Una estrella caída llamada Dean Moriarty

Tuve de pronto la visión de Dean, como un ángel ardiente y tembloroso y terrible que palpitaba hacia mí a través de la carretera, acercándose como una nube, a enorme velocidad, persiguiéndome por la pradera como el Mensajero de la Muerte y echándose sobre mí. Vi su cara extendiéndose sobre las llanuras, un rostro que expresaba una determinación férrea, loca, y los ojos soltando chispas; vi sus alas; vi su destartalado coche soltando chispas y llamas por todas partes; vi el sendero abrasado que dejaba a su paso; hasta lo vi abriéndose camino a través de los sembrados, las ciudades, derribando puentes, secando ríos. Era como la ira dirigiéndose al Oeste. Comprendí que Dean había enloquecido una vez más.

Jack Kerouac, En el camino

 

Dean Moriarty, imagen de la inconstancia, eufórico e impulsivo hasta la violencia, es el verdadero protagonista de En el camino, la obra maestra de Jack Kerouac que debió haberse traducido como En la carretera, puesto que, en mi modesta opinión, se acercaría más al sentido que pretendía darle el autor. La llegada de Dean a la vida del narrador, Sal Paradise –personaje tras el cual se oculta el propio Kerouac- supone el comienzo de todos los alocados viajes que se desarrollan en la novela a lo largo y ancho de los Estados Unidos durante la segunda mitad de la década de los cuarenta. Porque Dean es el espíritu de la carretera: ese impulso aventurero hecho carne, la parte oscura de cada conciencia, el catalizador que logra que un grupo de escritores veinteañeros de clase media, hambrientos de experiencias, escojan una vida nómada en la que a menudo deben recurrir a la mendicidad para seguir adelante. Una elección que sitúa sus existencias al borde de un constante precipicio.

¿Pero quién es Dean Moriarty, más allá de un joven estadounidense que no conoce otros límites que los dictados por sus propios deseos? Su pasado es oscuro: su infancia transcurrió en varios reformatorios debido a su afición por robar coches, y estuvo marcada por la figura de un padre que llevaba su mismo nombre y que tampoco constituía un ejemplo ético: Dean lo define como “un mendigo”, y sabemos que alguna que otra vez ha estado en la cárcel. Su hijo lo busca durante toda la novela, pero su ausencia prevalece hasta el final del último capítulo, en el que Sal Paradise se pregunta una vez más por su paradero.

Neal Cassady y Jack Kerouac, las personas reales que se ocultaban tras los personajes de Dean Moriarty y Sal Paradise, en 1952
Neal Cassady y Jack Kerouac, las personas reales que se ocultaban tras los personajes de Dean Moriarty y Sal Paradise, en 1952

Dean posee una personalidad magnética: su discurso entusiasta, su pasión por la vida, su euforia desatada, son como un virus que se extiende por los corazones de Sal Paradise –Kerouac-, Carlo Marx –Allen Ginsberg- y cualquiera que se cruce en su camino. Su insuperable encanto le hace único también a la hora de seducir mujeres. A lo largo de la novela, se casa tres veces –con Marylou, Camille e Inez- y se enamora apasionadamente en innumerables ocasiones, siempre de un modo inconstante e impulsivo, el mismo que le hace ir pasando de Marylou a Camille, de Camille a Marylou y otra vez a Camille, de Camille a Inez y de Inez a Camille –Marylou queda fuera del juego cuando se casa con otro hombre-, sin decidirse definitivamente por ninguna. Las temporadas en las que logra sentar la cabeza con una determinada mujer, trabajar y llevar una vida más o menos ordenada, se rompen súbitamente cuando siente, de nuevo, la llamada de la carretera, que enseguida contagia a Sal. Este, que se presenta al lector como un muchacho aventurero pero razonable, pierde toda la compostura bajo la influencia de Dean, que es algo así como la parte irracional de su personalidad.

Al comienzo de la novela, Dean es el héroe de toda la pandilla, la que constituiría la llamada “Generación Beat”. Los hombres –entre ellos, Sal Paradise- lo admiran y las mujeres se enamoran a su paso: todos sucumben al hechizo de su encendida personalidad. Sal se esfuerza por seguirlo, por agradarle, busca su atención porque lo idolatra. Poco a poco, va siendo testigo –a la vez que el lector- de la progresiva decadencia de Dean: de sus episodios violentos, sus cada vez más frecuentes arranques de locura, su particular visión del mundo que le acarrea más de un problema con la Justicia… A medida que avanza la historia, los encantos de Dean van perdiendo su efecto en sociedad, donde ya es reconocido casi oficialmente como un pobre loco y a menudo es rechazado por los que antes se llamaran sus amigos. Padece problemas de salud. Solo Sal se mantiene fiel, a pesar de ser consciente de sus debilidades: de idolatrarlo pasa a protegerlo, y es que En el camino es también la evolución de una amistad a lo largo de los años, la de Sal y Dean. Al final de la novela, cuando Sal cae enfermo en México con disentería, Dean lo abandona y regresa solo a Estados Unidos. Es el final de un ciclo.

Neal Cassady -Dean Moriarty- detenido en 1944
Neal Cassady -Dean Moriarty- detenido en 1944

Desde la imagen de Dean en el primer capítulo como “un Gene Autry joven […], un héroe con grandes patillas del nevado Oeste” hay una evolución hasta la imagen del último capítulo: “Y el pobre Dean, enfundado en el apolillado abrigo […], se alejó caminando solo”. En este último capítulo, Moriarty emprende un largo viaje del Oeste al Este de Estados Unidos únicamente para reencontrarse con Sal. Pero este ya tiene una vida hecha y no cede, como en otras ocasiones, a la llamada de Dean, que es la llamada de la locura, la llamada de la carretera.

Dean Moriarty es el personaje detrás del cual se esconde Neal Cassady, el benjamín de la Generación Beat que fue, sin embargo, icono e impulsor de toda ella. Cassady, al igual que Moriarty, llevó una vida de excesos y aventuras y falleció joven, a los 41, a causa de una sobredosis de barbitúricos.

Al concluir la obra maestra de Kerouac, he comprendido por qué se trataba del libro favorito de Jim Morrison, mítico líder de The Doors con pretensiones de poeta beatnik. Morrison tampoco fue capaz de vivir una existencia mínimamente ordenada: igual que Moriarty, sentía de cuando en cuando la llamada de la locura, de la carretera. Se enamoraba apasionadamente y él mismo iba enamorando a todo aquel que le escuchaba. No conocía límites, era espontáneo hasta extremos inquietantes y no respetaba ninguna regla. Con el paso de los años, sus excesos lo convirtieron en un alcohólico que era rechazado por los mismos que antes habían bailado a su alrededor. Una persona desequilibrada, temida por sus cada vez más frecuentes raptos de locura y de violencia, digna de compasión. Jim Morrison viajó hacia una decadencia similar a la de Dean/Neal, pero con una muerte más temprana, acaecida a los 27… Jim y Dean, dos estrellas caídas que no supieron conservar su fulgor.

Jim Morrison, detenido en 1963
Jim Morrison, detenido en 1963
Jim Morrison, detenido en 1970
Jim Morrison, detenido en 1970

Crítica de «Los despertares» (Por Julia Labrador)

Portada Despertares

«Marina Casado, periodista, especialista en Literatura, escritora y, por encima de todo, poeta, ha publicado por fin su primer poemario, «Los despertares», en Ediciones de la Torre, tras haber sido galardonados sus poemas con varios Premios y Menciones Honoríficas durante estos años.

Quizá por ser el primero es su libro más íntimo, más personal, en el que desnuda su alma que sueña, el alma que habita sus sueños y que se asoma a la vida en un despertar múltiple y sucesivo, de ahí el plural del título.

Los despertares va precedido por una dedicatoria que sorprende: “A mi Mundo-Nube”. Resulta curioso que el objeto de la misma no sea una persona sino un todo intangible que, en el fondo, está encerrado dentro del libro y a la vez contiene una parte del mismo, pues de ese mundo de la autora procede la fuente de inspiración de muchos de sus poemas o incluso algunos de los propios poemas completos.»

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Adolescencia y nubes en Luis Cernuda

Luis Cernuda en los años veinte
Luis Cernuda en los años veinte

“Soy el eterno adolescente”, escribió Luis Cernuda en 1931, en un fragmento de una obra inédita en vida del poeta que, muchos años más tarde, el estudioso José Luis Cano tituló Una comedia inacabada y sin título. Y con aquellas palabras Cernuda, de algún modo, se describía a sí mismo. Durante toda su existencia, se consideró un adolescente encerrado en un cuerpo que se hallaba sujeto a las vicisitudes del tiempo, un cuerpo que envejecía, al contrario que el alma encerrada en él, que se mantenía joven.

La adolescencia es, para Cernuda, el más alto ideal de ética y estética, la idea misma de perfección. Sus versos se hallan plagados de hermosos jóvenes, esbeltos y de piel bronceada, de cabellos claros y perfil apolíneo, en consonancia con la belleza de la Grecia clásica. El amor aparece unido a esta adoración por la adolescencia. La pasión amorosa es para el poeta, casi siempre, un sentimiento platónico que no se atreve a llevar a un plano más terrenal o carnal. La perfección reside en la contemplación de esa belleza, en su mera cercanía, como podemos comprobar en el conjunto de poemas titulado “Poemas para un cuerpo”, escritos ya durante su exilio mexicano.

Además de esa belleza clásica, el adolescente ideal cernudiano posee dos características conectadas entre sí: la primera es la espontánea manifestación del deseo, porque no está sujeto aún a los terribles condicionamientos sociales, a la hipocresía mundana, sino que se mantiene en un plano de inocente pureza. La segunda, tiene que ver con el modo en que ese deseo toma forma: como un remolino cambiante que provoca constantes altibajos en el ánimo, en el humor. Tal vez, esta segunda característica sea, desde el punto de vista de la Psicología, la más realista. En la mencionada Una comedia inacabada y sin título, uno de los protagonistas, “El Silfo”, la desarrolla:

El adolescente cree definitivos los sentimientos. Un día está triste, ¡qué digo un día!, una mañana, unos minutos está triste porque el sol extiende en la habitación un rayo más luminoso anunciando la primavera; siente una melancolía insoportable, y quiere morir. Otra vez se siente orgulloso porque al pasar junto al agua ha visto dibujado en ella el gracioso reflejo de su figura, y quisiera mantener vivo siempre ese orgullo. Es necesario enseñarle a que se abandone en brazos de la diversidad. Si encuentra jugoso o amargo un fruto no quiere saber que al lado, pendiente de la rama, hay otro fruto aún más tentador porque se desconoce.

Es el cambio, la falta de constancia, lo que define el alma adolescente. El sentimiento no puede ser definitivo y ve disminuida, por tanto, su gravedad, pero este hecho forma parte del encanto natural de la adolescencia y Cernuda lo resuelve alegando por el abandono a la diversidad, es decir, por asumir esa falta de constancia y dejarse llevar por ella, doblarse como un junto bajo el viento, no establecer un único camino, abrir puertas y cosechar experiencias. Esta idea conecta en parte con la filosofía vital de Arthur Rimbaud acerca del “desarreglo sistemático de todos los sentidos”, aunque Rimbaud se situaba en un extremo porque animaba a vivir al límite, siempre al borde del precipicio, y reduciéndolo a aquellas personas con pretensiones de creación literaria, es decir, a los poetas. Cernuda aboga, simplemente, por no cerrarse a una sola perspectiva, no arraigarse a una postura, sino liberar la fuerza del deseo, que es cambio y que es aventura, viaje.

El joven poeta Arthur Rimbaud podría ser la inspiración para el personaje de Lafcadio Wluiki
El joven poeta Arthur Rimbaud abogaba por el «desarreglo sistemático de todos los sentidos»

También en Una comedia inacabada y sin título, el personaje de la Gitana le dice en un momento dado al Silfo: “Estás queriendo mucho a quien no lo merece. Tiene el pelo rubio y los ojos que mudan de color como sus sentimientos. Desconfía de esa persona” (490). El objeto de esta descripción es Conrado, el otro protagonista: un adolescente que, al conocer al Silfo, siente una súbita fascinación hacia él que le lleva a seguirlo a cualquier parte. Pero la Gitana le advierte al Silfo que no se fíe de ese sentimiento, porque, al tratarse de un adolescente, no puede ser definitivo. Y esto queda simbolizado por los “ojos que mudan de color”, un rasgo de Conrado que también se menciona al comienzo de la obra, cuando dice El Silfo: “Son cambiantes como ese divino afán que nos persigue y que es la propia vida hostigándonos para levantarla hasta las estrellas”.

En el mismo año, 1931, escribe Cernuda la “Carta a Lafcadio Wluiki”, un personaje perteneciente a la obra Les Caves du Vatican, de André Gide, una lectura que resultó definitiva para el poeta, puesto que gracias a ella asumió por completo su condición homosexual. Y en Lafcadio, aquel joven descarado, cínico y espontáneo, rabiosamente hermoso, encontró el ideal que se repetiría constantemente en su obra, en personajes como Conrado o Aire, el bello y desdichado adolescente malagueño en torno al cual gira la obra de teatro El indolente. Lafcadio, a su vez, parece inspirado por la personalidad real de Arthur Rimbaud, ese enfant terrible. En su Carta a Lafcadio Wluiki, escribe Cernuda:

Hablan en mí diversas voces que gritan, suplican, lloran y sonríen. Mayor fuerza que el huracán cuando se arrastra y clama a lo largo de un bosque tiene la voz total que forman esas diferentes voces interiores. Es la voz de un deseo insaciable que se confunde con la propia vida. […] Unas veces habla de placer, otras de tristeza, otras de tormento; pero siempre es la voz de un mismo afán sin nombre, un divino afán hostigándonos para levantar la vida hasta las estrellas. 

Como vemos, Cernuda usa aquí las mismas palabras que en Una comedia inacabada y sin título, cuando El Silfo identificaba ese mismo “divino afán” con los ojos de color indefinido de Conrado. Ese afán tiene un nombre: deseo.

Luis Cernuda en una azotea de la Calle Mayor, Madrid, 1930
Luis Cernuda en una azotea de la Calle Mayor, Madrid, 1930

De la misma época, se conserva un poema inédito en vida de Cernuda titulado “No es nada”, que dice así:

Algunas veces soy feliz

Algunas veces vagamente

Como las nubes ceden luz

Como un amor dudando nace

Ser feliz es cantar sin voz

Con la aventura entre los dientes

Ser feliz es cerrar los ojos

Sintiendo el mundo que se mece

Algunas veces soy feliz

Algunas veces quiero quiero

Mas sólo a veces.

La idea de asociar los cambios en el ánimo al paso de las nubes, por esa misma inconstancia, la encontramos también en otro poema más conocido, perteneciente a la obra de 1934 Donde habite el olvido. Dicho poema comienza diciendo “Adolescente fui en días idénticos a nubes, / Cosa grácil, visible por penumbra y reflejo”. Años antes, en el poemario de 1929 Un río, un amor, define las nubes como “Frentes melancólicas que sujetan el cielo, tristezas fugitivas”. De nuevo, la idea de inconstancia, de impermanencia, de cambio, que conecta con la adolescencia, con el deseo que Cernuda identifica con el amor.

En la propia biografía del poeta, descubrimos que desde su infancia, y debido a que su padre era militar, cambió constantemente de hogar. Pero en su juventud, continuó viajando por su cuenta, sin establecerse definitivamente en ningún sitio. Solo al final de sus días, allá en su exilio mexicano, pareció detenerse. Sin embargo, la habitación donde transcurrió aquel tramo final de la vida, en la casa de Concha Méndez, estaba decorada sobriamente: Cernuda nunca se molestó en personalizarla. Igual que si esperara, de un momento a otro, recoger sus pocas pertenencias y marcharse, marcharse en pos de ese loco deseo adolescente que nunca pudo abandonarlo.

Homenaje poético a los 90 años de Leonor Machado

El momento más emotivo del acto: Leonor Machado recitando poemas de su padre y tíos: Manuel, Antonio y Francisco
El momento más emotivo del acto: Leonor Machado recitando poemas de su padre y tíos: Manuel, Antonio y Francisco

“Estos días azules y este sol de la infancia”, fueron las últimas palabras escritas por Antonio Machado, halladas en el bolsillo de su traje tras su fallecimiento en el exilio francés, en 1939. Hoy aquellos días azules machadianos permanecen reflejados en los iris de su sobrina Leonor, que el pasado tres de septiembre cumplió 90 años. Leonor, hija de Francisco, el hermano menor de Antonio, fue bautizada así en memoria del primer gran amor de su tío, que falleció poco después de casarse con él: la niña enferma que se escondía tras los vulnerables y esperanzados versos de “A un olmo seco”, Leonor Izquierdo.

Aquel olmo, o niña, no terminó de ver brotar sus hojas. Pero sí lo hizo la que heredó su nombre: Leonor Machado, que concentra en su persona –y en sus ojos de azules machadianos- la sensibilidad poética de sus tíos y padre. Porque si Manuel y Antonio, los dos hermanos mayores, son reconocidos a día de hoy como dos grandes figuras de la literatura española, Francisco, el menor, tampoco se quedó atrás en cuanto a calidad literaria. Aunque no se dedicó por completo a la escritura, como Manuel y Antonio, escribió bastante poesía que durante muchos años permaneció en el olvido. Por suerte, últimamente se ha empezado a difundir y a valorar como es debido. Es recomendable, en este sentido, la Obra escogida de Francisco Machado publicada por Ediciones de la Torre en 2013.

El pasado jueves 11 de septiembre, tuve el privilegio de coordinar el homenaje íntimo por el 90º cumpleaños de Leonor en el pabellón de cristal del madrileño Café del Espejo. El periódico El País se hizo eco del acontecimiento, en el que estuvieron presentes una cincuentena de personas. Como no podía ser de otra forma, el acto se desarrolló en forma de recital poético. Durante la primera parte, siete poetas de entre 24 y 26 años –Guillermo Pavón, Eric Sanabria, Fernando Antequera, Óscar Sejas, Rosalba Torrijos, Luis Cano, Alberto Guirao y quien esto escribe- salimos a recitar poemas de los tres hermanos Machado y también versos propios. Y es que la poesía joven le debe mucho a los Machado, que consiguen bucear en todos los corazones sin importar la edad, la condición o la época en la que se sitúen los lectores. En pleno 2014, continuamos sintiendo escalofríos ante el ingenio decadentista de Manuel, la hondura y sinceridad de Antonio y la entrañable melancolía de Francisco.

Momentos previos al acto. Los poetas Eric Sanabria y Fernando Antequera, y el hermano del primero, Jaime
Momentos previos al acto. Los poetas Eric Sanabria y Fernando Antequera, y el hermano del primero, Jaime
El poeta Guillermo Pavón
Guillermo Pavón recitando
El poeta Fernando Antequera recitando
Fernando Antequera recitando
Óscar Sejas recitando
Óscar Sejas recitando
Rosalba Torrijos recitando
Rosalba Torrijos recitando
Luis Cano recitando
Luis Cano recitando
Alberto Guirao recitando
Alberto Guirao recitando
Marina Casado recitando
Marina Casado recitando

En la segunda parte del acto, amigos de Leonor se levantaron para ponerle voz a conocidos poemas machadianos. Allí estuvieron el músico Unai Gutiérrez Calvo, José Manuel Delgado, Secretario de la Fundación Amigos de la Biblioteca Nacional de España; el escritor Carlos Mora, el catedrático y docente Fernando Carratalá; el poeta y editor Jesús García Moreno y José María de la Torre, fundador y director de Ediciones de la Torre.

A continuación, Leonor dio las gracias, visiblemente emocionada, y concluyó leyendo tres poemas de Manuel, Antonio y Francisco Machado, respectivamente. Leonor había disfrutado con todos los poemas que se recitaron durante la velada, murmurando entre dientes los versos que conocía de memoria, en esa memoria en la que se atesoran, como luceros antiguos, tantos recuerdos que hoy podrían considerarse parte viva de la historia de la poesía española.

El emotivo homenaje concluyó con unas palabras de Manuel Álvarez Machado, hijo de Leonor, en las que describió las más recientes investigaciones de la Revista Machadiana. Por último, Carlos, sobrino de Leonor, recitó las palabras con las que comenzaba esta crónica: “Estos días azules y este sol de la infancia”.

Manuel Álvarez Machado
Manuel Álvarez Machado
Al finalizar el acto, Marina Casado y Leonor Machado
Al finalizar el acto, Marina Casado y Leonor Machado

El espíritu de Velintonia

Recuerdo siempre la cordialidad, la simpatía con que Aleixandre me acogió. No sabía yo como él, regulando su jornada de manera precisa e invariable, dedicaba al reposo, para atender a su salud, las horas en que yo, sin previo aviso, había irrumpido con mi visita. Que rompiera su reposo para recibirme fue ya una gran gentileza. Era en su casa tan recogida y silenciosa, entre los árboles del Parque Metropolitano. En el salón, donde me habían hecho pasar, mientras anunciaban mi nombre, apareció un mozo alto, corpulento, rubicundo, de cuya benevolencia amistosa daban pruebas, ambas sonrientes, la entonación de su voz y la mirada de sus ojos azules.

(“Vicente Aleixandre”, Luis Cernuda)

Vicente Aleixandre y Luis Cernuda en 1927
Vicente Aleixandre y Luis Cernuda en 1927

Así describe Luis Cernuda su primer encuentro con su compañero de generación, Vicente Aleixandre (1898-1984), en 1927. Por supuesto, como telón de fondo aparece su célebre casa de la calle Wellington, número 3 –que después pasaría a llamarse calle Velintonia y más tarde, para desdicha del poeta, calle de Vicente Aleixandre-, situada en la zona de Metropolitano, en Madrid. Aquella casa, a la que Aleixandre y su familia se mudaron, precisamente, en 1927, resultó desde entonces inherente a su persona. Aleixandre era muy delicado de salud, por lo que salía poco y prefería recibir las visitas en su casa, que pronto comenzó a ser frecuentada por Cernuda, García Lorca, Gerardo Diego y el resto de poetas de la legendaria Generación del 27. Miguel Hernández, más joven que todos ellos, se convirtió en un incondicional. Mientras Lorca o Cernuda le daban la espalda, el bondadoso Aleixandre no solo le abrió las puertas de su casa, sino también las de su corazón, convirtiéndolo en uno de sus amigos más cercanos. Fue él quien veló por la publicación de gran parte de su legado después de morir Hernández en la cárcel como prisionero de guerra, en 1942.

Durante la Guerra Civil, la casa de la calle Velintonia sufrió el impacto de algún bombardeo, quedando destruidos los fondos de la biblioteca. Aleixandre fue uno de los pocos de la Generación del 27 que no marchó al exilio, no porque estuviera conforme con el nuevo régimen franquista, sino, sobre todo, por su delicada salud, que le obligaba a llevar una vida de reposo. Su obra Sombra del paraíso, publicada en 1944, se enmarca dentro de la corriente que Dámaso Alonso definió como “poesía desarraigada”, que ahonda en la angustia vital y la perspectiva existencialista, provocadas por la experiencia traumática de la guerra. Dámaso fue autor de otra obra situada en esta corriente, Hijos de la ira, publicada en el mismo año.

Jardín de Vicente Aleixandre.Medardo Fraile, Claudio Rodríguez, Carlos Bousoño, José Hierro, Vicente Aleixandre y Concha Lagos
Jardín de Vicente Aleixandre.Medardo Fraile, Claudio Rodríguez, Carlos Bousoño, José Hierro, Vicente Aleixandre y Concha Lagos

Ausentes la mayoría de los del 27, la casa de Velintonia se convirtió en lugar de reunión para los jóvenes poetas que contemplaban a Aleixandre como un maestro. Escritores de la talla de  Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma, José Manuel Caballero Bonald, José Hierro, Carlos Bousoño, Francisco Brines, Vicente Molina Foix, Luis Antonio de Villena, José Luis Cano; aún se pasean en el recuerdo por los jardines y los elegantes pasillos que una vez habitara la sonrisa amable de Vicente.

Tras la muerte de su hermana, Conchita Aleixandre, última habitante de la casa después del fallecimiento del poeta, esta quedó en un lamentable estado de abandono. A pesar de tratarse del hogar de un Premio Nobel –Aleixandre recibió este galardón en 1977- y de un lugar de reunión para varias generaciones de escritores y artistas, las administraciones públicas nunca han demostrado demasiado interés por comprarlo y convertirlo en un centro cultural o poético, como se haría en cualquier país civilizado. Por su parte, algunos herederos exigen precios desorbitados a las administraciones, alegando su valor histórico. Las administraciones esgrimen la vergonzosa excusa de que la casa ya no está amueblada. Ahora, este vano tejemaneje parece que ha terminado: los herederos han puesto a la venta el edificio, cuyo triste fin podría ser la demolición. El tiempo se agota y ningún mesías aparece para salvar a la poesía. La Asociación de Amigos de Vicente Aleixandre, presidida por Alejandro Sanz, reivindica la memoria del poeta que persiste en su casa, y lucha para que esta pueda reconvertirse en una Casa de la Poesía. Sin embargo, las administraciones públicas permanecen escalofriantemente indiferentes.

Casa de Vicente Aleixandre contemplada desde el jardín
Casa de Vicente Aleixandre contemplada desde el jardín
Vicente Aleixandre en su salón, años ochenta
Vicente Aleixandre en su salón, años ochenta

En cualquier país europeo a excepción de España –país donde sólo el fútbol goza de privilegios y valoración social– considerarían una aberración la posibilidad de demoler la casa de un Premio Nobel, por muy desamueblada que esté. Siento una terrible impotencia  ante esta situación, en la que políticos tanto de derechas como de izquierdas han vuelto la cara.

El pasado viernes, asistí a la presentación del libro que acaba de publicar La Revista Áurea, de Miguel Losada, coordinado por Alejandro Sanz. Se titula Entre dos oscuridades, el relámpago, y en él escriben poetas como Caballero Bonald, Javier Lostalé, Luis Eduardo Aute, Pere Gimferrer o Vicente Molina Foix. Encontramos, además, un poema del ya fallecido José Luis Cano y un inédito del propio Aleixandre, “La vida”, que comienza así:

No te quejes de que los hombres sufran.

No te quejes, al despertar, de que todos los hombres sufran,

de que el dolor del mundo esté en las palmas de las manos,

mientras las plumas suaves vuelan libres, lejanas.

Manuscrito de "La vida", un inédito de Vicente Aleixandre de los años treinta (Archivo de Alejandro Sanz)
Manuscrito de «La vida», un inédito de Vicente Aleixandre de los años treinta (Archivo de Alejandro Sanz)

El acto se desarrolló en el jardín de la casa de Velintonia, junto al hermoso cedro plantado por el poeta en los años veinte. La voz serena de Aleixandre, recitando, invocó el silencio de los doscientos asistentes y despertó temblores en las pupilas. El crepúsculo dio paso a la noche, una noche de verano precoz, que suspiraba brisa de la sierra cercana. Faltaron Caballero Bonald y Clara Janés, pero resultaron emocionantes los poemas recitados por Fernando Delgado, Molina Foix o Lostalé. Fue una velada mágica de poesía y de música, con el cantautor Luis Eduardo Aute interpretando tres canciones a modo de colofón final. Y la luna llena, sonriente como el rostro ovalado de Aleixandre, nos alumbraba.

Luis Eduardo Aute cantando en el jardín de la casa de Velintonia 3. Foto de El País
Luis Eduardo Aute cantando en el jardín de la casa de Velintonia 3. Foto de El País

Al terminar el acto, se nos ofreció la posibilidad de visitar la casa por dentro. Por primera, vez, crucé la puerta verde que tantas veces se había abierto en mi imaginación y en todos los libros de memorias y biografías que he leído. Nuestro guía, Alejandro Sanz, tenía que conducirnos con una linterna, porque solo algunas salas disponían de luz eléctrica. Las habitaciones, inmensas y vacías, con largas paredes verdes, descansaban en medio de un silencio en penumbra. Sin embargo, no tuve la sensación de hallarme en un lugar deshabitado, sino temporalmente en reformas. Parecía que la esquina más inesperada daría paso a una estancia donde encontraría a Aleixandre, repantigado en un sillón de oreja, flanqueado por Lorca, que reiría mientras contaba algo con su gracia granadina, y por Cernuda, armado de una sonrisa diminuta y prudente. La calidez que debió de existir no se había extinguido del todo. Desde el ventanal del salón de la planta baja, se adivinaba la luna llena alumbrando el jardín ahora asilvestrado. Me imaginé a Aleixandre allí parado, contemplándolo, y volviéndose hacia mí con una sonrisa acogedora. Y me sentí un poco más poeta porque, como tantos otros antes que yo, por fin había visitado la Casa de la Poesía, aunque fuera en las desérticas condiciones impuestas por el deshumanizado siglo XXI…

Calle de Vicente Aleixandre, número 3
Calle de Vicente Aleixandre, número 3