Alberti y la emoción poética

tesis doctoral 14 de diciembre (2)
Tras el veredicto del tribunal. Con el director de mi tesis, Ignacio Díez, y los miembros del tribunal: Gaspar Garrote, Dolores Romero, Eduardo Pérez-Rasilla, Jesús Ponce y Juan Matas

Por primera vez en varias semanas, dispongo de un rato para respirar, mirar algo más que no sea el temario de las oposiciones y asimilar los acontecimientos que me rodean. Por ejemplo, el hecho de que, desde hace dos días, soy Doctora Cum Laude en Literatura española, gracias a mi tesis Oscuridad y exilio interior en la obra de Rafael Alberti. Alberti, que hoy, 16 de diciembre, cumpliría 113 años.

Con mi tesis doctoral finalizada, termina un ciclo que empecé hace ya cuatro años. Tenía por entonces 22 y estaba comenzando el Máster de Literatura Española en la Universidad Complutense de Madrid, con el objetivo de poder iniciar, en el siguiente curso, mis estudios doctorales. A mis espaldas, una licenciatura en Periodismo que no me acababa de satisfacer. Me sentía todavía un poco perdida, pero comenzaba a encontrarme.

Mi primer trabajo de investigación para el máster no fue sobre Luis Cernuda, como cabría pensar viniendo de mí, sino sobre uno de sus compañeros de generación, Emilio Prados. Concretamente, me centré en su etapa surrealista. Podría haber continuado la investigación del máster en mi tesis doctoral, pero necesitaba un tema que, más que gustarme, me apasionara. Todo apuntaba, de nuevo, hacia Luis Cernuda. Por eso fue una sorpresa –especialmente, para mí misma- que finalmente me decantara por Rafael Alberti.

Y es que Cernuda ya ha encontrado su lugar en la crítica, la valoración que desde siempre se había merecido y que no ha obtenido hasta hace bien poco. Pero Alberti, tan célebre en los años setenta y ochenta, ha ido desvalorizándose progresivamente; en parte, debido a la ideología comunista que mostraba, que no a todos agrada. Es recurrente, también, juzgar toda la trayectoria del poeta por su primer poemario, Marinero en tierra, sin conocer su amplísima obra, que profundiza el multitud de corrientes, técnicas y géneros, y que resulta en todos los casos brillante. Estamos hablando de una de las voces líricas más importantes de la literatura española, el maestro de las imágenes poéticas, cuajadas de plasticidad y virtuosismo. En acertadas palabras del doctor Gaspar Garrote, miembro de mi tribunal, se trata “del poeta más representativo de la Generación del 27”. Es ahora, cuando podemos contemplar su obra completa desde una cierta distancia temporal, cuando deben publicarse nuevos trabajos que la revisen de forma global, que muestren nuevas perspectivas.

rafa
Agosto de 2014, en la Casa Museo de Rafael Alberti

Y en gran medida, por todo esto elegí a Alberti como tema de mi tesis doctoral. Pero no he incidido en la visión tradicional del poeta como ser luminoso y alegre, visión a la que estamos acostumbrados. Hablé del Alberti más oscuro, del Alberti que se sentía exiliado del presente, cuyos versos nacían del desamparo y de la sombra. Y confieso que me he apasionado escribiendo. Hay quien me ha criticado, en la tesis, un uso excesivo de mi intuición a la hora de interpretar la obra albertiana, dejando más de lado el aspecto filológico. Me cuesta no implicarme en aquello en lo que profundizo. En la carrera de Periodismo, ya me pedían sacrificar mi subjetividad en los escritos y jamás lo conseguí –tampoco hice demasiado por conseguirlo-.

Pero es que no soy periodista ni filóloga; soy las dos cosas a la vez o ninguna. Creo que soy, por encima de todo, poeta –no sé si buena o mala; eso no viene al caso-, y mi propia subjetividad se impone. Me dice que, para poder interpretar la poesía, hay que sentirla: dejarla correr por la sangre, beberla a bocanadas, situarse en la piel de su autor. En este contexto, la filología es solo un instrumento más que nos ayuda al análisis, pero que en ningún caso debería sustituir a la intuición, al sentimiento. Precisamente, porque estamos hablando de poesía, el género literario que más depende de la sentimentalidad, del impulso emocional, de lo opuesto a la razón desnuda.

No ha sido fácil abrirme camino en el mundo filológico sin la carrera de Filología. He tenido que aprender mucho y compensar mis carencias con múltiples lecturas y horas de trabajo. Pero finalmente, lo he conseguido. Con esta perspectiva emocional, tan distinta del frío academicismo que a veces se exige. Supongo que eso es, a la vez, ventaja e inconveniente. No consigo diseccionar un poema sin diseccionarme a mí con él. Tal vez, es demasiado tarde para convertirme en filóloga… Tal vez lo sea ya.

O tal vez… “Tal vez no seré nada, y mi vida tendrá esa admirable gratuidad de las existencias perfectas”. Eso lo dijo Luis Cernuda. Cernuda, Alberti… Los dos se me antojan amigos muy cercanos a los que nunca he conocido, a los que siempre he conocido.

luis antología
Luis Cernuda en los años veinte

Cae la noche y se precipitan las familiares divagaciones. La luz del flexo baña de un aire meditabundo la mesa de mi escritorio. Rememoro mi sonrisa llenando los segundos posteriores a aquellas palabras: “El tribunal ha decidido, por unanimidad, concederle el Sobresaliente Cum Laude”. Empiezo a comprender que todo esfuerzo acaba dando su fruto, aunque a veces parezca que la niebla, esa niebla tan unamuniana, nos envuelva, impidiéndonos contemplar la luz del sol. Sí: todas las recompensas llegan. Pero el camino jamás termina.

Y hoy, en el 113º aniversario del nacimiento de Rafael Alberti, todavía quedan muchas metas que conquistar, hasta que su poesía ocupe en la crítica el lugar que se merece.

«El público» de García Lorca: la destrucción del teatro convencional

Federico García Lorca en 1929

Más bien he venido a luchar. A luchar cuerpo a cuerpo con una masa tranquila. Y yo necesito defenderme de este enorme dragón que tengo delante, que me puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas cabezas defraudadas.

(Federico García Lorca, 1929)

En torno a 1930, Federico García Lorca, en su faceta de dramaturgo, se propuso revolucionar por completo la escena, contemplando la obra como un vaso donde volcar el conjunto de sus anhelos, miedos, frustraciones e inquietudes, y dárselo a beber después al público para llenarlo de esas mismas emociones, para que ellos mismos desembocaran dentro de la obra y sintieran junto a los personajes y dejaran de contemplar el teatro para precipitarse de lleno en él. El público, precisamente, se titula su obra más compleja y profunda, escrita hacia 1930.

“¡Hay que destruir el teatro o vivir en el teatro!”, exclama uno de los personajes de El público, condena que resurgiría un año más tarde en el grito terrible de Rafael Alberti durante el estreno de su obra El hombre deshabitado, en 1931: “¡Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena española!”. Destruir, exterminar, para levantar un mundo nuevo a partir de las cenizas de la destrucción y del exterminio: esos fueron los presupuestos surrealistas propugnados por el leonino André Breton. Era necesario romper con todo lo establecido para poder alcanzar una libertad esencial en la plenitud artística. García Lorca, como Alberti o Cernuda, se sirvió de la filosofía bretoniana para expresar sus angustias más hondas, sus ambiciones más agudas. El surrealismo, bien entendido, no fue un juego. Cernuda así lo hace notar en su magnífico ensayo “Generación de 1925”, donde enumera a los surrealistas que acabaron suicidándose (Vaché, Rigaud, Crevel…) y a los que murieron dramáticamente.

Por eso Lorca, en El público, una obra completamente metateatral, destruye el planteamiento del teatro tradicional, lo que él llama el “teatro al aire libre”, opuesto al teatro verdadero que surge del interior de la psique, de lo que habitualmente el autor esconde tras “la máscara”, que es la apariencia que muestra a la sociedad para no tener que enseñar abiertamente su esencia por temor a ser juzgado. Y el modo de destruir el teatro tradicional es atacando a un símbolo, al Romeo y Julieta de Shakespeare, que representa el amor entendido en su sentido más convencional y caduco. Y Lorca nos plantea: “¿Es que Romeo y Julieta tienen que ser necesariamente un hombre y una mujer?”. No; Julieta puede ser “una piedra”, “un mapa”. O puede ser un muchacho de quince años, como ocurre en El público, donde la revolución se desata, precisamente, por haber descubierto en un teatro la identidad masculina de Julieta, el amor verdadero entre Romeo y esa falsa Julieta. Pero, ¿quién es la falsa, el muchacho de quince años que amaba realmente a Romeo o esa joven inocua,  maniatada debajo de las tablas, que inicialmente tenía el papel de Julieta?

El amor, nos dice Lorca, es un amor universal, que nace de la libertad y debe desarrollarse en libertad. Es posible amar a un cocodrilo o a un pez luna, o a una Julieta con identidad masculina. Pero la sociedad de los años veinte y treinta condenaba la homosexualidad y la juzgaba de manera terrible, y dicha condena se refleja en los personajes del Emperador y Centurión, representaciones de esa sociedad homófoba y convencionalista, que acaba sacrificando a Gonzalo, el único personaje que desde el principio se nos muestra sin máscara, orgulloso de su condición homosexual, fuerte y autosuficiente, en contraste con el resto de personajes, que se derrumban y se transforman constantemente por no poder aceptar su propia esencia.

Salvador Dalí y Federico García Lorca en los años veinte

Así, el Director, Enrique; no asume en un principio su amor por Gonzalo y su necesidad de hacer teatro verdadero, y su conciencia, materializada en hombres que representan cada una de las facetas de su personalidad, le ataca y le discute. Lorca todavía guardaba el recuerdo de su historia frustrada con el pintor Salvador Dalí, que no fue capaz de asumir su amor por él y prefirió refugiarse en los brazos de Gala, eligiendo la opción políticamente correcta. Gala, en la obra, está simbolizada por Elena, una representación más de la sociedad convencional a la que recurren los personajes cuando se sienten angustiados y atemorizados ante el hecho de que su homosexualidad quede al descubierto. Y Lorca establece una analogía entre el martirio de Cristo y el sacrificio final de Gonzalo, que lo representa a él mismo y a todos los homosexuales que se atreven a mostrar sus sentimientos. Gonzalo prefiere la muerte a esa otra muerte en vida a la que queda condenado el Director, invadido por un frío extraño y terrible en la última escena: el frío de vivir una vida que no es la suya, el frío de la máscara.

¿Qué es, finalmente, ese público que da título a la obra? Nada menos que la parte de la sociedad que tiene en sus manos el poder para juzgar la obra, decidir si quiere romper con lo establecido o, por el contrario, condenar a los que lo intentan y quedarse para siempre en los presupuestos del teatro –y del amor- convencional. El público son esos jueces indefinidos que acaban invadiendo el teatro antes de caer el telón.

El público, junto con Así que pasen cinco años, pertenece a lo que se conoce como el “teatro imposible” lorquiano, tan diferente de los llamados “dramas de la tierra” entre los que se incluyen los famosos Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba y Yerma. El adjetivo “imposible” responde a la complejidad de llevar a escena un argumento de lenguaje superrealista en el que el autor juega con los planos de la realidad y la ficción de manera continuada. El propio Lorca admitió, tras escribir la obra, que la gente de su época no podía comprenderla, pero vaticinó su potencial éxito, al cabo de unas décadas.

En la actualidad, sin embargo, siguen existiendo reticencias a la hora de representar el teatro imposible lorquiano. Tras una primera adaptación en el Teatro María Guerrero en 1986, a cargo de Lluís Pasqual; El público vuelve ahora a Madrid, al acogedor Teatro de la Abadía, bajo la dirección de Àlex Rigola, con la compañía Teatre Nacional de Catalunya. Se trata de una adaptación arriesgada y, en mi opinión, muy acertada, que cuida al detalle la puesta en escena y cuenta con interpretaciones fantásticas como la de Pep Tosar, Nao Albet, David Boceta, Jaime Lorente o Irene Escolar.

Puesta en escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola en el Teatro de la Abadía de Madrid
Puesta en escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola en el Teatro de la Abadía de Madrid. Foto de Marina Casado

El director apuesta desde un comienzo por introducir al espectador en el mundo lorquiano y en la obra, recibiéndolo con actores disfrazados de misteriosas sombras que se cuelan por las filas del público e interactúan con él, invadiéndolo de desconcierto. El vanguardismo alcanza su punto culminante cuando el ejército del Emperador es representado por actores disfrazados de gigantescos conejos de peluche rosas, símbolos del amor heterosexual. Rigola tampoco duda a la hora de mostrar desnudos integrales para representar a los Caballos, los personajes que en la obra simbolizan el sexo y los instintos primarios, los que ponen en marcha la revolución. Incluso introduce una escena –la más criticable de esta brillante adaptación- en la que Nao Albet canta mientras otros personajes se mueven y tiemblan a la manera de auténticos autómatas.

Escena de la adaptación de El público de Àlex Rigola. Foto de La Razón

Una adaptación, en resumen, digna de la esencia lorquiana, que respeta el complejo lenguaje poético de tono surrealista y, a pesar de ello, es capaz de mantener la atención del espectador desde el comienzo hasta el fin. Y, según refleja la enorme aceptación que está teniendo, el público, ese inmenso y terrible dragón de trescientas cabezas, parece haberse dejado vencer.

De Luis Cernuda y canciones vagabundas

Hasta hace poco, era yo casi la única persona en acordarse de que un 21 de septiembre de 1902 nacía en Sevilla Luis Cernuda, el poeta que me hizo enamorarme perdidamente de la poesía. Hoy casi se puede decir que su «cumpleaños» es trending topic en Twitter, y me siento como una madre que se percata de que su hijo se ha hecho mayor y no la necesita. A estas alturas, la poesía de Cernuda ha recibido, por fin, la valoración que se merecía, cumpliéndose la estremecedora profecía realizada por el propio poeta en «Un español habla de su tierra». Dice en este poema, dirigiéndose a España: «Un día, tú ya libre / de la mentira de ellos, / me buscarás. Entonces, / ¿qué ha de decir un muerto?».

Descubrí a Luis en un libro de texto del instituto, en aquella época en la que solo existían Rubén Darío y Bécquer. Sentí un escalofrío al leer aquel poema a partir del cual todo cambió. Terminaba con las palabras: «aparte, como naipe cuya baraja se ha perdido».

Hoy, con motivo del 113º aniversario de su nacimiento, Javier Lozano y yo hemos publicado un videopoema interpretando «mi» poema cernudiano, «Para unos vivir», en nuestro canal de Youtube La Canción Vagabunda, en el que cada semana os ofrecemos un nuevo videopoema. Os dejo aquí los enlaces de los publicados hasta el momento:

  1. «Yo persigo una forma» (Rubén Darío)
  2. «Si el hombre pudiera decir» (Luis Cernuda)
  3. «Insomnio» (Dámaso Alonso)
  4. «Para alcanzar la luz» (Manuel Altolaguirre)
  5. «La risa que me escondes» (Juan Carlos Aragón)
  6. «Para unos vivir» (Luis Cernuda)

Y si te interesa conocer mejor nuestro proyecto, échale un vistazo a la «Presentación«.

Luis Cernuda y la responsabilidad del poeta

Aunque bien es cierto que la poética de Cernuda sufre una gran evolución desde su temprano Perfil del aire hasta su última obra, Desolación de la Quimera, pasando por numerosas corrientes, estéticas e influencias; hay algo esencial que se mantiene a lo largo del tiempo, que el autor intuye en sus primeros poemas y asume totalmente al entrar en el período de madurez, y que es precisamente lo que impulsa su trayectoria. Me refiero a la concepción que Cernuda tiene de la poesía, de la figura del poeta y, consecuentemente, de sí mismo.

Tal vez sea en Ocnos, su gran obra autobiográfica de prosa poética, donde podamos encontrar más claves para profundizar en esta concepción cernudiana de la poesía. La obra, precisamente, comienza con un texto titulado «La poesía», donde se refiere a una experiencia infantil en la que, escuchando un piano, empieza a vislumbrar por primera vez la presencia de «otra realidad»:

¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía como no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso.

Ese “algo alado y divino”, ese “nimbo trémulo”, no es otra cosa que la poesía. Para Cernuda, por tanto, esta se encuentra en una suerte de realidad tan solo perceptible para los poetas: los verdaderos poetas, que se descubrirán a sí mismos como tales ya desde la infancia. Desde ese momento preciso, asumirán la responsabilidad de comunicar al resto de la humanidad la poesía, que Cernuda llamó “Belleza oculta” en Ocnos:

Apoyado sobre el quicio de la ventana, nostálgico sin saber de qué, miró al campo largo rato.

Como en una intuición, más que en una percepción, por primera vez en su vida adivinó la hermosura que todo aquello que sus ojos contemplaban.  Y con la visión de esa hermosura oculta se deslizaba agudamente en su alma, clavándose en ella, un sentimiento de soledad hasta entonces para él desconocido.

El peso del tesoro que la naturaleza le confiaba era demasiado para su solo espíritu aún infantil, porque aquella riqueza parecía infundir en él una responsabilidad y un deber, y le asaltó el deseo de aliviarla con la comunicación de los otros. Mas luego un pudor extraño le retuvo, sellando sus labios, como si el precio de aquel don fuera la melancolía y aislamiento que lo acompañaban, condenándole a gozar y y a sufrir en silencio la amarga y divina embriaguez, incomunicable e inefable, que ahogaba su pecho y nublaba sus ojos de lágrimas.

Este texto resulta fundamental, pues nos ofrece una definición exacta de lo que para Cernuda es la poesía y lo que esta supone. Es, simultáneamente, un don y una maldición: una capacidad de vislumbrar la belleza oculta que existe en las cosas, a cambio de un precio terrible: la soledad, el aislamiento. Desde que el poeta empieza a intuir su capacidad, comienza a presentir también el sentimiento de soledad “hasta entonces para él desconocido” que le acompañará el resto de su vida.

Luis Cernuda en su exilio mexicano

El don de la poesía no constituye una elección, por tanto, sino una responsabilidad que se produce en forma de alumbramiento y que el poeta debe asumir. El vate se convierte, así, en un héroe, en un elegido cuasi divino cuyo poder, en este caso, se lo otorga la Naturaleza, con la que adquirirá una deuda. La relación entre poeta y Naturaleza se volverá muy estrecha y conformará uno de los ejes centrales de la poética cernudiana.

La responsabilidad del poeta, entonces, será la de comunicar esa belleza oculta a las demás personas, que son incapaces de descubrirla por sí mismas. Dicha responsabilidad no termina en vida: la poesía, al identificarse con la Naturaleza, es eterna como ella y supera a la condición humana del poeta, que queda como mero transmisor. Un poeta solo podrá serlo verdaderamente al continuar viva su palabra cuando él ya no lo esté. He ahí la auténtica dimensión del verso cernudiano “Para el poeta la muerte es la victoria”, que dedica a la memoria de su gran amigo Federico García Lorca en 1937.

Carlos Gardel: 80 años no es nada

El músico y actor Carlos Gardel

“Pero ¡qué le vas a hacer! La vida es así, como dice un tango que oímos la otra noche en Eritaña”.

(Carta de Luis Cernuda a Higinio Capote, años veinte)

.

Qué tendrá el tango argentino que me vuelca de un golpe el corazón. Despierta una furia apasionada y precisa, degolladoramente sentimental, en sus arremetidas de acordeón -¿existe acaso un instrumento más romántico que el acordeón?-. Hoy se cumplen ocho décadas de la trágica muerte del rey indiscutible del tango: Carlos Gardel.

La imagen que ha quedado de él para la posteridad es la de un hombre risueño, de cabello negrísimo y lustroso, pegado al cuero cabelludo, en correspondencia con la moda de los años veinte; ataviado con un traje impecable y, en muchas ocasiones, un sombrero hongo. Carismático y seductor: el clásico dandi argentino con una nota de sentimentalidad en su figura.

Lo curioso es que Gardel, paradigma de la cultura bonaerense, no nació en la Argentina, aunque se nacionalizó en 1923. Sus primeros años de vida constituyen un auténtico enigma a día de hoy, existiendo dos principales hipótesis, ninguna de las cuales lo sitúa como porteño de nacimiento. Según la primera, nació en Toulouse, Francia, en 1890. La segunda teoría sostiene que fue dado a luz siete años antes en la ciudad uruguaya de Tucuarembó. Cada una de ellas posee una serie de fundamentos y puntos de apoyo que les otorgan perfecta coherencia. Lo que ambas parecen aceptar es que vivió desde niño en su “Buenos Aires querido”, en viviendas de condiciones paupérrimas en el popular barrio de San Nicolás, y que tuvo problemas con la justicia.

Carlos Gardel, el Rey indiscutible del tango

Ciertamente, Carlos Gardel se hizo a sí mismo, emergiendo desde su pobreza hasta sembrar un auténtico fenómeno de idolatría y convertirse en un símbolo cultural gracias a su maestría en el tango, un género que se comenzó a popularizar tras la Primera Guerra Mundial. Gardel levantó pasiones, además de en Buenos Aires, en Uruguay, Francia y España. Incluso el poeta español Luis Cernuda se estremeció con sus tangos y lloró con aquel titulado “No te quiero más”, cuya letra reproduce en una de las cartas enviadas a su amigo Higinio Capote.

Siendo su nacimiento un misterio, su muerte representó, sin embargo, un drama a nivel mundial. Ocurrió el 24 de junio de 1935, en un accidente aéreo en Medellín, Colombia. Junto a él fallecieron el letrista de tangos Alfredo Le Pera, su secretario Corpas Moreno y el guitarrista Guillermo Barbieri. Su cuerpo fue repatriado a Buenos Aires.

Una vez escribí que el acordeón es “tristeza aderezada de domingos”. Hay algo profundamente trágico en la acelerada existencia de Carlos Gardel, para quien fue “un soplo la vida”, igual que en la famosa letra de su tango. La misma melancolía elegante que parece traspasar los violines que habitan en esa joya del género que constituye el tema “Por una cabeza”, cuya música fue compuesta por Gardel en 1935.

Pero el tiempo, finalmente, no ha borrado su “caminito”: la “guitarra criolla” de su voz permanecerá para siempre en el imaginario cultural latino, y a ese verso de su célebre tango “Volver”, en el que afirma que “veinte años no es nada”, deberíamos añadirle seis décadas más. Porque decir tango es decir Gardel, y quién no experimenta un escalofrío al escuchar su voz aflautada sobre un fondo crepuscular de acordeones…