a la heroína, la única que considera realmente adictiva –la cocaína, las hierbas y las drogas “naturales” no entran en esta denominación-.

El escritor William S. Burroughs

Sabía que Burroughs había sido drogadicto, sí; pero no me imaginaba en absoluto que un escritor tan célebre como él hubiese vivido –o mejor dicho, sobrevivido- en ambientes tan sórdidos como los descritos en la novela, donde los personajes mendigan y roban por una dosis de droga y llevan una existencia marcada por la huida constante y frenética de las autoridades. El relato de Burroughs posee la dureza y la frialdad de quien lo cuenta desde dentro, describiendo una a una las sensaciones y emociones que embargan al drogadicto, al “yonqui”, en sus diferentes estados, desde la excitación de un chute, pasando por el dolor desesperado del síndrome de abstinencia, hasta llegar a la depresión que acompaña al proceso de desintoxicación, una desintoxicación que no resulta ser más que una utopía porque jamás llega a completarse del todo: el yonqui es un ser maldito, eternamente condenado a su adicción. El abismo no permite un regreso ni una rectificación: quien se lanza, se abandona a él para siempre.

La novela estremece precisamente por su realismo, por la veracidad que implica el hecho de que es un auténtico drogadicto el que narra su historia. No es igual que escuchar una conferencia académica acerca de los efectos de la droga, con la cual, por muy científica que resulte, no podremos ponernos del todo en la piel de la víctima. La repulsión, la impotencia y la desolación que van emergiendo en el lector a través de la lectura de este relato de Burroughs son, precisamente, los efectos que su autor deseaba transmitir. Y he ahí lo esencial de esta novela. Cabría incluso plantearse recomendar el libro en los institutos; a menudo, causaría más efecto en los adolescentes que las inocuas y precisas conferencias de campañas contra la drogadicción a las que los tenemos acostumbrados y que ya no les sorprenden, en modo alguno.

Y es que el texto no se limita a demonizar la droga; también deja traslucir los motivos de fascinación que pueden conducir a una persona a abandonarse a ella. En la última página, confiesa Bill Lee: “Colocarse es ver las cosas desde un ángulo especial. Es la libertad momentánea de las exigencias de la carne temerosa, asustada, envejecida, picajosa”. Pero, para entonces, el lector ya conoce al protagonista y sabe que es una persona enferma, desesperada y autodestructiva. Sus palabras no tienen credibilidad, porque lo hemos visto columpiarse entre la vida y la muerte, contemplando cómo esta última aliena su mente a través de la droga. Bill Lee ya no es, para el lector, un hombre razonable, sino un pobre drogadicto que no posee capacidad de raciocinio.

William S. Burroughs y Kurt Cobain en 1993

Kurt Cobain quiso que el propio William S. Burroughs, su ídolo literario, participara en el videoclip de su famoso tema “Heart-Shaped Box”, de su álbum In Utero (1993). La idea de Cobain era que Burroughs apareciera como un viejo cristo yonqui crucificado. El escritor rechazó amablemente la propuesta, pero lo invitó a visitarle a su casa, como agradecimiento a la admiración que demostraba. El encuentro se produjo en 1993, poco antes de que Cobain falleciera trágicamente. Burroughs, que también murió algo después, contaba que, cuando lo conoció, Cobain ya llevaba la muerte en los ojos. Tal vez el viejo escritor beat lo reconociera porque él también había vivido mucho tiempo en un limbo desesperado, un limbo descrito precisa y desgarradoramente en Yonqui, una novela que no puedo dejar de recomendar.

“La asamblea de las mujeres” de Juan Echanove: a ritmo de chirigota en el Teatro romano de Mérida

Este año, al fin he tenido ocasión de asistir al famoso Festival de Teatro Clásico que se celebra cada verano en Mérida. Mi primera intención era ver Edipo Rey pero, por incompatibilidades del calendario, hube de conformarme con La asamblea de las mujeres, una comedia atribuida a Aristófanes que se estrenó el 29 de julio en el teatro romano de Mérida bajo la dirección de Juan Echanove. Fuimos a verla el mismo día del estreno.

Teatro romano de Mérida

Confieso que el marco resulta incomparable y me maravilló desde el primer instante. Me recuerdo avanzando por aquel camino pedregoso, iluminado por antorchas, bajo el firmamento de verano, cuajado de estrellas que amenazaban con precipitarse sobre mis pupilas. De fondo, el teatro romano, encendido y esplendoroso, como si el tiempo no hubiera dejado sobre él su huella de siglos y nosotros fuéramos habitantes de la orgullosa ciudad de Emérita Augusta, perteneciente al vasto y malogrado Imperio Romano, y nos encamináramos a asistir a una de las funciones habituales. Ah, Emérita Augusta, ciudad natal del ficticio y valiente Máximo Décimo Meridio, protagonista de una de las películas más emotivas de las últimas décadas… En todo aquello pensaba yo mientras nos uníamos a los centenares de personas que ya ocupaban sus asientos en el flamante teatro romano, donde habían habilitado unas sillas de plástico, especiales para la ocasión, que –siendo sincera- variaban poco, en cuanto a comodidad, respecto de los originales asientos de fría y dura piedra…

Tras una excelente puesta en escena con efectos lumínicos azules, comenzó la obra de Aristófanes, con una enérgica Lolita en el papel protagonista de Praxágora, la brava mujer que convence al resto de mujeres atenienses para disfrazarse de hombres, con el objetivo de poder votar en la Asamblea –no olvidemos que, en la Grecia clásica, las mujeres, como los criados y los extranjeros, no ostentaban el título de ciudadanas y no disponían, por tanto, del derecho al voto-. El plan de Praxágora resulta un éxito y las mujeres atenienses logran arrebatarles a los hombres el gobierno de la ciudad, estableciendo nuevas normas que persiguen la igualdad de todos los habitantes de Atenas y la desaparición de la pobreza, mediante la implantación de un régimen en el que no tiene cabida la propiedad privada.

No he leído la obra original de Aristófanes, pero puedo afirmar que la adaptación de Echanove se inspira lejanamente en ella. En un alarde de otorgarle vigencia, la obra estuvo plagada de chascarrillos, palabras malsonantes y referencias inoportunas que resultaban chocantes en un marco tan elegante como el teatro romano. Ya sabemos que se trata de una comedia, pero, ¿de verdad es necesario recurrir a técnicas que parecen salidas de una actuación de los Morancos para provocar la risa fácil? Hubo dos momentos culminantes, como los cinco minutos durante los cuales el personaje de la prostituta Lavinia –interpretada por Concha Delgado-, ataviada con ropa interior negra y una peluca fucsia, iluminada por una sórdida luz roja, efectuó un atrevido baile de muy subido tono, absolutamente improcedente, metido con calzador dentro de la obra.

El otro momento fue al final, cuando todos los actores se marcaron una chirigota, pitos de caña incluidos, bajo la consigna “Gobierno femenino y, antes que se ponga el sol, ¡que nos devuelvan las ruinas!”. A la chirigota también se unió el propio Echanove, y todos nos levantamos de los asientos tarareando la pegadiza cancioncilla. Confieso que, desde luego, no me imaginaba que saldría del teatro romano de Mérida con una chirigota en la cabeza. Extravagante, cuanto menos.

Momentos finales de "La asamblea de las mujeres"
Momentos finales de «La asamblea de las mujeres»

Entiendo que se traten de hacer adaptaciones para el gran público, pero la frontera entre eso y subestimar el intelecto de los espectadores resulta, a menudo, difusa. No pretendo pecar de elitista, pero quiero pensar que la gente que acude a un evento tan célebre y con tanta tradición como el Festival de teatro de Mérida ya tiene, de por sí, unos mínimos conocimientos culturales. Y si no los tiene, lo lógico es que trate de adaptarse y contextualizarse al marco, y no que el marco deba condicionarse a ellos. Además, es posible hacer un teatro que llegue a todo el mundo sin tener que repetir, a cada cinco minutos, términos como “coño”, “puta”, “zorra” y demás bálsamos para oídos exquisitos. En general, la adaptación me resultó un poco hortera y tendente a la chabacanería, a pesar de contar con algún que otro punto de ironía que me arrancó una sonrisa, como las referencias a polémicas citas de nuestros actuales políticos. Y las actuaciones salvaron la obra.

Un momento de la obra

Destacaba Lolita en el papel protagonista, heredera de toda la fuerza y la determinación de su famosa madre, Lola Flores. También fue admirable la depurada actuación de la octogenaria María Galiana interpretando a la prostituta Althea, más popular por su papel de abuela Herminia en la célebre serie de TVE Cuéntame cómo pasó, donde también trabaja el propio Echanove. Este no sólo echó mano de Herminia, sino que también aprovechó para fichar al gallego Sergio Pazos, que interpreta en la serie al entrañable Pepe, y a Santiago Crespo, a quien todos conocemos por su papel de Josete, el amigo íntimo de Carlitos Alcántara. Faltaron Ana Duato e Imanol Arias para que la obra de Aristófanes se convirtiera en un especial de Cuéntame… Más allá de la broma, Pazos y Crespo nos sorprendieron positivamente, interpretando, respectivamente, al humorístico procurador Cremes –acento gallego incluido- y a un cliente de las prostitutas que resulta ser el mismísimo Sófocles.

La obra no fue lo que me esperaba, es cierto. Pero el evento mereció la pena por el mero hecho de abstraerse, de cuando en cuando, y pasear la mirada por el inmenso monumento que llevaba prendida una huella de siglos. Y sobre nosotros, la luna llena, proyectando su magnético embrujo. Ella fue el broche mágico de aquella noche sin tiempo.

Teatro romano de Mérida

FICHA DE LA ASAMBLEA DE LAS MUJERES

En el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida del 29 de julio al 2 de agosto y del 5 al 9 de agosto de 2015.

Autor: Aristófanes.

Versión: Bernardo Sánchez.

Dirección: Juan Echanove.

Música original: Javier Ruibal.

Reparto:

  • Lolita: Praxágoras.
  • María Galiana: Althea.
  • Pastora Vega: Clytia.
  • Pedro Mari Sánchez: Blípero.
  • Luis Fernando Alvés: Ciudadano 2.
  • Concha Delgado: Lavinia.
  • Sergio Pazos: Cremes.
  • Bart Santana: Ciudadano 1.
  • Santiago Crespo: Cliente.