-Nadie conoció a Aire como yo –dijo con un tono de pesar viejo escondido en la voz. -¿Aire? ¿Quién era Aire? –le pregunté.
Luis Cernuda, “El indolente”
A veces, algunas veces, vuelves, Aire, trotando entre los riscos apagados de mi playa. Todos se han ido, y sólo el sol contempla con benevolencia enmudecida tus idas y venidas, tus lengüetazos de espuma sobre la orilla. Después te sientas a pasear tu mirada por el crepúsculo. Las hebras finas, como de oro, de tu cabello, dibujan paraísos suaves que se recortan sobre el horizonte.
No tienes frío, Aire. No tienes nada de lo que arrepentirte. No eres de verdad, y constituyes la verdad más límpida que he conocido. Me miras como siempre, con esa picardía inocente que parece invitarme a coger tu mano, a pasear contigo por entre las estrellas de la tarde que el firmamento se deja olvidadas en cada amanecer.
Quizá algún día, cuando la realidad se vuelva demasiado sucia y yo tenga miedo de apagarme, tome al fin tu mano, Aire, y me vuelva yo también un torbellino de carne y de cabellos rubios, invadida de luz, siendo más luz que el propio sol, trotando sobre los riscos amables de nuestra playa. Porque quiero caminar sobre la arena sintiendo el frío de la sombra sobre mis pies desnudos. Porque quiero saber que sigues vivo, en alguna parte, y quiero ser tú; trotar, soñar, hacerme sol. Olvidarme de las mezquindades del mundo.
El mar no te asesinó, Aire. Me lo dicen tus ojos rubios que sonríen a la tarde, muy tarde, cuando acariciados por el mar nos sentamos a devorar crepúsculos mientras hablamos en voz muy queda, casi en un susurro que la marea engulle sin piedad, volviéndolo invisible.
Voy a necesitarte, Aire. Voy a necesitarte otra vez, mucho.
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(Aire, aquel adolescente soñado por la imaginación de un poeta, no regresó, porque nunca se había ido. Siguieron necesitándose mutuamente, entrelazando sus respectivas existencias. Resulta imposible especificar cuál de ellas era más real.
Ahora, ella vuelve algunas veces a la playa. Baila con el viento y con los cabellos pálidos de Aire, coloreándose, vistiéndose de sol. Únicamente lo hace cuando la realidad se torna demasiado sucia y su mirada demasiado opaca, cuando llueven recuerdos.)
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Esta prosa poética ha sido una de las tres seleccionadas para publicarse en el número especial de verano de la revista Voladas, titulado «La playa».
Cuenta Rafael Alberti en sus memorias que escribió su primer poema a los diecisiete años, a raíz de la muerte de su padre, cuando la emoción aún le desgarraba el pecho y brotaron aquellos versos que muchos años después todavía recordaría: “¡Tu cuerpo!, / largo y abultado como las estatuas del Renacimiento…”. La muerte de un ser querido, en la historia de la literatura, se ha asociado a algunas de las más grandes obras, por constituir un fenómeno aterrador en la vida de una persona: un torbellino que devasta el alma, que pone del revés el mundo conocido hasta el momento y deja todas las emociones a flor de piel, derramándose por las pupilas y cambiando la mirada de aquel que ha de asumir plenamente las dos palabras más temidas: nunca más.
Desde las famosas Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, allá por el siglo XV, hemos tenido ejemplos magistrales a lo largo de la Historia. Todos recordaremos la emocionante apelación de Miguel Hernández –“compañero del alma, compañero”– a su amigo fallecido en su fabulosa “Elegía a Ramón Sijé”. También la que, según críticos de la talla de Caballero Bonald –con el que, en este caso, coincido- se erige como la mejor obra poética de Federico García Lorca: Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Menos conocido es el inquietante poema surrealista de Alberti “Ese caballo ardiendo por las arboledas perdidas” que el autor concibió como una elegía a su gran amigo, el poeta Fernando Villalón.
Los ejemplos resultarían innumerables. El poeta siente la muerte a su lado y debe hacer poesía de su dolor para doblegarla. De esta forma trágica y loable ha nacido también el nuevo poemario de mi buen amigo Paco Ramos Torrejón (Cádiz, 1981), al que conocí en uno de los encuentros literarios organizados por el también escritor Leo Zelada, en el ya mítico Café Comercial, y posteriormente en los recitales del café Gadir, constituidos por él. Ahora compartimos proyectos, como la revista de creación literaria Impares y Exactos, dirigida por la escritora María Agra-Fagúndez y en cuyo equipo de redacción también figura el nombre de otra gran poeta joven, Rebeca Garrido.
Portada del libro
El aprendizaje del miedo es el primer poemario de Paco, que publicó a finales del año pasado en la joven editorial Lápices de Luna. Su éxito ha sido tan arrollador que la primera edición se agotó en unos pocos meses y, a día de hoy, ya va por la segunda. Leyendo la obra, una se explica el motivo. Paco, como otros grandes poetas de la Historia, ha experimentado la muerte de un ser muy querido –su madre- y ha canalizado su dolor a través de la poesía. Pero lo que hace su obra desgarradoramente especial es su aguda forma de describir todo el proceso –la fase terminal de la enfermedad, el momento de la muerte, la incredulidad y el desconcierto que preceden a ese momento, la lenta asunción y, finalmente, la metamorfosis del dolor en nostalgia- desde la mirada de la persona que debe enfrentarse a la pérdida del ser amado. Una concatenación de emociones con las que el lector puede sentirse identificado.
El título de la obra está inspirado en un verso de Felipe Benítez Reyes: “El miedo no requiere aprendizaje”, que Paco trajo a su memoria de manera inconsciente –algo que nos ocurre a menudo a quienes escribimos poesía- y sólo más tarde descubrió que pertenecía a su admirado poeta. Paco aprende lenta, dolorosamente, el más terrible de los miedos: el miedo a la muerte. “La muerte es tan precisa / que no requiere de metáforas”, afirmará el autor; pero para la enfermedad del cáncer sí utiliza una: la del cangrejo que va devorando progresivamente las entrañas y la vida: el cangrejo que aparece ya en la propia portada de la obra, dibujado por la mano maestra de María Kings, a cuya autoría se deben las magníficas ilustraciones que acompañan a los poemas del libro. El poemario aparece precedido por el lúcido prólogo de la escritora Guillermina Royo-Villanova.
En el poema que se constituye como introducción, el autor se dirige a “los poetas del dolor” para advertirles de que lo que sigue no es un dolor más, sino el verdadero: “Pero puede que un día / una bala certera os tumbe / y entonces / sepáis que hasta ahora / todo fue un juego de niños”. Y así da paso a los poemas más desasosegantes: la agonía del momento final en “Continuidad en la ventana”, la fragilidad humana frente a la muerte en “Carpe Diem”, donde el poeta describe nuestra vulnerabilidad como “Marionetas con demasiado miedo a la libertad /amarradas a las manos de un titiritero”. Un titiritero fatal y escalofriante: la Parca, que se desborda al fin en el poema “Derrotados”, donde Paco Ramos inicia sus referencias a la literatura griega clásica –que resultarán constantes a lo largo de la obra- con la laguna Estigia y el funesto barquero Caronte, que transportaba a los muertos al más allá.
Paco Ramos, autor del libro. Fotografía de Secretolivo.com
El impacto, la imposibilidad de asumir el presente, el desgarro que precede inmediatamente a la muerte de la madre, quedan plasmados en “El arte de los ahorcados”, donde la separación se materializa también en los prefijos: “desocupadas”, “desbesados”, “desbrazadas”. Y en “El invierno”, donde la ausencia es frío, porque “Los brazos de la madre ya no arrullan cuentos”. A continuación, nos encontramos con el que, en mi opinión, se erige como el poema más emocionante de la obra: “Lo difícil”, que enumera los detalles que entretejían una rutina imperceptible que queda idealizada tras la muerte, por la imposibilidad de repetirse: las llamadas de la madre por teléfono o los geranios que ella cuidaba y ahora se marchitan. Lo difícil, afirma el poeta dirigiéndose a su madre, es “la costumbre de que tu vida sea sólo un recuerdo”.
Tras tres poemas fúnebres que estructuran un eje de oscuridad en la obra –“La colina mortuoria”, “El aprendizaje del miedo” y “Un cangrejo”-, el poeta asume, al fin, la muerte, y empieza a comprender el mecanismo de la vida en “Pregunta retórica”: “Pero ahora sé que todo acaba, y también por qué se llora”. Decide “vengarse de la muerte” disfrutando de los pequeños placeres de estar vivo. Eso no implica huir del dolor, sino adaptarse a la nueva situación y firmar una tregua con la nostalgia, pues, tal como afirma en el verso más duro y esclarecedor de la obra: “nada cura del cadáver de una madre”.
No hay cura posible, pero esa comprensión comienza a transformar el miedo, el dolor vivo, en una nostalgia suave, en una cicatriz que no se olvida, pero que no impide vivir. Los siguientes poemas se sitúan en esa línea. Entre ellos, “Metamorfosis” resulta revelador:
Nada teme perder quien lo sabe todo perdido. Ahora ya, el miedo es libre. La desesperación lo ha hecho valentía. El único lugar donde un alma habita eterna es en los corazones rotos por la ausencia.
En “Despedida”, la comprensión llega a su punto culminante cuando afirma el poeta: “Habremos de cuidar los geranios que regabas del balcón”. Sin que muera el recuerdo, el poeta asume que la vida debe continuar, porque es ese “vicio insano de vivir” el que “disimula las heridas”. El último verso de la obra abre una puerta a esa continuidad vital envuelta en alas: “El deseo de volar viaja a contravida”.
Para ese momento, la vulnerabilidad inicial del poeta se vuelto sabiduría. Ha aprendido mucho en poco tiempo. La muerte no solo ha cambiado el mundo conocido, sino también a él. El dolor, el miedo doblegado, le han conducido a una posición de fortaleza. La marioneta, antaño inconsciente, le sonríe a la muerte, porque ha descubierto su secreto: lo único inmortal son los recuerdos. Y la venganza del hombre es ese tópico medieval resucitado: Carpe Diem. Tal vez a esto se refería Luis Cernuda al afirmar que “Para el poeta, la muerte es la victoria”.
La presente obra dibuja un caleidoscopio de emociones, de dolores y esperanzas, de sentimentalidad a flor de piel, en una época en la que huimos a duras penas de la superficialidad poética que nos invade. Paco Ramos, con su consciente verso libre y su intuición humana, se abre así un hueco en el panorama poético actual. Y no podemos sino sentir admiración.
Lloré, lloré tanto, que hubiera podido llenar sus órbitas vacías. Entonces amaneció.
Luis Cernuda.
A veces, entregarse en cuerpo y alma a una meta no es suficiente. Un fracaso lo es más cuando se pone toda la carne en el asador, cuando la vida adquiere unas fronteras muy precisas que limitan en una fecha: dieciocho de junio de 2016. Toda la vida cabe de repente en esa fecha.
La noche antes del examen, regresé en sueños a la casa de mis abuelos, en la que transcurrió la mayor parte de mi infancia. Todo allí era diferente a lo que recordaba: la decoración, los muebles, eran distintos; incluso las habitaciones parecían más grandes y menos acogedoras. En el salón, mi abuelo lloraba en un inmenso sillón verde. No entendí entonces el motivo.
Seguí caminando por el pasillo hacia el patio, antaño verde y cuajado de plantas y flores: rosas, hortensias, helechos. De niña, allí esperaba a una mariposa blanca que aparecía cada mediodía, puntualmente. Con toda seguridad, no era la misma mariposa, porque la vida de las mariposas es muy corta. Pero me gustaba pensar que sí lo era. Mi abuelo la bautizó con el nombre de Diaria.
Una luz sucia invadía ahora el patio, envolviendo las paredes desnudas de cal blanca. Solo quedaba la adelfa de flores rosas, aquella que tanto miedo me daba de niña. El suelo estaba cubierto de cisnes negros que se abalanzaban hacia un mismo rincón, donde yacía un cadáver. No pude saber de quién era.
La mañana del día dieciocho, desperté con un mal presentimiento. Era sábado y la autopista parecía desierta. Daba la impresión a veces de que seguía dentro de la pesadilla. Pero la primera prueba del examen fue real, demasiado real, y me hizo comprender que, a veces, entregarse en cuerpo y alma a una meta no es suficiente. Si hubiera estado a las puertas del País de las Maravillas, mis lágrimas habrían provocado una inundación. Fue entonces cuando comprendí que, en el sueño, mi abuelo lloraba por mí.
Entonces, ocurrió algo muy extraño. Justo antes de entrar a la segunda prueba, cuando mi autoestima debía de encontrarse en algún lugar próximo al centro de la Tierra, una mariposa blanca revoloteó unos instantes alrededor de mi cabeza, para alejarse poco después hacia el cielo azul de junio. Supe que era Diaria. Nunca he creído en las señales, pero aquello me pareció una. Como si desde una dimensión inalcanzable, la de los recuerdos, mi abuelo me mandara un guiño. Entré en la segunda prueba con una beatífica sensación de confianza.
Barco de mariposas, Salvador Dalí
Suspendí la primera prueba y saqué casi un diez en la segunda. La media de ambas no fue suficiente. Y comprobé que un fracaso lo es más cuando se pone toda la carne en el asador, cuando no puedes concebir que la vida continúe después de ese día, dieciocho de junio, que se ha convertido en todo tu mundo. Un mundo que se desmoronaba por momentos en aquel naufragio que me sacudía.
Poco a poco fui despertando. Dándome cuenta de que la vida es algo más que una fecha: que la vida se desborda y brilla en las sonrisas y las palabras de consuelo de las personas que están con nosotros, que nos dan la mano hasta que conseguimos volver a levantarnos. Mi mundo continuaba intacto, tal como lo dejé antes de embarcarme en aquella aventura con trágico final.
Y después respiré el verano. Las malas noticias parecen menos malas cuando se acompañan de una muy buena, una que a veces toma forma de caminatas por Madrid, tardes vagando por el Retiro, refrescos de sabores exóticos, crêpes repetidos, nuggets cocidos, atardeceres en la Plaza de Oriente, ilusiones a flor de piel, una canción de los Moody. La vida no cabe en una fecha ni en un examen, pero sí en unos ojos. Y si esos ojos te miran, qué importa el resto. Te abandonas a ese azul de verano y comprendes que todo en esta vida, excepto la muerte, tiene solución. Que los naufragios son solo temporales, si acabamos familiarizándonos con la tempestad. Y que, en cualquier momento, una mariposa blanca puede llegar para devolvernos la confianza extraviada.
Rompo de nuevo mi silencio opositoril para invitaros a la presentación de esta fantástica edición de la que soy antóloga: cuarenta sonetos de amor de la literatura española e hispanoamericana; desde Garcilaso hasta Luis Alberto de Cuenca, pasando por Quevedo, Góngora, Unamuno, Lorca, Cernuda, Alberti… La edición es el broche del 40º aniversario de Ediciones de la Torre. Vamos a tener el honor de contar, además, con la presencia de la poeta Paloma García-Nieto, hija del gran poeta José García Nieto, que también figura en la antología.
El prólogo del libro corre a mi cargo y también me estreno como ilustradora de uno de los cuarenta sonetos, concretamente, el perteneciente a mi adorado Luis Cernuda. Os lo dejo aquí para ir abriendo bocas, con la advertencia de que, junto a éste, tenemos dibujos de verdaderos grandes ilustradores, que estarán expuestos en el Colegio de Doctores y Licenciados hasta el 19 de mayo.
¡Espero veros en la presentación!
Ilustración de Marina Casado para un soneto de Luis Cernuda
Detalle del famoso retrato de Gustavo Adolfo Bécquer realizado por su hermano Valeriano
Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla, 1836-Madrid, 1870), fallecido hoy exactamente hace 145 años, es el mayor representante de la corriente posromanticista en España y uno de los poetas que más influencia ha depositado en las generaciones posteriores y, de forma especial, en la Generación del 27. No se ha de olvidar que Luis Cernuda tituló a uno de sus poemarios más célebres con un verso de Bécquer: Donde habite el olvido. Es incuestionable la huella becqueriana en el romántico Cernuda, pero hoy quisiera profundizar en la que depositó en otro famoso miembro del 27: Rafael Alberti, influencia que he analizado con más detenimiento en mi reciente tesis doctoral, Oscuridad y exilio interior en la obra de Rafael Alberti.
Rafael Alberti en los años cuarenta
Los primeros tintes becquerianos en Alberti hay que buscarlos en su propia biografía; concretamente, hacia el final de su adolescencia, cuando la literatura fue invadiendo su espíritu a la par que la tristeza, que los misteriosos terrores y visiones alucinógenas que él achaca, en sus memorias, a una enfermedad pulmonar que le habían diagnosticado. Su primer poema lo escribió con motivo de la muerte de su padre, acaecida por entonces, momento culminante de la extraña crisis espiritual que sacudió a Rafael en aquellos años. Tras aquel primero, llegaron muchos más, todos envueltos en el mismo aire sombrío y meditabundo. Recuerda:
Aunque el dolor, pasados ya unos meses, se iba remansando en todos los de la casa, un ala oscura de tristeza golpeaba mis noches, vertidas al amanecer en nuevos poemas desesperados y sombríos. […] Volví de nuevo a visitar los cementerios, con Bécquer en los labios y una opresión en mitad del pecho que me hacía caminar pidiendo apoyo de cuando en cuando al tronco de los árboles (Rafael Alberti, La arboleda perdida).
La tristeza, los cementerios, su propio estado enfermo decadente, parecen quedar simbolizados en la figura y en los versos de Gustavo Adolfo Bécquer. Y es que la crisis que sufría Alberti resultaba, en sí misma, muy “romántica”, muy propicia para la llegada de la inspiración literaria. Se nutría de esta oscuridad para escribir sus primeros versos: de la pena por la muerte del padre, de sus visiones melancólicas y terroríficas.
«Abadía en el robledal», de Caspar David Friedrich
Las crisis de Alberti tenían muchos ingredientes de la literatura del Romanticismo y del Posromanticismo.También en su segunda crisis existencial, producida a finales de los años veinte, la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer jugó un papel importante a la hora de inspirarse para escribir su poemario surrealista Sobre los ángeles.
A la hora de analizar Sobre los ángeles, no se puede ignorar la presencia de Bécquer a lo largo del libro. “Huésped de las nieblas” es, de hecho, un verso del propio Bécquer que Alberti utilizó para titular una sección completa de su poemario. “Tres recuerdos del cielo” aparece subtitulado como “Homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer”. Pero más que una influencia técnica o formal, se debe leer una filosófica, como indica Luis Felipe Vivanco: “Su palabra no es becqueriana, como la del primer Juan Ramón o la de Cernuda, pero sí lo es su intuición decisiva de la realidad poética como mundo aparte” («Rafael Alberti en su palabra acelarada y vestida de luces», 1984). Esta idea queda explicada en palabras del propio Alberti, en su visión particular de Bécquer:
Todas las Rimas de Bécquer a mí se me aparecen como escritas a tientas, por la noche, sentado o recostado al borde de su lecho. Y ya se sabe que un lecho es una tumba que aún no ha abierto la boca para devorarnos, y que si apoyamos el oído contra ella podemos escuchar como un rumor sordo y vacío, que es sin duda la voz con que los sepulcros reclaman nuestros cuerpos. Y Bécquer, espantado, escuchaba y vigilaba esa voz, sin poderse dormir. Y lo mismo que algunos ángeles que vemos en los cementerios velando a la orilla de las fosas, escribía sus Rimas. Pero él no era de mármol; él era un pobre ángel de carne y hueso, perdido en una fría alcoba, sobresaltado por el crujir de las maderas, por el temblar de los muros, los cabezazos del viento y el fustigar de la lluvia en los cristales. Y tenía miedo, solitario en la noche oscura de su alma. Miedo de encontrarse a solas con sus dolores, acechados por recuerdos que se le agigantaban, atenazándole por la garganta, hasta hacerle arrancar los estertores más entrecortados. Miedo de unos ojos que se le aparecían en las paredes, que le espiaban, a veces desasidos, desde los ángulos de los cuatro rincones. Y pensaba. ¿Cuándo amanecerá? Porque vivía entre nieblas que le velaban el alma, y las rendijas de su cuarto nunca se habían visto dibujadas de luz. ¡Qué angustia! Él ya había sentido antes subirle hasta la punta de los dedos ese golpe de sangre que nos manda empuñar, de súbito, un revólver o una navaja. Y ahora, de pronto, se le crispa esa mano. Tiene miedo. Ha sufrido. Ha envejecido en una sola noche, le han engañado y traicionado. ¿Adónde ir? (Alberti, Prosas encontradas).
El proceso de inspiración becqueriano, tal como lo contempla Alberti, es muy similar al que él mismo siguió durante la composición de Sobre los ángeles. De hecho, si se cambiaran los nombres, Alberti podría, perfectamente, estar hablando de sí mismo y de su libro; aislamiento, visiones terroríficas, dolores físicos, espanto, un automatismo no buscado, el tormento de los recuerdos, la angustia, la niebla: elementos con los que se halla familiarizado y que también le fustigan. Por último, la visión de la poesía como catarsis, como una alternativa a la trágica y definitiva opción del suicidio.