Rockanrolleando en el País de las maravillas

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Ilustración de John Tenniel para la primera edición de Alicia en el País de las maravillas

Hoy cumple 150 años uno de mis libros de cabecera: Las aventuras de Alicia en el País de las maravillas, que fue publicado el 26 de noviembre de 1965 por Charles Lutwidge Donson, más conocido como Lewis Carroll.

La novela de Carroll –junto con su secuela, A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, de 1871– es hoy en día una de las obras literarias que más adaptaciones ha originado, en todos los ámbitos: cine, series, libros, videojuegos… Incluso yo misma me he basado en los mundos oníricos de Alicia para componer la segunda parte de mi primer poemario, Los despertares, publicado en 2014 por Ediciones de la Torre.

En ese mismo año publiqué un estudio sobre la relación del universo carrolliano con el rock universal, una amistad profundamente enraizada y que forma parte de mi ensayo El barco de cristal. Referencias literarias en el pop-rock (Líneas Paralelas, 2014).

La banda de rock más popular de todos los tiempos, The Beatles, se inspiró en la literatura de Carroll, más concretamente en A través del espejo, para crear dos de sus canciones más complejas y surrealistas, “Lucy In The Sky With Diamonds” y “I Am The Walrus”. Respecto a la primera parte, Alicia en el País de las maravillas, fue trasladada al rock psicodélico de la mano de Jeffersson Airplane en pleno Verano del Amor, en el año 1967.

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La banda sesentera de rock psicodélico Jeffersson Airplane

En 1967, lanzarían su segundo álbum, el que les granjeó fama internacional: Surrealistic Pillow, que alcanzó el número tres –después de Sargeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band, de The Beatles, y Forever Changes, de Love– del Verano del Amor, un célebre festival hippie celebrado en San Francisco ese año, donde también estuvieron presentes The Doors, Jimi Hendrix, Pink Floyd y Janis Joplin.

Surrealistic Pillow incluye los dos grandes éxitos de Jefferson Airplane: “Somebody to Love” y “White Rabbit”. Esta última se considera uno de los himnos del rock psicodélico por excelencia. Fue escrita por Grace Slick, vocalista de la banda, en 1966, cuando aún no se había integrado en Jefferson Airplane y tenía su propio grupo: The Great Society, incorporándola después al que fundó Balin. El título “White Rabbit” remite al personaje del Conejo Blanco, el mayordomo de la Reina de Corazones: un conejo parlante de ojos rosados, con chaleco y un reloj de bolsillo al que también alude la canción. La frase “¡Llego tarde!” es la que más repite el animalito a lo largo de toda la obra, mientras mira compulsivamente el reloj. Representa la temporalidad en un mundo onírico que carece de ella.

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El Conejo Blanco en la adaptación cinematográfica de Walt Disney Alicia en el País de las maravillas (1951)

En la letra, Slick alude metafóricamente, por medio de personajes y visiones carrollianas, al mundo onírico producido por el efecto del LSD, una droga psicodélica que triunfó entre el colectivo hippie de la década de los sesenta:

Una pastilla te hace más grande

y una pastilla te hace pequeño,

y las que te da tu madre

no hacen absolutamente nada.

Vete a preguntar a Alicia

cuando mide diez pies de altura.

Y si vas persiguiendo conejos

y sabes que vas a caer,

diles que una oruga fumadora de narguile

te ha llamado.

Llama a Alicia

cuando aún era diminuta.

Uno de los hombres del tablero de ajedrez.

se levanta y te dice a dónde ir,

y tú te acabas de comer algún tipo de seta

y tu mente se mueve a duras penas.

Vete a preguntar a Alicia;

creo que ella comprenderá.

Cuando la lógica y la proporción

mueren de forma descuidada

y el Caballero Blanco

está hablando al revés,

y el grito de la Reina Roja:

«¡Que le corten la cabeza!»,

recuerda lo que dijo el Lirón:

“Alimenta tu cabeza,

alimenta tu cabeza”.

En vez de un jarabe o un pastel, en la letra de Slick son pastillas –de LSD, se entiende– las que hacen crecer o disminuir de tamaño. Además de al Conejo Blanco, se menciona a la oruga fumadora de narguile que aconseja a Alicia y le ofrece una seta que puede volverla más grande o más pequeña, dependiendo del lado por el que muerda, y a la Reina de Corazones, obsesionada con decapitar a sus súbditos. También al Lirón que aparece en el capítulo séptimo de la novela, merendando junto al Sombrerero Loco y a la Liebre de Marzo. Slick consigue crear una revisión del clásico de Carroll en la que Alicia tiene todas sus visiones por efecto de una pastilla de LSD.

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Alicia merendando con el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo en la adaptación de Disney

Hay muchos más ejemplos de inspiración carrolliana en el rock universal, como la visión siniestra y fúnebre de Marilyn Manson: gran parte de su discografía representa una revisión del clásico en la que introduce elementos como la muerte, el suicidio y el asesinato: elementos inversos al universo infantil planteado por Carroll. Si Carroll nos ofrece el sueño, Manson lo transforma en pesadilla.

En mi ensayo El barco de cristal desarrollo los temas de Marilyn Manson que contienen referencias a Alicia, así como otras bandas y artistas de rock español –entre ellos, resulta destacable Enrique Bunbury– que también han versionado la novela y su secuela. El mundo de Alicia resulta muy recurrente en un género musical tan creativo como el rock, en el que la imaginación juega un papel esencial.

¿Qué fue del bastón de Bernarda Alba?

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Enriqueta Carballeira (La Poncia) e Irene Gutiérrez Caba (Bernarda) en la versión cinematográfica de La casa de Bernarda Alba (Mario Camus, 1987)

Bernarda: Quietas, quietas. ¡Qué pobreza la mía, no poder tener un rayo entre los dedos!

Martirio: (Señalando a Adela.) ¡Estaba con él! ¡Mira esas enaguas llenas de paja de trigo!

Bernarda: ¡Esa es la cama de las mal nacidas! (Se dirige furiosa hacia Adela.)

Adela: (Haciéndole frente.) ¡Aquí se acabaron las voces de presidio! (Adela arrebata un bastón a su madre y lo parte en dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un paso más.

Federico García Lorca, La casa de Bernarda Alba

He aquí uno de los momentos culminantes de la célebre obra lorquiana: cuando Adela, la hija menor de Bernarda Alba, rompe el bastón de su madre, que simboliza el poder, la férrea autoridad. Desde el comienzo de la obra, hemos asistido a una trama enmascarada, envuelta en una aparente calma –la calma tórrida del verano andaluz- en la que cada personaje ocupa su lugar y no tiene voluntad de escapar de él. Las dóciles hijas de Bernarda Alba, la Poncia, esa dicharachera y anciana criada: todas prisioneras en una casa, bajo el yugo de la matriarca; temerosas de levantar la voz, de reírse; temerosas incluso de sus propias miradas. Pero bajo la máscara de docilidad y de resignación, se va fraguando un fuego en el corazón de las muchachas, una sed de amor, de libertad; una tensión latente que va creciendo a medida que avanza la obra. La Poncia se lo advierte en un momento dado, cuando le dice: “Bernarda, aquí pasa una cosa muy grande”. La respuesta de Bernarda podría ser la de un dictador ante las primeras muestras de rebeldía en su nación: “Aquí no pasa nada”.

Mas esa “nada” va estirándose, solidificándose, hinchándose dentro de las almas; hasta desbordarse en el apoteósico desenlace, ese impulso rebelde de Adela, que parte en dos el bastón de su madre en un elogio ardiente y exaltado a la libertad. Una explosión de fuerza que solo dura unos minutos, porque Bernarda sustituye su bastón roto por una escopeta y va en busca de Pepe el Romano, el personaje que pone en marcha el conflicto en la obra al convertirse en el objeto amoroso de tres de las hermanas. Se escucha un disparo. Martirio, venenosa, hace creer a Adela que el disparo ha matado a Pepe, aunque en realidad su madre haya errado su puntería. Y Adela, como una Julieta doliente, pone fin a su vida ahorcándose, en un último y siniestro acto de libertad.

Entonces Bernarda, inmutable en su frialdad, resuelve la obra con unas terribles palabras: “Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! […] ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! […] ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!”. Un monstruoso silencio que arranca de cuajo aquel milagroso brote de rebeldía. Finalmente, la autoridad vence a la libertad.

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Cartel de la versión cinematográfica de La casa de Bernarda Alba (Mario Camus, 1987)

Lorca terminó de escribir la obra en junio de 1936; apenas dos meses más tarde, sería asesinado por los fascistas a comienzos de la Guerra Civil. En La casa de Bernarda Alba, trató de reflejar la represión de la España profunda, presente en los pueblos de su tierra natal, Granada. Para crear el personaje terrible de Bernarda, se inspiró en una vecina suya, Francisca Alba.

Desde su estreno mundial en 1945, en Buenos Aires, con la grandiosa Margarita Xirgu en el papel de la autoritaria matriarca, han sido innumerables las versiones que se han hecho del clásico lorquiano. También se ha llevado al cine, y en este terreno he de destacar la fabulosa adaptación que dirigió Mario Camus en 1987, con Ana Belén como Adela e Irene Gutiérrez Caba encarnando magníficamente a la terrible Bernarda.

Anteayer tuve ocasión de asistir a una nueva adaptación teatral de la obra en Estudio 2, una pequeña y acogedora sala presidida por el actor y director Manolo Galiana. La compañía Martes Teatro, que comenzó su andadura en el año 2004, fue la encargada de resucitar, de nuevo, el mundo lorquiano de pasiones oscuras y guitarras destrenzadas. Pilar Ávila representó magistralmente a una sobria Bernarda, capaz de helar la sangre a los espectadores. Alexia Lorrio, por su parte, consiguió otorgar a su personaje la vitalidad y determinación, la trágica impulsividad que posee el personaje original de Adela. Sus hermanas fueron encarnadas con brillantez por las actrices Ana Feijoo, Patricia García, Ainhoa Tato y Claudia Rivera. Nieves Córcoles dio vida a la excéntrica madre de Bernarda, que simboliza la libertad en la obra lorquiana. En esta adaptación, cobra una importancia capital el personaje de la Poncia, con extensos y emotivos monólogos en los que Pilar Civera brilló con luz propia.

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Cartel de la adaptación teatral de Óscar Olmedo (2015) por la compañía MARTES TEATRO

El escenario era sencillo, con una mínima decoración que, acertadamente, trataba de reflejar la asfixiante austeridad de la prisión doméstica donde conviven los personajes. Además, estos rompen los límites tradicionales del teatro y bajan del escenario a menudo, aprovechando también el pasillo de la pequeña sala. Un recurso conveniente que contribuye a sumergir aún más al espectador en la ficción teatral.

Pero, al llegar al desenlace, no pude evitar preguntarme qué fue del bastón de Bernarda Alba, un bastón que no aparecía en toda la función y que, por tanto, Adela no podía partir en dos. A cambio, gritaba a su madre e incluso la empujaba, recursos que no resultaban en modo alguno tan eficaces y categóricos como el original de Lorca.

Este no fue, en mi opinión, el único fallo en la dirección de Óscar Olmedo. En el desenlace, tras el suicidio de Adela, contemplamos a una Bernarda que se viene abajo, que tiembla de dolor, que debe sujetarse en los brazos de la Poncia para no caer. Que mientras pide silencio con voz compungida, muestra su desolación en el rostro.

Y esa no es la Bernarda Alba de García Lorca, porque el personaje original no tiembla ni se descompone. Ni llora. De hecho, la fuerza del desenlace de la obra radica en la inmutable frialdad de la matriarca, que no es capaz de dolerse ni aun de la muerte de su propia hija y cuya única obsesión es ocultar los hechos, enterrar el pequeño y triste brote de rebeldía con dentelladas de silencio.

Un error capital en la dirección que desvirtúa la esencia lorquiana en una adaptación, por lo demás, impecable, con excelentes interpretaciones y que respeta, en todo momento, los diálogos de la obra original.

El Bardo: más de medio siglo luchando por la poesía

Los participantes del acto. Fila de arriba, de izquierda a derecha: Alberto Guirao, Eric Sanabria, Alberto Guerra, José María de la Torre, Javier Lostalé. Fila de abajo, de izquierda a derecha: Paula Bozalongo, Eme Agra-Fagúndez, Conchy Gutiérrez, Andrea Toribio, Marina Casado, Déborah Alcaide, Marisa Marazuela y Amelia Romero
Los participantes del acto. Fila de arriba, de izquierda a derecha: Alberto Guirao, Eric Sanabria, Alberto Guerra, José María de la Torre, Javier Lostalé. Fila de abajo, de izquierda a derecha: Paula Bozalongo, Eme Agra-Fagúndez, Conchy Gutiérrez, Andrea Toribio, Marina Casado, Déborah Alcaide, Marisa Marazuela y Amelia Romero

Fue Federico García Lorca quien afirmó que “la poesía no quiere adeptos: quiere amantes”. Ayer aquellas palabras me bailaban todo el tiempo en la cabeza, mientras contemplaba con orgullo a las personas que, junto a mí, participaron en el acto en homenaje a la colección de poesía “El Bardo” (de la editorial Los libros de la frontera), que en 2014 cumplió 50 años. Fue en la Casa del Lector de Madrid y tuve el honor de presentarlo.

Resulta una maravilla celebrar algo así en estos “malos tiempos para la lírica”, que diría el gran Germán Coppini. En unos tiempos en los que no demasiados editores apuestan por la poesía, y especialmente si el poeta no es conocido. La gran labor de “El Bardo” fue publicar, desde sus orígenes en 1964, no solo a autores consagrados como el inigualable Vicente Aleixandre, sino también a poetas jóvenes y poco conocidos, por entonces. Algunos de los que publicaron su primer libro con “El Bardo” son hoy reconocidos como grandes autores de la lírica española contemporánea. Es el caso de Antonio Carvajal con su primer libro, Tigres en el jardín, publicado en “El Bardo” en 1968. Ayer, en representación suya, contamos con el magnífico poeta Javier Lostalé (excelso discípulo de Vicente Aleixandre), que nos recitó un poema de este libro, “Amor mío”.

Javier Lostalé recitando un poema de Antonio Carvajal
Javier Lostalé recitando un poema de Antonio Carvajal

El valor de un editor de poesía, como he dicho, es enorme, y merece nuestra admiración y nuestro agradecimiento, porque es necesario que alguien siga apostando por el género que mejor es capaz de reflejar el alma humana, de volcar las emociones en unos versos y dárnoslas a beber. Lo que “El Bardo” ha conseguido en sus más de 50 años en activo ha sido reunir en una colección a las grandes voces de la poesía española contemporánea. Algunos de estos gigantes poéticos resurgieron ayer en otras voces, las de los jóvenes poetas que nos atrevimos a recitarlos y recordarlos.

Marina Casado presentando el acto
Marina Casado presentando el acto
Conchy Gutiérrez y Eric Sanabria recitando por Gloria Fuertes y Félix Grande
Conchy Gutiérrez y Eric Sanabria recitando por Gloria Fuertes y Félix Grande
Eme Agra-Fagúndez y Alberto Guerra recitando por Ana María Moix y Miguel Labordeta
Eme Agra-Fagúndez y Alberto Guerra recitando por Ana María Moix y Miguel Labordeta
Andrea Toribio y Paula Bozalongo recitando por Carlos Bousoño y Vicente Molina Foix
Andrea Toribio y Paula Bozalongo recitando por Carlos Bousoño y Vicente Molina Foix
Déborah Alcaide y Alberto Guirao recitando por Ángel González y Pere Gimferrer
Déborah Alcaide y Alberto Guirao recitando por Ángel González y Pere Gimferrer
Marina Casado y José María de la Torre recitando por Vicente Aleixandre y Gabriel Celaya
Marina Casado y José María de la Torre recitando por Vicente Aleixandre y Gabriel Celaya

Tras el recital, la directora de “El Bardo”, Amelia Romero, nos habló sobre la historia de la colección y, posteriormente, con palpable emoción, recordó a Carlos Sahagún, brillante poeta de la Generación del 50, muy vinculado a “El Bardo”, que falleció el pasado 28 de agosto. Su viuda, Marisa Marazuela, estuvo anoche también con nosotros.

Amelia Romero, directora de "El Bardo", cerrando el acto
Amelia Romero, directora de «El Bardo», cerrando el acto

Fue un acto memorable, digno de un evento como es la celebración de más de medio siglo de “El Bardo” luchando por la poesía. Una cifra que representa un triunfo fulminante sobre esa superficialidad terrible que amenaza a veces con asolar nuestra sociedad actual. Por eso, cuando mi amigo y editor José María de la Torre me puso en contacto con Amelia Romero, me ilusionó la idea de poder organizar este acto.

La fiesta no terminó en la Casa del Lector: posteriormente, continuamos leyendo nuestros propios poemas en una cafetería cercana, y la noche de este noviembre recién estrenado tembló con nuestros versos, y comprendí que la poesía permanece viva y así será siempre mientras conserve amantes, que no adeptos. Ayer también soñamos con el recuerdo de Luis Cernuda, muerto exactamente 52 años antes, pero resplandeciente en nuestros corazones. Verdaderamente, Lorca se hubiera sentido satisfecho de todos nosotros.

Programa del acto
Programa del acto

De Luis Cernuda y canciones vagabundas

Hasta hace poco, era yo casi la única persona en acordarse de que un 21 de septiembre de 1902 nacía en Sevilla Luis Cernuda, el poeta que me hizo enamorarme perdidamente de la poesía. Hoy casi se puede decir que su «cumpleaños» es trending topic en Twitter, y me siento como una madre que se percata de que su hijo se ha hecho mayor y no la necesita. A estas alturas, la poesía de Cernuda ha recibido, por fin, la valoración que se merecía, cumpliéndose la estremecedora profecía realizada por el propio poeta en «Un español habla de su tierra». Dice en este poema, dirigiéndose a España: «Un día, tú ya libre / de la mentira de ellos, / me buscarás. Entonces, / ¿qué ha de decir un muerto?».

Descubrí a Luis en un libro de texto del instituto, en aquella época en la que solo existían Rubén Darío y Bécquer. Sentí un escalofrío al leer aquel poema a partir del cual todo cambió. Terminaba con las palabras: «aparte, como naipe cuya baraja se ha perdido».

Hoy, con motivo del 113º aniversario de su nacimiento, Javier Lozano y yo hemos publicado un videopoema interpretando «mi» poema cernudiano, «Para unos vivir», en nuestro canal de Youtube La Canción Vagabunda, en el que cada semana os ofrecemos un nuevo videopoema. Os dejo aquí los enlaces de los publicados hasta el momento:

  1. «Yo persigo una forma» (Rubén Darío)
  2. «Si el hombre pudiera decir» (Luis Cernuda)
  3. «Insomnio» (Dámaso Alonso)
  4. «Para alcanzar la luz» (Manuel Altolaguirre)
  5. «La risa que me escondes» (Juan Carlos Aragón)
  6. «Para unos vivir» (Luis Cernuda)

Y si te interesa conocer mejor nuestro proyecto, échale un vistazo a la «Presentación«.

Luis Cernuda y la responsabilidad del poeta

Aunque bien es cierto que la poética de Cernuda sufre una gran evolución desde su temprano Perfil del aire hasta su última obra, Desolación de la Quimera, pasando por numerosas corrientes, estéticas e influencias; hay algo esencial que se mantiene a lo largo del tiempo, que el autor intuye en sus primeros poemas y asume totalmente al entrar en el período de madurez, y que es precisamente lo que impulsa su trayectoria. Me refiero a la concepción que Cernuda tiene de la poesía, de la figura del poeta y, consecuentemente, de sí mismo.

Tal vez sea en Ocnos, su gran obra autobiográfica de prosa poética, donde podamos encontrar más claves para profundizar en esta concepción cernudiana de la poesía. La obra, precisamente, comienza con un texto titulado «La poesía», donde se refiere a una experiencia infantil en la que, escuchando un piano, empieza a vislumbrar por primera vez la presencia de «otra realidad»:

¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía como no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso.

Ese “algo alado y divino”, ese “nimbo trémulo”, no es otra cosa que la poesía. Para Cernuda, por tanto, esta se encuentra en una suerte de realidad tan solo perceptible para los poetas: los verdaderos poetas, que se descubrirán a sí mismos como tales ya desde la infancia. Desde ese momento preciso, asumirán la responsabilidad de comunicar al resto de la humanidad la poesía, que Cernuda llamó “Belleza oculta” en Ocnos:

Apoyado sobre el quicio de la ventana, nostálgico sin saber de qué, miró al campo largo rato.

Como en una intuición, más que en una percepción, por primera vez en su vida adivinó la hermosura que todo aquello que sus ojos contemplaban.  Y con la visión de esa hermosura oculta se deslizaba agudamente en su alma, clavándose en ella, un sentimiento de soledad hasta entonces para él desconocido.

El peso del tesoro que la naturaleza le confiaba era demasiado para su solo espíritu aún infantil, porque aquella riqueza parecía infundir en él una responsabilidad y un deber, y le asaltó el deseo de aliviarla con la comunicación de los otros. Mas luego un pudor extraño le retuvo, sellando sus labios, como si el precio de aquel don fuera la melancolía y aislamiento que lo acompañaban, condenándole a gozar y y a sufrir en silencio la amarga y divina embriaguez, incomunicable e inefable, que ahogaba su pecho y nublaba sus ojos de lágrimas.

Este texto resulta fundamental, pues nos ofrece una definición exacta de lo que para Cernuda es la poesía y lo que esta supone. Es, simultáneamente, un don y una maldición: una capacidad de vislumbrar la belleza oculta que existe en las cosas, a cambio de un precio terrible: la soledad, el aislamiento. Desde que el poeta empieza a intuir su capacidad, comienza a presentir también el sentimiento de soledad “hasta entonces para él desconocido” que le acompañará el resto de su vida.

Luis Cernuda en su exilio mexicano

El don de la poesía no constituye una elección, por tanto, sino una responsabilidad que se produce en forma de alumbramiento y que el poeta debe asumir. El vate se convierte, así, en un héroe, en un elegido cuasi divino cuyo poder, en este caso, se lo otorga la Naturaleza, con la que adquirirá una deuda. La relación entre poeta y Naturaleza se volverá muy estrecha y conformará uno de los ejes centrales de la poética cernudiana.

La responsabilidad del poeta, entonces, será la de comunicar esa belleza oculta a las demás personas, que son incapaces de descubrirla por sí mismas. Dicha responsabilidad no termina en vida: la poesía, al identificarse con la Naturaleza, es eterna como ella y supera a la condición humana del poeta, que queda como mero transmisor. Un poeta solo podrá serlo verdaderamente al continuar viva su palabra cuando él ya no lo esté. He ahí la auténtica dimensión del verso cernudiano “Para el poeta la muerte es la victoria”, que dedica a la memoria de su gran amigo Federico García Lorca en 1937.