Una flecha directa a la conciencia. «Los muertos de Bilderberg», de Paco Ramos

La poesía de Paco Ramos es un grito, el temblor de la llama en medio de este mundo tan frío. Lo era ya en su primera obra, El aprendizaje del miedo, en la que una experiencia personal (la enfermedad y muerte de la madre) supo alcanzar la cumbre de lo universal y logró lo que, en mi opinión, debería ser la aspiración de todo poeta: conmover al lector. Cada vez resulta un reto más complejo, porque la sensibilidad parece dormida y hay que agitarla para que despierte. Pero el poemario más reciente de Paco lo ha vuelto a conseguir.

Los muertos de Bilderberg (Huerga y Fierro) pone un espléndido broche a la trilogía poética iniciada por El aprendizaje del miedo y continuada con Breves apuntes sobre el arte de mantener el equilibrio. No es el más oscuro de los tres, pero sí aquel cuya oscuridad se extiende hasta fronteras más lejanas. Una oscuridad que cubre el mundo. Porque, en esta ocasión, el grito lírico de Paco quiere representar a una generación maltratada por la crisis económica, la suya, y a una clase social, la de los oprimidos. Es un grito que denuncia la injusticia, la pobreza y la falta de libertad en un universo gobernado por una élite a la que ha llamado “Bilderberg”, en alusión al célebre Club Bilderberg: “una verdadera casta formada siempre por élites blancas de Europa y Norteamérica y cuyo objeto, heredado de ancestrales círculos de poder, es mantener los privilegios que vieron peligrar tras el proceso de descolonización”. Bilderberg es el “Moloch” de Allen Ginsberg: “¡Soledad! ¡Inmundicia! ¡Ceniceros y dólares inalcanzables!”. Es el monstruo sin rostro del capitalismo, los hilos que mueven el mundo desde la sombra.

Parte de la originalidad del libro reside en que Paco invierte los símbolos del cristianismo para establecer una identificación entre Dios y Bilderberg, por lo que encontramos cuatro secciones diferenciadas: “Génesis”, “Antiguo Testamento”, “Nuevo Testamento” y “Apocalipsis”. En su magnífico prólogo, la profesora María Jesús Ruiz precisa la clave de esa inversión: “si bien es cierto que el artificio del poeta ha sido relatar un trasunto bíblico que comienza con la creación y termina con el caos, no lo es menos que la noble trampa que nos tiende consiste en la propuesta contraria, a saber: guiarnos por la oscuridad presente de nuestro apocalipsis hasta la luz de un nuevo orden”.

Comienza el Génesis: “En el principio creó Bilderberg los Estados y el dinero / y decidió llamar capitalismo al sistema imperante, / Y Bilderberg dijo: / sean para nosotros los recursos del planeta”. A continuación, el “Antiguo Testamento”, compuesto de “Los mandamientos de la Ley de Bilderberg” y once plagas. En los mandamientos, el poeta traza un perfil de Bilderberg, que exige confianza ciega (“Creerás a Bilderberg sobre todas las cosas”), anonimato (“Omitirás el nombre de Bilderberg como si nunca hubiera existido”), ausencia de moralidad (“No tendrás convicciones éticas ni morales”, “Desprenderás al pobre de todo cuanto posea”), control de los medios (“Utilizarás los medios de comunicación a tu antojo”) y poder absoluto (“Todo cuanto sea deseo de Bilderberg será de su propiedad”).

La obra da voz a los silenciados, los olvidados, los pobres, cuya dignidad se asemeja a “la violencia salvaje de los reyes”. El mar se extiende como la frontera entre uno y otro mundo: “A esta orilla, / desde la que observamos el mar y sus prodigios, / no llegan los gritos. / Somos los sordos / de la noche aciaga y ciega”, “A lo lejos, / un hombre grita democracia / pero nadie oye el hambre de África”, “Del mar / es su dolor, / los cayucos que navegan sin puertos, Ítacas ni esperanzas”. Pero el mar no olvida y “nos mira / con los ojos / de todos sus ahogados”.

La voz se alza contra los políticos (“Ellos, / que han dirigido nuestras vidas / hacia lo que se suponía / un futuro de esperanza”) y contra ese mundo académico que no desemboca en trabajos dignos y estables (“Y sólo sé de la juventud dilapidada”). Esa inestabilidad laboral genera el fracaso en una dimensión más íntima que también queda reflejada en la obra: “si para amar / también hace falta un trabajo, / una cartera que no huela a humedad / o una seguridad social llena de cotizaciones”. No obstante, el poeta reivindica ese fracaso, porque lo contrario sería venderse a Bilderberg: “Conviene / cultivar una serie / de fracasos cotidianos”, “Las autoridades sanitarias desaconsejan amar como yo amo, / pero no sé vivir de una forma que no sea a corazón abierto”. Efectivamente, Bilderberg no soporta la sentimentalidad. La poesía es una forma de rebelión contra esa dictadura impuesta, y pide el poeta: “Arrastradme al centro, / donde la luz no llega, / quiero ser solo, / quiero ser una salvaje criatura en el equilibrio de este bosque. / Dadme la oscuridad para ser feto”. La libertad no es tan fácil de alcanzar, porque ha de existir una voluntad inicial de alcanzarla, un deseo de huir de las garras del capitalismo: “He peleado con las jaulas / hasta hacer volar a los pájaros, / ahora sólo tienen que perder / el miedo de ser libres”.

En el Apocalipsis, la añorada libertad arrasa con el orden de Bilderberg, configurando un caos que no se limita a lo semántico, sino que juega también con lo visual, con lo lingüístico. Proclama la voz lírica con rotundidad: “Y ahora, Bilderberg, / la voz del pueblo es nuestra. […] / Hágase en mí la fuerza que ha de cambiar el mundo”.

Tal vez el mundo es una dimensión demasiado grande, pero el lector sí hallará un cambio en sí mismo al terminar este libro, que nos empuja a reflexionar acerca de la sociedad y la época en la que vivimos a través de la poesía, y no cualquier poesía, sino la de Paco Ramos Torrejón, que es una flecha directa a la conciencia.

Para que el tiempo no nos sepulte. “Vivir a contratiempo”, de José María Ariño Colás

Hace ya unos cuantos años que conozco a José María Ariño Colás, articulista, crítico, ensayista, Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Zaragoza, antiguo profesor de Secundaria que conserva ese afán pedagógico, reflexivo y soñador, inherente a todos los buenos profesores. A lo largo de estos años, he comprobado que su pasión por la literatura y por la historia no ha dejado de crecer. Ahora acaba de publicar un primer poemario y confiesa, con una humildad muy machadiana, que él solo se considera “aprendiz de poeta”. Lo somos todos los que escribimos versos, le respondería yo. Porque si no mantuviéramos esa sed de aprendizaje, esa consciencia de margen de mejora, nos quedaríamos anquilosados, y la poesía nunca puede estar quieta.

Me interno, pues, en este primer poemario de José María, titulado Vivir a contratiempo (Cajón de Sastre, 2023), una filosofía existencial definida así por el propio autor: “Es esencial vivir a contratiempo, afrontar la vida con la coraza de los valientes, con las armas del amor sincero, de la humildad auténtica, de la tolerancia y la ilusión a flor de piel”. Porque es la vida “una andadura contracorriente, una lucha cotidiana”. Me llama la atención, en un comienzo, esa humildad que no es impostada, rara joya entre toda la poesía contemporánea, en los salvajes corrillos literarios donde cada escritor se jacta de haber descubierto algo nuevo, de poseer una voz absolutamente original. Los poemas de José María están atravesados de citas: desde León Felipe hasta Joan Margarit, pasando por los renacentistas, la Generación del 27, Nietsche, Kavafis, Blake, Ovidio… Sin olvidar la época contemporánea, con José Antonio Labordeta, Raquel Lanseros o… ¡Amaral! Se trata de un homenaje consciente a todos los poetas “que han guiado sus pasos hacia la pasión por lo que se puede considerar la vertiente más auténtica de la Literatura”. Pero en estas citas también se refleja el espíritu humanista del autor, su cultura inabarcable, su curiosidad por todas las épocas.

Antonio Machado se pasea de manera explícita por sus versos –“Machado en el recuerdo, / desde el Duero fugaz por San Saturio, / desde un olmo ya seco y descarnado”–, pero también de manera implícita, porque respira en cada poema. Encuentro en ellos su misma melancolía otoñal, fundida con el paisaje, que se enreda en la memoria: “Recuerdos de una infancia adormecida / allá en la sierra austera del Maestrazgo”, “Cualquier recodo vale / para acunar / esa melancolía / que alberga uno tan dentro / como el paisaje azul / de las infancias”. Y no solo en su propia memoria, sino también en la memoria compartida, histórica: “Todo ello es una herencia / incomprensible, / vestigio de un pasado / tan lejano”. El compromiso con su tierra –“la herida profunda / de esta España vacía / sin remedio”–, con los paisajes familiares y las tradiciones –“por mucho que te evadas, / sabes que volverás / a tus raíces”–, nos revela también ecos de la poética del ya mencionado José Antonio Labordeta: “el Moncayo, / ese dios silencioso, / extiende su mirada ensombrecida”.

Enquistados en esa memoria tan viva, surgen los ausentes: “como en sueños, / reaparecen todas las personas / que encendieron la luz / de tu sonrisa”, “el peso de la ausencia / de los seres queridos / que vuelven cada noche / a iluminar las sombras del ocaso”. Pero, mezclada con la nostalgia, encontramos también la esperanza: “Quizás un día de estos / se levante la niebla / y este cierzo tenaz / aleje los fantasmas / de esta melancolía / casi eterna”, “Siempre es tiempo de amor, / aunque la luz nos ciegue / y la penumbra ahogue / el aleteo suave de la vida”. Finalmente, a pesar de evocar el pasado, la voz lírica declara su amor hacia el presente, hacia el instante que se pierde en cada bocanada de aire: “es mejor recrearse en el camino”, “Disfruta de la vida / y atesora los sueños / cotidianos”. Para el poeta, existe una sencilla alegría en el simple hecho de vivir: “Si pides a la vida / demasiado, / te privará sin duda / del regalo secreto de las horas / y del latido gris / de los otoños”.

Es la poesía de José María Ariño honda y certera, de verso corto y musical –a veces, con rima asonante o consonante–, plagado de imágenes modernistas –los otoños y la noche, los ocasos–, pero predomina la emoción. Como afirma muy acertadamente Esther González Sánchez en el prólogo, “prescinde de lo ornamental y prioriza el contenido y el fondo, […] la transparencia significativa”.

Su lucha contra el tiempo es constante; la rebelión comienza en el mero hecho de escribir, de resucitar a los poetas muertos, a los paisajes olvidados y a los seres queridos. Y aunque declara “Somos como ese árbol / casi desnudo ya / y estremecido / al borde del camino”, su juventud es patente: “Llevas la juventud en las entrañas”, “Tienes el alma joven / y un corazón alegre, / sin arrugas”. Un joven de alma que busca, como Machado, “Ser o no ser más que hombre sincero, / un hombre del montón de los mortales / –en el mejor sentido del vocablo–”, y encuentra la eternidad en la naturaleza –“más allá de los chopos / moribundos, / más allá de estos pueblos / olvidados / hay un paisaje eterno”– y un refugio en los actos cotidianos, en la literatura y en la historia. Y lee y escribe, “para que el tiempo no nos sepulte”.

“Mar de Varna”, de Álvaro Hernando Freile

No es fácil escribir sobre el último poemario de Álvaro Hernando, Mar de Varna, publicado con Baile del Sol. Desde el comienzo, el lector tiene la impresión de internarse en un universo onírico y complejo, un bello laberinto tejido de metáforas, símbolos. Un espacio que habita dentro de la mente del autor, que conecta con nuestra propia mente, como si siempre hubiéramos sido poseedores de la llave que lo abre. En su introducción, el poeta hace dos afirmaciones fundamentales para comprender su obra. La primera: “Nos identificamos con los que fuimos y con lo que queremos ser, eludiendo quiénes en realidad somos”. La segunda: “Los lugares son tiempos”. Ambas afirmaciones se sostienen mutuamente, porque configuran el espacio en el que brota la poesía. La poesía nace, precisamente, en ese lugar indeterminado, el presente, donde el autor reflexiona sobre su propia identidad contemplando el pasado y el futuro, se enfrenta al olvido y a sus propios demonios: “Soy un ser transitorio, indeterminado por la vida, salvo en el momento en que el mar de Varna me atraviesa”. Pero, ¿qué es el mar de Varna?

Para empezar, es el protagonista de la primera sección de la obra, que, en palabras del autor, está “dedicado a los momentos que nos devuelven la identidad”. Hay, desde el inicio, una batalla contra el olvido. En el primer poema, el lector asiste a una de las imágenes más bellas, oníricas y enigmáticas del libro: “Mientras, todo / se asemeja a un puente con forma de cisne / que reposa tranquilo sobre la sal / de un mar antiguo, muerto junto a nuestros muertos”. No existe el mar, solo su recuerdo, un recuerdo que el poeta teme olvidar. Y sin embargo, existe más que algunas realidades. Es un espacio accesible desde los sueños: “Voy con todo a los sueños, / como si nada hubiera en ellos, / salvo la necesidad de encontrarte. […] / Con todo a los sueños que habitas, / por si hay que quedarse a dormir bajo la tierra / o construir una casa de viento”.

Destaca en esta primera parte una clave de la poética de Álvaro Hernando: la presencia de las aves, del vuelo, de las plumas. Se identifican con la idea misma de poesía. Hay “poemas de estorninos”, “poemas de vencejos”, “poemas que son bandada de aves temerosas”. Los estorninos, especialmente, tienen un significado esencial. A veces, el lenguaje limita la poesía: “Las palabras nos enjaulan / como una enredadera / que anida dentro de la tráquea”.

La segunda sección, “Tapias”, trata “sobre los lugares de tránsito”. Escribe el poeta: “Pensamos el tránsito como un lugar desde el que morar cuando todos los alrededores cambian”. Se refiere al tránsito físico, pero también al psicológico. A las historias inacabadas, al propio tránsito de la vida como camino hacia la muerte. Aparecen personas de su pasado, como el padre llevándolo al colegio, ese colegio que comienza y acaba en una tapia.

Precisamente, el padre protagoniza el poema que da nombre a la tercera sección, “Ab imo pectore”, que trata “sobre quienes nos habitan para siempre”: “Me queda el rostro blanco de mi padre, / como una memoria líquida”. Y lo íntimo se expande a una dimensión más universal: “De la historia no solo habría de aprenderse recordando las piezas, diseccionadas, sino como de una sombra que proyecta cada uno de nuestros movimientos. Son como los lunares, como los tatuajes: están en nosotros. La historia está en nosotros, aunque no necesariamente en nuestra memoria”. También aquellos que se fueron siguen formando parte de la poesía, que, al fin y al cabo, es la propia alma del autor traducida en palabras.

Y así llegamos a la última sección, “Cicatrices”, que el poeta define como “donde uno puede orientarse a partir del caos, de la duda y de una identidad a la deriva”. No en vano el libro está dedicado “A los perdidos”. ¿Quién no ha estado nunca perdido? ¿Quién podría afirmar que ya no lo está? Solo aquellos que no se han detenido lo suficiente para pensarlo. Se compone esta última sección de prosas poéticas, en las que la tendencia surrealista de todo el poemario se intensifica, especialmente en los magníficos “La cadena trófica” y “Conejos”. Quizá esta imaginería responde al intento de explicar el extrañamiento frente al mundo que lo rodea o a la imposibilidad de autodefinirse: “Vivo en el lugar en que lanzamos plumas al cielo, y decimos entonces que somos dioses que han creado pájaros y que nos pertenecen”, “La nueva normalidad consiste en mirar para otro lado, o en agujerear una montaña, para descubrir si hay una montaña al otro lado”. Contribuye a este extrañamiento la pandemia, que atraviesa varias de las prosas: “El ser humano aprende que deambular es volar dentro de un encierro. El domingo podría ser sábado y no se asusta ante los lunes”. La realidad es “una nueva Venecia que nace hundida en el lodo”. El poeta asume y abraza también su propia oscuridad: “Yo me inventé un abismo. […] Lo beso cada noche. Es un agujero, una cicatriz, un brazo amputado que siempre pica en su fantasma”, “Comprendo que algunos se dediquen entonces a pintar los infiernos”.

Afirmaba al comienzo que no resulta fácil escribir sobre Mar de Varna, y no porque el lector se pierda o no comprenda, sino por la cantidad de símbolos, imágenes y mensajes que proyecta. No se trata de una poesía “de aquí y ahora”, sino que encaja dentro de aquella que agradece dos, tres o cuatro lecturas, en cada una de las cuales van despejándose distintos enigmas. La influencia del simbolismo o del surrealismo es innegable, pero el poeta no corta nunca los lazos con su realidad, con su mundo tangible, lo cual permite que el lector siga orientándose y hasta identificándose con los poemas. A cambio, nos regala una variedad de imágenes y metáforas que contribuyen a hacernos “comprender / desde la palpitación del eco / al centelleo de la belleza”.

Álvaro Hernando es docente, antropólogo, gestor cultural y muchas cosas más. Entre ellas, poeta, como queda demostrado en este libro, que recomiendo a todos los perdidos, pero también a todos los que crean haberse encontrado. Un libro con vocación de viaje, que abre una dimensión que todos albergamos.

“Tapar los espejos”, de Rosario Troncoso

TAPAR LOS ESPEJOS | 9788412304091 | TRONCOSO GONZALEZ, ROSARIO

Llega a mis manos un nuevo poemario de Rosario Troncoso, una nueva flor en el jardín acuático de su poética. Tapar los espejos, publicado por la editorial asturiana BajAmar en 2021, es un murmullo subterráneo, la huella visible de un dolor, el frío de la ausencia y la fortaleza de una voz poética que duerme bajo el agua y cuenta las espinas de su sangre. Leo Tapar los espejos como la inevitable continuación de En el corazón, escamas, el libro inmediatamente anterior de la autora. La sirena, varada en la tierra, escucha desde su soledad la llamada azul del océano. El mal amor ha herido sus escamas celestes y debe volver a ensayar la libertad, comprender que “después de la pasión no espera nada”, convencerse de promesas a sí misma se hace: “No amarte en vano / ni escribir más tu nombre sobre mi herida”, “Olvidar a quien me ancló en primavera”. El dolor le ha enseñado, aunque todavía sea pronto para la cicatriz: “Aprendí a sellar mis labios y a no perseguir por amor las estelas de los barcos”. Es un proceso pleno de “desidealización”, una conciencia de la diferencia que existe entre sus sueños y la realidad: “Porque yo solo quería amarte sin querer tenerte ni que tú me tuvieras”.

La soledad también es a menudo incomprensión: “Ahí fuera hay un clamor que grita que me salve. Que me salve de ti, y de mí”. E inevitablemente surgen sentimientos como la impotencia –“Mi voluntad es una mariposa de aire”– o la culpa: “Conviene tapar los espejos. Que pasen de largo sus pasos. Que no sepa que he vuelto a adorarte y a abrazar sin culpa el dolor que corrompe la memoria”. Esa mariposa de aire es también la voz poética, que en el último poema de la obra, “Vaticinio”, confiesa: “Tengo las alas rotas”.

Estilísticamente, predomina la prosa poética, que se combina con los poemas breves, compuestos de tres versos, de la primera sección. Las imágenes habituales en la poética de Rosario Troncoso vuelven a aparecer en esta obra: la oposición entre la tierra y el mar, la sirena, la playa, los naufragios, el propio cuerpo… Encontramos ese intimismo tan particular en la autora, una dinámica de espejos, una sinceridad salada y desgarradora, en ocasiones, una inocencia pura, casi infantil, que sobrevive a los subterfugios de la realidad.  

Tapar los espejos es la historia de una reconciliación, la más compleja de todas: la que se entabla con una misma. Y así, leemos: “A lo mejor, si lo pido con vehemencia, esa mujer a la que amo, a la que me niego a escuchar, y que arrojé al fondo de mi infierno, regresa y me abraza. La mujer que sangra por mí, que desaparece adrede, y que soy yo”. A lo largo de la obra, el lector comprende que no, que esa mujer no ha desaparecido, sino que sobrevive por debajo de todo el dolor, esperando para volver a alzar la mirada e inundarla con la luz del sol. 

Rosario Troncoso (Cádiz, 1978) es profesora de Lengua Castellana y Literatura, gestora cultural, editora y articulista en prensa. Cuenta ya con diez poemarios publicados a sus espaldas, una larga trayectoria literaria.  

“Las razones del hombre delgado”, de Rafael Soler

Pocas veces la poesía es aún sorpresa, descubrimiento, adentramiento por un túnel. Rafael Soler (Valencia, 1947) lo ha logrado en Las razones del hombre delgado (Nueva York Poetry Press, 2021). Se trata de un poemario sorprendente desde su comienzo, que atrapa al lector con hondas y acertadas reflexiones sobre la muerte y nuestra aceptación: “Porque hay vivos medio muertos, cierto es, pero hay también muertos medio vivos, más allá de su tenaz apocamiento al ser definitivamente instalados en La Casa Helada”. En palabras de Antonio Gamoneda, “una incesante sucesión de asombros”.

Se podrían señalar muchos aspectos acerca de este poemario, desde un punto filológico: el uso libre de los signos de puntuación para conformar un ritmo fluido y perpetuo, las brillantes imágenes, a menudo irracionales o cercanas al surrealismo; el verso corto, preciso y eficaz, el juego con el lenguaje, el ingenio y un cierto “humor sabio”: “No es lo mismo morir / a que te mueran”… Sin embargo, en mi opinión, una crítica meramente filológica desmerecería la verdadera dimensión de la obra.

Es un libro que ahonda en la muerte, un tema ya de por sí misterioso, fascinador y terrible. Pero no lo hace desde la perspectiva a la que los lectores estamos acostumbrados, sino que parece abrir una dimensión alternativa para contemplar el mundo, los seres que lo habitan, su propia vida, desplegando una intimidad fascinante con la muerte, superando los límites impuestos. Una mirada inteligente, extraña, misteriosa, en contrapicado, casi cinematográfica en ocasiones, provista de un cristal oscuro. A veces, el lector siente frío. Otras, se envuelve en una especie de humo subterráneo que emerge de la voz poética. Igual que si el universo se vistiera de niebla para ser contemplado, con una “tos de lluvia” a caballo sobre un ritmo de tambores, sobre algo primigenio y difícil de precisar. Y para mirar a la muerte y cantarla, el autor celebra la vida, el amor, paladea la existencia, “quizá desorientado”. Y desorienta también al lector, pero es necesario perderse y desdibujar las formas para comprender las dimensiones del final. Adentrarse en esa niebla o “bruma elástica”. Entender las sabias razones del “hombre delgado” y acabar preguntándose “¿cuál es el nombre de ese pájaro?”.

De entre todas las propuestas poéticas contemporáneas, la de Rafael Soler brilla por su originalidad, su atractiva extrañeza, su desafío filosófico. Este libro evidencia la madurez de un poeta y narrador español consagrado más allá de nuestras fronteras, con una frondosa trayectoria a sus espaldas.