Andrés París: mirar el mundo con ojos de verso

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Andrés París recitando en el Museo de la Ciudad de Móstoles, en una actividad organizada por la Asociación Cultural Naufragio. Fotografía: María del Río-Ángel Aranda (acnaufragio.blogspot.com)

El poeta también se encuentra en la mirada y Andrés París (Madrid, 1995) contempla el mundo con ojos de verso. Observador, atento, brillante; su timidez y discreción habituales dan paso, en el escenario, a un excelente rapsoda que se mueve como pez en el agua y es capaz de despertar emociones en los labios de sus afortunados espectadores. Y es que, además de ser poeta, Andrés ha hecho sus pinitos en el mundo del teatro. Su participación más reciente puede encontrarse en la obra Azul de metileno —basada en El árbol de la ciencia de Pío Baroja—, en la que encarnó al cínico personaje de Julio Aracil. La obra fue estrenada en noviembre de 2016 en el teatro OFF Latina de Madrid. En el terreno interpretativo, también hay que señalar que obtuvo el primer puesto en el popular Slam Poetry de Madrid en 2015, con un poema que desafiaba la habitual mediocridad “antipoética” de estos eventos.

Yo lo descubrí en su faceta de “poeta científico”, una categoría cuya existencia desconocía hasta entonces. A caballo entre las humanidades y las ciencias más puras, es graduado en Bioquímica por la Universidad Autónoma de Madrid y cuenta con una sección propia en la revista científica Principia, donde ya ha publicado dos ingeniosos poemas en los que desmonta el mito de la supuesta incompatibilidad entre ciencias y letras.

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De izquierda a derecha: los poetas Aureliano Cañadas, Andrés París y Javier Díaz Gil, junto al editor José María Herranz, durante la presentación de Entre el infinito y el cero en La Casa Encendida

Fue en otoño del año pasado cuando se incorporó al grupo poético de Los Bardos, convirtiéndose así en el segundo miembro más reciente, después de la filóloga J. L. Arnáiz. Sin embargo, debe gran parte de su aprendizaje poético a la tertulia Rascamán, coordinada por el poeta Javier Díaz Gil. Además, ha pertenecido al grupo poético juvenil “Diversos” del centro de Poesía José Hierro —donde coincidió con otra barda, Debbie Alcaide— y de más tertulias literarias, y sus insobornables convicciones morales y artísticas lo han conducido a ser expulsado de alguna otra.

Gran admirador de Arthur Rimbaud, se halla muy lejos, sin embargo, de poder ser considerado un enfant terrible, puesto que es amante de la calma, la moderación y el pensamiento racional, lo cual no impide un apasionamiento vital que refleja en sus versos, mezclándolos con su particular y quieta melancolía: la melancolía del observador que combina sagacidad y ternura. La influencia de Verlaine se limita, pues, a la precocidad creativa y a un simbolismo muy del gusto del s. XIX.

Este simbolismo se mezcla en su poesía con una suerte de surrealismo muy plástico, muy sinéstesico, generador de un universo de belleza extraña y acristalada que envuelve al lector. El eje incuestionable de su poética es, como ya señalara Javier Díaz Gil, “la creación de imágenes”. Imágenes violentas, chocantes o frágiles; próximas, en algunos casos, a la greguería; poseedoras, todas ellas, de una extrema delicadeza que baila con los cinco sentidos, confundiéndolos.

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No puedo aportar ejemplos ilustrativos de su obra más reciente, con el fin de respetar el carácter inédito de la misma. Sin embargo, el lector interesado cuenta con la posibilidad de acudir a sus publicaciones en revistas —Cuadernos del matemático, Luces y sombras, Saigón—, a alguna antología —Cuaderno de Bitácora. Antología de la tertulia Rascamán (Poeta de Cabra, 2016), Arrecife de Naufragios (Segunda Antología Saigonista)— y a sus dos poemarios: Sonetos y velas vanguardistas (Círculo Rojo, 2011) y Entre el infinito y el cero (Poeta de Cabra, 2015). El primero constituye un precoz alumbramiento poético, obra de un adolescente —el autor tenía quince años en el momento de la publicación— que ya se anuncia como promesa, introduciendo su original imaginería literaria, enmarcada en un formato clásico de sonetos, coplas, romances. Entrañable e insolente, criticable y digno de admiración.

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Andrés París presentando su segundo poemario en Córdoba. Foto: acnaufragio.blogspot.com

Es el segundo poemario en el que pretendo centrarme, por ser el más reciente, una de cuyas composiciones le sirvió al poeta para resultar finalista del Premio Poeta de Cabra 2016. Lo primero que encuentro al respecto del libro en Internet es una cuestionable crítica en un blog, Vallenegro, en la que se define como “difícil, terriblemente difícil”. El autor de dicha reseña se queja de tener que dedicarle “un grandísimo esfuerzo que incluso puede generar una cierta decepción”.

Para empezar, considero bastante arriesgado despachar un libro de poesía con el calificativo de “difícil”. ¿Qué habría pasado si la crítica hubiera hecho lo mismo con Poeta en Nueva York de Lorca o La destrucción o el amor de Aleixandre? Por otra parte, el esfuerzo por parte del lector suele ser inherente al género lírico, caracterizado por extremar la función poética del lenguaje. Desgraciadamente, vivimos tiempos en los que se considera poesía a frasecillas ingeniosas o bobas, soeces en algunos casos, para todos los públicos, que en mis años escolares se escribían en las agendas entre clase y clase. Tal banalización del concepto de la poesía ha popularizado el género, pero a la vez le ha restado calidad. En los versos de Andrés París, sin embargo, seguimos encontrando la intrínseca elaboración y la profundidad reflexiva del siglo pasado. No resulta casual que el autor resultara finalista en 2013 de la III Olimpiada filosófica de Madrid con una disertación sobre la realidad. La filosofía, la reflexión, ocupan también su lugar en las páginas de Entre el infinito y el cero. Por todo ello, la decepción no es, en absoluto, el sentimiento que genera el entendimiento de la obra.

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Entre el infinito y el cero plantea el comienzo y el desarrollo de una guerra desde los ojos del protagonista, un muchacho que contempla cómo el mundo que conocía se modifica radicalmente y sus seres queridos cambian del mismo modo o desaparecen, mientras él se resiste inútilmente a este cambio y, al final, acaba por abrazarlo. La guerra, en mi interpretación, constituye la alegoría del paso de la adolescencia a la madurez, necesario y traumático. “Tengo la suerte de no saber / cómo es un campo de batalla, / y la desgracia de saber cómo lo imagino”, escribe el poeta. El campo de batalla, ese mundo adulto, es algo que él contempla todavía desde la distancia, en el que sí participan sus padres, en cuyo contexto él se siente inútil: “Será que mi madre hace demasiado, / mi padre lo que puede, / y yo, sinceramente, incordio”.

El mundo quieto y atemporal de la infancia es representado por la habitación, el cosmos de paz que protege al poeta del exterior, aunque a veces se vuelva jaula o “cámara revólver”. En la guerra a la que se enfrentan, todo tiende a la deshumanización: el poeta se vuelve una “masa de sangre”, hay “pocos hombres”. El padre y la madre representan lo humano, la cara amable y protectora de esa infancia que se desvanece. El adiós del padre —de la seguridad, de la protección— da paso, reveladoramente, al poema “Máquinas”, deshumanizado desde el título. En este sentido, de la primera parte del poemario destaca la prosa poética “Las cartas que me hubiera escrito mi padre”, un ejemplo de genialidad poética. Es reseñable también la aparición, en esta parte, de la figura de la gata como una encarnación de la soledad o un presagio de la muerte que se avecina. Su nombre, Luna, la relaciona con un símbolo de la muerte en el imaginario lorquiano, un poeta cuya influencia recibe, sin duda, Andrés París. La muerte reaparecerá en forma de caballo —de nuevo, Lorca— en la segunda parte.

La lluvia, otro símbolo del cambio, salpica el final de la primera parte en el poema “Tierra”, donde hallamos un guiño al universo modernista de Rubén Darío: “Una sonatina cubre el luto de la princesa”.

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Diseño inédito de Andrés París para la portada de Entre el infinito y el cero

En la segunda parte, el yo poético contempla ya el mundo desde el cristal de su inexperta madurez. En el poema “(Cero)”, se refleja el aprendizaje y el poeta contempla la realidad como “potencia infinita”, aunque confiesa: “la ignorancia me devora”. Este afán de conocimiento incide más adelante, en otro poema: “para llenar el cántaro / con el hondo que no se alcanza”. En “(Al ego absorbente)” percibimos una lucha interna y la resistencia del protagonista a madurar. Reconoce: “Cómo odio a mi yo del pasado”. Unos versos después: “La juventud encarna orgullosa / el espíritu de la contradicción”.

En “(A un anochecer no cualquiera)”, el poeta contempla desde la distancia el juego de seducción propio de la adultez: “las jóvenes eligen sus vestidos / para el baile perpetuo de los enamorados” y confiesa, situándose al margen: “Yo, necesito a mi Luna”. ¿Qué enigma encierra esta confesión? Podemos deducirlo más adelante.

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El poeta firmando en Lucena Entre el infinito y el cero. Foto: acnaufragio.blogspot.com

En “(A los opacos)”, menciona la existencia de una venda que le cubre los ojos que durará hasta “El día que me venga la luz / y me suscite la libertad de movimientos”. La venda se relaciona con el “sendero penumbra” desvanecido, de nuevo, bajo un alumbramiento. Dicha luz o alumbramiento simboliza el amor, igualado a la música en “(A la melodía de la luz)”, que desata al fin la venda de sus ojos. El amor es encarnado por una niña de blanca sonrisa, “demasiado joven y hermosa”. En “(Al leve ascenso)”, encontramos la pista definitiva acerca de su identidad: “Subamos escaleras / tras el rastro de la poesía”. En efecto, esa “luz cristalina” que destierra las tinieblas es la poesía, la inspiración poética, que surge en soledad. Por eso, mientras el resto del mundo participa en el juego del amor, el poeta se pregunta por su Luna, esa soledad vestida de gata que le conduce al alumbramiento poético.

Por tanto, Entre el infinito y el cero constituye una obra en la que el protagonista se enfrenta a la madurez, primero en forma de guerra sangrienta que se suaviza en la segunda parte, donde encuentra al fin el camino para avanzar por ese nuevo mundo, y no es otro que la poesía. En el último poema, contemplamos al poeta, más en paz consigo mismo, en pleno rapto de inspiración, mientras un gato —de nuevo, un felino—hace una casa de papel con los restos de sus poemas.

Sin duda, Andrés París, igual que el protagonista de su segundo libro, ha elegido mirar el universo con ojos de poesía.

Con Rafael Alberti en la Feria del Libro de Madrid (II)

El pasado domingo 11 de junio regresé a la Feria del Libro para firmar mis obras. Era el último día y un apretado calor veraniego envolvía el ambiente. Firmé numerosos ejemplares de mi nuevo ensayo albertiano y también varios de los dos poemarios, Los despertares y Mi nombre de agua. Muchas gracias a todos los que os pasasteis. Os dejo aquí una selección de fotografías realizadas por Javier Lozano:

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Después de las firmas, tuvo lugar la primera reunión de los Bardos, mi grupo poético, con José María de la Torre, director de Ediciones de la Torre; para preparar un proyecto que se convertirá en el acontecimiento literario de 2018. Pronto iré dando más detalles…

 

Los 90 del 27 en el Ateneo de Madrid

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Célebre foto de la Generación del 27 en el tercer centenario de Góngora, en Sevilla, 1927. De izquierda a derecha: Rafael Alberti, Federico García Lorca, Juan Chabás, Mauricio Bacarisse, José María Platero, Manuel Blasco Garzón, Jorge Guillén, José Bergamín, Dámaso Alonso y Gerardo Diego

Nunca ha brillado tanto la poesía en España como en aquellos años de esplendor en los que los poetas de la Generación del 27 enarbolaban sus versos por nuestros cafés, por nuestra Residencia de Estudiantes, por las noches insomnes en las casas de Aleixandre, de Neruda, de Carlos Morla Lynch. La Guerra Civil los separó, pero desde el exilio o desde una España torturada por la dictadura franquista —la España del hacha, que diría el prometeico León Felipe—, cada uno de ellos continuó escribiendo magníficas obras que contribuirían a forjar el esqueleto de la literatura en lengua española. Hubo una excepción, trágica y escalofriante: Federico García Lorca no pudo componer más versos, porque su voz y su vida le fueron arrebatadas en aquel fúnebre agosto de 1936.

No podría comprender hoy la poesía sin la existencia del deseo adolescente cernudiano, sin los mares azules de Alberti, sin el duende de Lorca o los callados enigmas aleixandrinos. La Generación del 27 constituyó un equilibrio perfecto entre la tradición y la vanguardia, y he ahí una de las claves de su esplendor. Y sin embargo, parte de los poetas y poetastros de mi generación se resisten a su influencia por considerarla una poesía caduca, y los clásicos españoles hoy son rechazados en buena parte de los ambientes poéticos juveniles. Apostar por la tradición actualmente es, casi, una forma de vanguardia. Por eso, cuando critican mi poesía por parecerse demasiado a la del 27, me siento halagada. A mucha poesía actual le falta la música; esa música que plasmó Verlaine en sus versos y que enarboló con orgullo Rubén Darío y que recogerían también poetas como Lorca o Alberti.

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Miguel Losada y Alejandro Sanz presentando el homenaje a los 90 años de la Generación del 27 en el Ateneo de Madrid

No debería ser necesario reivindicar la Generación del 27, porque ella brilla por sí misma. Sin embargo, tristemente, se impone hacerlo. Por eso me alegró tanto la última iniciativa de la Sección de Literatura del Ateneo de Madrid, consistente en un homenaje por el nonagésimo aniversario de la Generación del 27. Alejandro Sanz y Miguel Losada, dos enamorados y grandes conocedores de estos poetas, representantes de la Sección de Literatura, organizaron un magnífico evento que, asombrosamente, no ha sido recogido por los medios de comunicación, quedando así demostrada la escasa importancia que en España se concede a nuestro patrimonio cultural.

Lo cierto es que fue una velada memorable. Quince poetas actuales, entre los cuales tuve el honor de contarme, recitamos versos de cada uno de los grandes vates del 27. Yo representé a mi adorado Rafael Alberti, cuya figura he reivindicado en mi tesis doctoral y que es la protagonista de un ensayo titulado La nostalgia inseparable de Rafael Alberti. Oscuridad y exilio íntimo en su obra, que publicaré este mes con Ediciones de la Torre y presentaré el 12 de junio en el Ateneo de Madrid.

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Los participantes del acto

Aquella noche, revivieron los poetas del 27. Resultó emocionante formar parte de este homenaje, deleitarme una vez más con sus obras y aprender de las palabras que les dedicaron los participantes del acto. Se produjo, además, una emotiva anécdota: la asistencia al evento de Alfred Jordan, un antiguo alumno de Luis Cernuda, del último curso en que este dio clases en Norteamérica. Recordaba el ahora veterano profesor el ensimismamiento de Cernuda y sus grandes conocimientos acerca de la literatura española.

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Marina Casado representando a Rafael Alberti

El amor por la poesía se traslucía en todas las voces y miradas, y compartirlo fue una maravillosa experiencia. Dijo Alberti que el canto del poeta “asciende a más profundo cuando, abierto en el aire, ya es de todos los hombres”. También podríamos citar esa hermosa estrofa lorquiana de la “Oda a Salvador Dalí”: “Pero ante todo canto un común pensamiento / que nos une en las horas oscuras y doradas. / No es el Arte la luz que nos ciega los ojos. / Es primero el amor, la amistad o la esgrima”. La amistad. Generación de la amistad, la llamaron también poetas de la talla de Vicente Aleixandre. Anoche nos lo recordó Alejandro Sanz, presidente la Asociación de Amigos del autor de Sombra del paraíso. Y verdaderamente, aquellos grandes amigos y escritores parecían sonreírnos desde la insondable distancia del tiempo.

Dejo aquí la lista de los participantes del acto y de los poetas del 27 a los que representamos, por orden alfabético:

RAFAEL ALBERTI – Marina Casado
VICENTE ALEIXANDRE – Javier Lostalé
DÁMASO ALONSO  – José Cereijo
MANUEL ALTOLAGUIRRE – Ángel Rodríguez Abad
MAURICIO BACARISSE – Manuel Neila
JOSÉ BERGAMÍN – Jon Andión
LUIS CERNUDA – José Luis Gómez Toré
JUAN CHABÁS – David Felipe Arranz
GERARDO DIEGO – Jesús Urceloy
JUAN JOSÉ DOMENCHINA – Luis Luna
JORGE GUILLÉN – Francisco Caro
FEDERICO GARCÍA LORCA – Miguel Losada
JUAN LARREA – Juan Carlos Mestre
EMILIO PRADOS – Alejandro Sanz
PEDRO SALINAS – Rosana Acquaroni

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Y por último, todas las fotos de los participantes, cortesía de Alejandro Sanz:

En el aniversario de Rubén Darío

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Rubén Darío en 1915

Hoy Rubén Darío (1817-1916) hubiera cumplido 150 años y el mundo se debate entre el homenaje a su obra como uno de los pilares básicos de la poesía contemporánea y el extendido rechazo que produce a una parte del panorama literario actual el Modernismo, el movimiento que surgió definitivamente con la publicación, en 1888, de su obra Azul, y que se consolidó en 1896 con Prosas profanas.

Hay que señalar, no obstante, que en América ya existían autores premodernistas antes de 1888, como Vallejo Nájera o José Martí, y en España, Manuel Reina, Salvador Rueda o Amós de Escalante. Pero la primera obra de Darío se impuso como un estandarte celeste sobre todos ellos, marcando las líneas de la nueva estética, la primera en desarrollarse simultáneamente en ambos continentes.

El Modernismo nació rodeado de otros ismos de origen francés: el parnasianismo, el simbolismo, el decadentismo o el impresionismo. Por ello París fue la ciudad cosmopolita, el eje de los versos modernistas. La nueva estética, centrada en lo sensorial, apostó temáticamente por un escapismo hacia épocas y lugares remotos, hacia civilizaciones antiguas, exóticas u orientales. Dibujó amores imposibles y atormentados, bañados por una melancolía de atardeceres náufragos en jardines cuajados de estatuas y de vestidos de tul. Rubén Darío fue el verdadero creador de estas irreales realidades, el creador de versos como estos:

y bajo la ventana de mi Bella-Durmiente,
el sollozo continuo del chorro de la fuente
y el cuello del gran cisne blanco que me interroga.

(“Yo persigo una forma”, Prosas profanas)

O estos otros:

Mar armonioso,
mar maravilloso
de arcadas de diamante que se rompen en vuelos
rítmicos que denuncian algún ímpetu oculto,
espejo de mis vagas ciudades de los cielos,
blanco y azul tumulto
de donde brota un canto
inextinguible,
mar paternal, mar santo,
mi alma siente la influencia de tu alma invisible.

(“Marina”, Cantos de vida y esperanza)

Viajó por primera vez –y no última– a España a finales del siglo XIX, y conoció a una pléyade de jóvenes poetas como Juan Ramón Jiménez, Ramón María del Valle-Inclán, Jacinto Benavente o Francisco Villaespesa –el verdadero representante del Modernismo americano en España–, que rápidamente lo veneraron. Más tarde, conocería en París a Antonio Machado, autor de la excelente obra modernista Soledades, galerías y otros poemas. Tras su primer viaje, la poesía española adoró el Modernismo de Darío.

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Rubén Darío

“Nuestro prodigioso Rubén Darío”: así se refirió al poeta Rafael Alberti en sus memorias, La arboleda perdida, en las que constantemente trae a colación versos y reflexiones, aprendidos de memoria, del gran nicaragüense. Admite que comenzó a apasionarse con su poesía en los tiempos en los que aún no había comenzado a escribir versos, cuando todavía era aprendiz de pintor y pasaba los días vagando por los pasillos del Museo del Prado, entre las penumbras de Velázquez y las explosiones cromáticas de la Escuela Veneciana –Tiziano, Tintoretto, Veronés–. Los colores del Modernismo poético también explotaron en sus pupilas. Y así, consideró a Darío como “el nuevo Garcilaso para la lírica moderna de lengua hispana”. Para Alberti, Rubén sobresalía entre los poetas de su tiempo. Recuerda en La arboleda perdida una anécdota acaecida en Argentina:

Una vez que se habló de dedicar a Rubén Darío algún lugar de la ciudad o levantarle un monumento, yo propuse a algunos poetas amigos que en vez de una seguramente municipal y ridícula estatua se le dedicase uno de aquellos antológicos gomeros de la plaza de Lavalle, grabando el nombre del gran poeta nicaragüense en un simple anillo de bronce que abrazara uno de aquellos troncos.

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Facsímil de la primera edición de Cantos de vida y esperanza (1905)

Darío, a pesar del mármol desplegado por los jardines de sus versos, fue sobre todo y ante todo –como bien intuyó Alberti– el árbol robusto, aferradas sus raíces al suelo fecundo de la literatura del siglo XX; regado por las gotas de sangre indígena que circulaban por sus venas. Fue al final de su trayectoria, en Cantos de vida y esperanza, cuando idealizó a su continente, esa “América nuestra, que tenía poetas desde los viejos tiempos de Netzahualcoyotl”, la América en la que se refiere como “la hija del Sol” en su famoso poema “A Roosevelt”.

Siguió esta trayectoria: del refinamiento elegante y artificioso que contemplaba la ciudad de París como el eje del mundo moderno, a la reivindicación ensalzada de su tierra americana. Fue marcando el avance del Modernismo en América y Europa, alzándose como el “Príncipe de las letras castellanas”. Mantuvo su característica musicalidad en todo momento, el arcoíris de contrastes sensoriales que se paladea entre sus versos, y acabó decadente, brindando con el Marqués de Bradomín en el entierro de Max Estrella, en la imaginación de un Valle-Inclán que, tras abrazar con pasión el Modernismo, empezó a contemplarlo como una huella del pasado:

Levanta su copa y, gustando el aroma del ajenjo, suspira y evoca el cielo lejano de París. Piano y violín atacan un aire de opereta, y la parroquia del Café lleva el compás con las cucharillas en los vasos. Después de beber, los tres desterrados confunden sus voces hablando en francés. Recuerdan y proyectan las luces de la fiesta divina y mortal. ¡París! ¡Cabaretes! ¡Ilusión! Y en el ritmo de las frases, desfila con su pata coja Papá Verlaine.

(Ramón María del Valle-Inclán, Luces de bohemia, 1924)

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Valle-Inclán caricaturizó a Rubén Darío en su esperpéntica obra de 1924 Luces de bohemia

Y aunque algunos, como Alberti, continuaron reconociendo su imprescindible magisterio, lo cierto es que los presupuestos modernistas comenzaron a rechazarse por resultar, para muchos, vacíos y frívolos. Sin embargo, su influencia, más o menos subterránea, pervivió a lo largo del siglo XX –¿alguien puede negar todo lo que le debe la poesía lorquiana, sin ir más lejos?– y permanece viva, aunque a parte de la poesía contemporánea le moleste el preciosismo sensorial, por estar éste lejos de la abstracción intelectual pseudo surrealista y de la llamada “poética de la experiencia”, las dos variantes que se dibujan con mayor precisión en el panorama de nuestros días.

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Sello conmemorativo de Nicaragua del primer centenario de Rubén Darío.

Yo misma no puedo negar el magisterio de Rubén, ni que fue él quien me atrajo primero a la poesía con sus mundos azules encantados, sus princesas de labios de fresa, sus cisnes y sus melodías orientales, las leyendas remotas de jardines y melancolías al amparo del cielo lluvioso de un París que ya jamás contemplaremos. No puedo negar que, a día de hoy, es el poeta –a excepción de Cernuda, quien, por cierto, lo criticó con ironía en sus ensayos– de quien más versos podría recitar de memoria, y no porque me haya esforzado por ello, sino porque dichos versos se me grabaron a fuego en la adolescencia, llenando los míos de alas blancas y valses.

Y ahora, cuando la realidad me abofetea, a veces reniego de esta primera influencia tan determinante, y me afano por otorgar a mis poemas un aire menos encantado, más realista, y vivo con Rubén una relación extraña, a medio camino entre el amor resignado y el odio cariñoso. Porque me es imposible desterrar esa parte de mí que todavía sueña con cuentos de hadas y con pasear bajo la lluvia por las calles de un París imposible, junto a un hombre misterioso con abrigo gris, que después besaría mi sueño entre gatos blancos de angora y jarrones de porcelana china.

Esta reflexión me anima a finalizar mi humilde homenaje con un pequeño poema que escribí en 2014, en uno de esos raptos antimodernistas que a veces, sin mucho éxito, me asaltan:

Fin de un amor

Viejo, tonto Rubén, Rubén de mis amores,
mi Rubén tan querido y tan equivocado:
los cisnes nos conducen a la muerte,
pierden su embrujo triste
bajo el foco infinito de la mediocridad;
la sordidez de los presentes nos obliga a arrancar,
una a una, las plumas de sus alas;
el amor es un sueño que no se acabará de realizar.
No, Rubén, ya no es tiempo de caminar juntos, los dos,
desenvolviendo azules: yo he venido
–citando a José Hierro- para decirte que no volveré nunca
y que ya nunca podré olvidarte.

23 de mayo de 2014

Los Bardos: un año después

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De izquierda a derecha: Alberto Guirao, María Caballero, Andrés París, Fran Raposo, Marina Casado, Javier Lozano, Déborah Alcaide, Rebeca Garrido, María Agra-Fagúndez. En primera fila: Alberto Guerra. Fotografía de Bárbara Díez

El siglo XXI tiene a veces rasgaduras en su perfecto manto de indiferencia. Rincones diminutos en los que no ha pasado el tiempo, en los que podríamos regresar a los felices años veinte y creernos parte de una generación literaria. Qué diablos, ¡ya lo somos! Dejemos huella o no, lo somos. Es emocionante para mí poder recitar poesía y escuchar la de mis amigos delante de un café mientras el frío arremete contra los cristales suntuosamente decadentes del Pabellón del Espejo, en pleno Paseo de Recoletos.

Hace ahora un año del nacimiento de los Bardos, en aquel homenaje a la colección “El Bardo” de la editorial  Los Libros de la Frontera, que tuve el honor de presentar. Se celebró en la Casa del Lector de Madrid y recuerdo que, tras el acto, nos reunimos para recitar en una terraza cercana. Alberto Guerra, poeta canalla y fundador de Séxtasis Ediciones, fue quien me dio la idea: ¿por qué no crear un grupo en el que incluir a todos los que habíamos participado y alguno más? Un grupo que, en recuerdo del acto que lo originó, se llamaría “Los Bardos”.

Un año después, somos muchos más bardos de los de aquel tímido comienzo. A menudo, conseguir ponernos de acuerdo con las fechas para reunirnos se convierte en una lucha de titanes, porque, en el s. XXI, la vida humana se convierte en una suerte de caleidoscopio con numerosas ventanas y tareas y compromisos. Pero nadie nos puede negar la pasión, una vez que lo conseguimos.

El pasado domingo, chorreaba poesía de nuestros labios y de nuestras miradas. Como siempre, o tal vez como nunca. Un año después, allí estábamos. Algunos del comienzo; otros, incorporados a mitad de camino. Pero todos con la ilusión a flor de piel. Leí los versos de mi poemario inédito y escuché los de mis compañeros: la hondura frágil tamizada de oscuridad, plagada de emociones abrasadas, de Rebeca Garrido, las citas transparentes y sinceras de María Agra-Fagúndez, que se clavan como saetas en el corazón. La magia arcaica de Grecia traspasando las palabras de ceniza de Déborah Alcaide, las declaraciones audaces y entrañables de Alberto Guerra. Su tocayo, Alberto Guirao, resucitó un poema de su primer libro, aquel mítico Ascensores que me dedicó cuando aún estábamos los dos en la facultad, haciendo Periodismo. Ya tenía ese aire surrealista y desenfadado a un tiempo que lo caracteriza. Javier Lozano nos enseñó su simbolismo romántico de bosques incendiados y ojos imposibles. También estuvo Fran Raposo con su primer poemario, Grietas vitales, que posee la elegancia de los clásicos, de aquellos “poetas andaluces” que cantaba su paisano Rafael Alberti. Y nuestro benjamín y reciente incorporación, el genial Andrés París, que a sus 21 años es capaz de estremecer con sus versos oscuros y humeantes, reunidos en su segundo poemario, Entre el infinito y el cero, y en otro poemario inédito.

Nos acompañaron las periodistas María Caballero, irreverente e ingeniosa prosista, y Bárbara Díez, que tuvo a bien escribir una original crónica de nuestro encuentro. Y faltaron destacados bardos como Eric Sanabria, Andrea Toribio o Conchy Gutiérrez, entre otros, a quienes los compromisos no les permitieron acudir.

Gracias por una velada más a vuestro lado, celebrando la poesía, compañeros. No sabemos lo que nos deparará el futuro en nuestras carreras literarias, pero los recuerdos permanecen. Porque, como escribió Lorca en la “Oda a Salvador Dalí”:

No es el Arte la luz que nos ciega los ojos.
Es primero el amor, la amistad o la esgrima.