Centro de gravedad

Cerco un centro di gravità permanente
che non mi faccia mai cambiare idea sulle cose,
sulla gente.

Franco Battiato

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Tal vez los abismos estén cosidos a mis ojos y por eso siempre acabo devorada por ellos de una u otra forma. El futuro acecha, inquebrantable e inevitable, como el adiós torcido de este verano que ya comienza a palidecer, a difuminar su silueta. Todo podría ir siempre mejor cuando el estío se despide y comenzamos a hacer balance de los desperfectos de cada crepúsculo; midiéndolos, cotejando cifras invisibles, cortándonos con sus esquirlas de oscuridad. Y a la vez ocurre esa nostalgia que idealiza el lento paso de los días a los que hemos sido sometidos.

Yo solo quería alcanzar el equilibrio. Nada más que eso. Reconciliarme con el futuro y verlo allí esperando –esperándome-, al fondo de mis días, como un perro manso con los ojos de lluvia. En cambio, miro al frente y una manada de caballos se aleja de mí: sus crines cosidas a recuerdos multicolores, a las palabras que me dedican los cientos de voces que quieren guiarme por cientos de caminos diferentes. A mis emociones, siempre tan a flor de piel. Hay tantos caballos, tantos recuerdos, tantas palabras; que no puedo más que abandonarme, a veces, a la marea. Marcharme otra vez a altamar, muy lejos de la orilla; contemplar la tierra como un puñado de siemprevivas desde lo más alto de un suspiro. Palidecer, difuminar inevitablemente mi silueta.

Todo podría ser, pero todo ha sido. Todo es. El equilibrio puede consistir, simplemente, en no perder el centro de gravedad que nos mantiene despiertos, atados a esta realidad tejida de abismos. Cada uno tiene su propio centro de gravedad y eso es lo único cierto del futuro.

Lo volaría todo

Castellón: ese paraíso de la corrupción inmobiliaria; cuna de Fabras, Molineres y de tantos otros “padrinos” de la política española, peperos de raza, bandoleros de este siglo. Castellón, con su aeropuerto fantasma y sus inmensos Mercadonas que brotan con la misma facilidad que las setas en otoño –es posible hallar dos o tres en pocos kilómetros a la redonda- y sus gigantescas urbanizaciones a medio construir y sus centros comerciales abandonados porque, finalmente, resultó que no existía tanta población ni tanto turismo como para poder darle salida a los proyectos faraónicos de la derecha española más recalcitrante, que favorece mucho a la empresa privada y muy poco a todo aquello que lleve implícito el adjetivo “social”.

Castellón, antes de ser colonizado por las inmobiliarias y los corruptos, tuvo hermosas playas flanqueadas de montañas en las que las aguas templadas del Mediterráneo se herían de sol. Debió de ser un magnífico paisaje natural, a juzgar por la geografía favorecedora que todavía conserva su esplendor en determinados rincones, como la playa del Grao o la de algún pueblo menor como Cannot d’en Berenguer, cuyas dunas se hayan protegidas.

El antimodelo, sin embargo, es más fácil de hallar. Está representado por Oropesa del Mar, un pueblo que tuve ocasión de conocer hace dos años y que he vuelto a visitar de forma efímera este verano. Y ojo, que cuando hablo de Oropesa no me meto con «Marina D’Or», porque eso me daría para un artículo entero… El caso es que, acostumbrada a las salvajes playas gaditanas, lo que vi en Oropesa me pareció poco menos que un crimen contra la naturaleza.

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Oropesa del Mar en la actualidad

Oropesa es el ejemplo más gráfico del desarrollismo franquista de la década de los sesenta, cuando la economía española se empezaba por fin a recuperar de la cruenta posguerra gracias, en parte, a que la misma Europa que había dejado abandonada a la legítima II República acogía ahora entre sus brazos el régimen franquista: España pudo entrar en organismos europeos como el FMI, la OECE y el BIRF.  La táctica de Paquito y sus secuaces consistió en fomentar la industria y el turismo interior de sol y playa, impulsando la construcción de urbanizaciones, complejos hoteleros y demás infraestructuras en la costa española. Sobra decir que no tuvieron en cuenta, ni por un instante, la conservación de los paisajes naturales.

La costa levantina fue la mayor víctima de este desarrollismo. Trasladémonos a Oropesa como ejemplo gráfico y terrible: inmensos bloques de edificios a pie de playa cuyos habitantes casi podrían utilizar sus ventanas como trampolín para caer directos al mar.

¡Y qué edificios! En los sesenta sabían cargarse la costa con mucha clase: nótese la delicadeza y buen gusto que destilan estas magníficas muestras de la arquitectura sesentera más “ejpañola”: con sus toldos verdes y azules y sus terrazas rectangulares que algunos propietarios, para más inri, no han dudado en acristalar, consiguiendo multiplicar la viscosidad del diseño. De entre todos ellos, me quedo con dos: “Edificio 2000” y “Grimaca” –irónico nombre-, que se anuncia en las páginas de turismo con la descarada descripción de “Apartamentos muy bien situados, a sólo 10 m. de la Playa de la Concha” –ya serán menos-. Un aplauso para las inmobiliarias y para los veraneantes que no tienen mala conciencia por alquilarlos.

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Urbanizaciones en Oropesa: «Edificio 2000» y «Grimaca»

Pero tampoco soy quién para juzgar a los veraneantes. Porque Oropesa es el típico destino elegido, año tras año, por los mismos turistas de clase media que llevan acudiendo toda la vida y que no conciben otra forma de paraíso. Allí se desplazan, cada agosto, las clásicas familias compuestas de padres, niños, abuelos e incluso perro. Resulta entrañable fundirse con este ambientillo tan solo presentido en algunos filmes de Cine de Barrio. Y digo “presentido” porque la modernidad se palpa en las zapatillas deportivas con luces, que se han puesto tan de moda entre los infantes –en mi época, como mucho, teníamos las Lelly Kelly-, y en esa marca, culmen de la popularidad: Mr. Wonderful, que con sus helados con ojos y sus eslóganes que apelan a una felicidad y un optimismo sin reservas –un poco inquietante, desde luego- han osado imponerse a esa pieza clásica, a ese altar de los souvenirs playeros que constituyen las camisetas de “Alguien que me quiere mucho me ha traído esta camiseta de…”.

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En esta segunda visita a Oropesa, mi paseo nocturno se vio sorprendido por las notas de un pasodoble que provenían de un espectáculo al aire libre pensado para veraneantes. Siempre he sostenido que los pasodobles han adquirido una fama muy injusta como género casposo de la España cañí, porque algunos de los más famosos, como “En er mundo”, fueron compuestos durante la II República, aunque después el franquismo se los apropiara. El caso es que me dejé llevar por las notas del pasodoble y llegué al lugar, cercano a la playa, donde decenas de turistas bailaban al compás de la música. He de decir, sin embargo, que se trataba de una coreografía muy extraña y que en modo alguno hubiera asociado al pasodoble, que se suele bailar en pareja y “agarraos”. Pero, sorprendentemente, todos seguían la misma coreografía, como si la tuvieran aprendida, y sus rostros serios proyectaban concentración y entrega.

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Portada del disco Me vale de Coyote Dax, éxito de 2001

Tras el pasodoble, el siguiente tema despertó la nostalgia de todos los niños y adolescentes de los noventa. Era Coyote Dax: ese venezolano que en el verano de 2001 encabezaba la lista de éxitos del Caribe Mix con su éxito “No rompas más”. Éxito que volvía a sonar en Oropesa, ante mis asombrados oídos, desenterrado de no se sabe dónde, porque yo no lo había vuelto a escuchar desde aquellos tiempos en los que King África ocupaba el lugar que ahora ha sido colonizado por Enrique Iglesias, que lleva cantando la misma canción desde hace tres años, pero con distinta letra.

Me dejé sublimar por aquel espectáculo: las decenas de veraneantes que “bailaban” al son de Coyote Dax, bien avanzado el siglo XXI y con idéntica coreografía a la del pasodoble; sus rostros concentrados, serios: padres, niños, abuelos e incluso perros; camisetas de Mr. Wonderful y zapatillas con luces; formando todo ello un esperpéntico entramado que constituía el éxtasis de ese turismo español familiar tan clásico, tan español, tan de Cine de Barrio o de Manolito Gafotas. Y de fondo, los monstruosos “Edificio 2000” y “Grimaca” amenazando con abalanzarse sobre la playa.

Al volver al coche, se había apoderado de mí un estado de ánimo extraño, beatífico, ideal. Mientras tarareaba aquel “No rompas más” que aderezó algún verano de mi infancia, casi hubiera deseado formar parte de una de esas familias medias que están tan acostumbradas a su paraíso oropesino de cada agosto, que no perciben ya el crimen que las inmobiliarias y la corrupción han ejercido sobre la pobre costa levantina. Al fin y al cabo, ¿qué culpa tienen ellos? Resulta entrañable su felicidad.

Los avisaría antes para que despejaran la zona. Y después, lo volaría todo…

El tiempo

Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad.

Luis Cernuda, Ocnos

columpio copiaTuve conciencia del tiempo muy pronto. Recuerdo que, mientras los niños de mi edad se morían de ganas por crecer y alcanzar ese concepto imposible llamado independencia, yo lloraba y le confesaba a mi madre que no quería hacerme mayor, que deseaba ser niña para siempre. Y así, soñaba que un día, un buen día, se abalanzaría sobre la Tierra un meteorito de las dimensiones de aquel que provocó la extinción de los dinosaurios; un meteorito que detendría para siempre el tiempo, y yo sería una niña hasta la eternidad.

Mi primer reloj fue uno de pulsera roja que me regalaron mis abuelos. El segundero era un caballito blanco que trotaba incansablemente por la esfera. Yo sentía en su trote destellos inexorables de tiempo. Quería que este me acabara convirtiendo en princesa, actriz de cine o escritora. Finalmente, el tiempo me regaló uno de los tres deseos.

A partir de los veinte años, dicen, la vida transcurre como un rápido torbellino sin que te des cuenta. He de corroborar esa teoría, pero también aquella afirmación de Carlos Gardel, “que veinte años no es nada”. Hace veinte años me mudé a la casa donde ahora vivo. Se puede decir que ante mí se abría la época más feliz de la infancia, con sus rincones agridulces, por supuesto. Recuerdo dos niñas de mi edad junto a la piscina. Nada más verlas, supe que una sería mi amiga y la otra algo parecido a mi enemiga, entendiendo ese concepto desde la perspectiva azul de la inocencia.

El tiempo me ha robado personas e ilusiones y me ha concedido algún que otro sueño. Ahora saludo a los viejos amigos y a los viejos enemigos con el mismo “hola” desteñido, y me guardo todas las historias antiguas por detrás de los labios.

Ahora, escucho a la gente de mi edad arrepentirse por haber deseado que acabara su infancia. Yo, al menos, no tengo esa punzada en la conciencia: debía de ser una niña muy sabia, si es que esa paradoja es posible. Aunque de poco me ha servido desear, porque aquel meteorito esperado jamás hizo acto de presencia.

Recuerdo que un día, un mal día, el caballito de mi reloj se detuvo. Pero el tiempo, obstinado, continuó corriendo.

Martes trece

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Hoy es martes 13 y la fecha se vuelve Trending Topic en Twitter, como si no hubiera acontecimientos más interesantes que las anécdotas supersticiosas. Pero así es el universo de las redes sociales: un triste reflejo de las inocuas preocupaciones e inquietudes de la gente de a pie.

Así que todos vivimos hoy muy preocupados porque es martes 13. Yo debería preocuparme más, por aquello de que parece un día poco jovial para cumplir años. Pero, tranquilos: nací un viernes 13 –en el mundo anglosajón, sustituyen el martes por el viernes-, así que estoy muy curada de espanto. Llevo 26 años surfeando sobre esa supuesta mala suerte que habría de perseguirme y, en cuanto a hoy… Sí; admito que soy víctima de un resfriado monstruoso e interminable, pero como diría Angelito, “A veces, en octubre, es lo que pasa…”.

Incluso podría afirmar que ha sido un día medianamente afortunado, puesto que al fin he conseguido inscribir mi tesis doctoral. Y es que esto de la burocracia –y del “Vuelva usted mañana”, que diría Larra- resulta agotador: casi se tarda más en inscribir la tesis que en escribirla. Hay que sacar la Espada de la roca, sortear una selva de espinos y enfrentarse al Dragón –los dragones de Secretaria son más agoreros que los martes 13; creedme-, y solo los valientes llegan al final.

Mientras escribo, ha comenzado a llover. Parece que al fin ha llegado Joaquín a España, que se estaba haciendo de rogar… Joaquín es el nombre que le han puesto al último huracán, cuyos restos llegarían a nuestro país ayer, según las previsiones. Me encantaría conocer a las personas que se dedican a ponerle nombre a los huracanes: deben de ser familia del tipo que firma como “Mufasa” sus grafitis, los cuales se pueden ver por los muros de la Complutense. La cosa es mucho más seria de lo que parece: los de mi generación saben que la muerte de Mufasa dejó un trauma difícil de superar en nuestros corazones, incluso en el de ese incomprendido grafitero que intenta hacerle un homenaje silencioso y poco ortodoxo. Porca miseria

Con todas estas divagaciones, casi olvido el motivo por el que iba a ponerme a escribir, que no es otro que mis 26 años recién estrenados. A estas alturas del texto, me abstengo de hacer una síntesis de lo que han supuesto los últimos 365 días para mí, pero sí haré un adelanto de los que me esperan. La mayor parte de los 26 la pasaré estudiando el temario de las oposiciones de profesora de instituto, en la modalidad de Lengua y Literatura española. Porque está el panorama laboral tan halagüeño que la posibilidad de acceder a un funcionariado se plantea apetitosa, por duro que resulte el acceso.

Y mientras, seguiré luchando contra la irascibilidad a la que me empujan las 9 o 10 horas de estudio diario. Por suerte, hay personas cuya simple existencia ya me arranca una sonrisa, y a esas no les impone demasiado mi irascibilidad. Esas personas no se van, al contrario que otras, que no terminan de llegar, o de las que se han marchado para siempre. Este último grupo me hace reflexionar a menudo, pervertida por una hipersensibilidad que siempre me ha devorado, y que no me permite dejar marchar sin más a las personas que considero importantes. Pero la gente se marcha: hay gente que forma parte del pasado y no del presente. Por alguna tópica razón, los recordamos en los cumpleaños o en las fechas más señaladas.

Sé que mis lectores quizá esperabais un artículo profundo Sobre Luis Cernuda o Jim Morrison, pero hoy no os puedo ofrecer más que estos pensamientos deshilachados, reunidos sobre el otoño. Me volveréis a leer, aunque el temario de las oposiciones parezca no tener fin. Escribir es una necesidad, siempre. Por muchos años que se cumplan…

Trato con la Muerte

Fotograma de El séptimo sello (1957), de Ingmar Bergman
Fotograma de El séptimo sello (1957), de Ingmar Bergman. El protagonista, encarnado por Max Von Sydow, se juega su vida a una partida de ajedrez con la Muerte

Últimamente, mis sueños se han vuelto muy postmodernistas. Hace poco más de un mes, una Marbú Dorada me reveló que no tengo futuro profesional, acontecimiento que me condujo a una intensa reflexión acerca de las ilusiones perdidas en mi generación. Esta noche, no ha sido precisamente una galleta quien se me ha presentado, aunque el desenlace del conflicto sigue teniendo mucho de vanguardista.

Rememoremos. Delante de mí tenía a una criatura negra y alta, encapuchada, que sostenía una guadaña. Lo habéis adivinado: era la Muerte, y además una Muerte de perfil clásico, con su guadaña y su capucha: nada de esqueletos exóticos u hombres calvos a lo Ingmar Bergman. Hasta ahí, reconozco que hay poco vanguardismo.

El caso es que, tras un episodio onírico-marinístico de aventuras y fantasmas que no traeré a colación –mis sueños podrían adaptarse para el cine-, pero en el que no había resultado bien parada, la Señora Parca había decidido que era tiempo de llevarme con ella. En efecto, queridos lectores: me había llegado la hora.

Yo, que en situaciones críticas me vuelvo muy ingeniosa, me decidí rápidamente a no perder los nervios y negociar con el tenebroso ser mi paso al Más Allá. Ni un vendedor de seguros nacido de la pluma de James McCain lo hubiera hecho mejor. Ya sé que, llegados a este punto, os imagináis propuestas clásicas como una partida de ajedrez, una acción benévola para con mis seres queridos o incluso encontrar un hogar para una pobre huerfanita –los que seáis de mi generación y hayáis aderezado vuestra infancia con Todos los perros van al cielo (1989), me entenderéis-. Pero, ¡no! Ya os dije que el final es muy postmodernista.

Fotograma de Perdición (1944), de Billy Wilder. En la escena, el vendedor de seguros representado por Ben McMurray negocia con la ambiciosa Barbara Stanwyck
Fotograma de Perdición (1944), de Billy Wilder, basada en la novela de James McCain. En la escena, el vendedor de seguros representado por Fred McMurray negocia con la ambiciosa Barbara Stanwyck

Lo que se me ocurrió fue proponerle a la Muerte escribir por ella una columna semanal en mi blog. Así, tal cual. Se ve que apareció mi vena periodística, ese mito que ha permanecido oculto durante cuatro años de carrera y del cual ya me había planteado que en realidad se tratase de los padres. Pues bien, la Muerte no rechazó la idea. Se llevó la huesuda mano al lugar donde se supone que debería encontrarse su barbilla y me dijo: “Bueno, he de admitir que escribes muy bien; tal vez debería pensarlo”. Por mi parte, y como buena vendedora de seguros periodísticos, le metí un poco de presión, sobre todo porque no me apetecía quedarme con la incertidumbre de saber si me iba a morir o no. Le hablé de las interesantes perspectivas que abriría el hecho de poderse dar a conocer cada semana en una columna, reflexionando sobre el panorama actual o pasado y utilizándome como mera transmisora de sus pensamientos.

Al final, acabó aceptando: me prolongaría la vida durante el tiempo que yo estuviera dispuesta a redactar a su nombre una columna semanal. No era una oferta tan cruel, si lo pensamos bien: hay tantos periodistas becarios que trabajan como chinos sin cobrar un sueldo… Esto sería algo así como una clase de “Becarios 2.0”: trabajas, no cobras y, si dejas de trabajar, estás muerto. Un paso más de la situación actual. El colmo del capitalismo.

Cuando me desperté por la mañana, me sentía orgullosa de mí misma por haber burlado a la Muerte. Pero, no os emocionéis: he decidido que no voy a escribir esa columna semanal. En parte, por falta de tiempo; pero también porque la Muerte se merecería algo más popular que mi blog. ¿Os imagináis cuántas reflexiones interesantes podrían recogerse? Nos hablaría, tal vez, de escritores fallecidos, de sus últimos deseos; describiría las guerras que solo conocemos superficialmente a través de los telediarios. Criticaría la estupidez humana: la pérdida de tiempo con gente que no aporta nada, la infravaloración de los momentos cotidianos más preciosos, la inútil acumulación de riquezas… Demasiado jugoso para un blog modesto como el mío, ¿no creéis?

Querida Muerte: no te sulfures; si algún día se me tuerce el camino y acabo convertida en una periodista famosa; entonces, podremos hablar de negocios.