Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad. […] Pero terminó la niñez y caí en el mundo.
Luis Cernuda, Ocnos
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Hace tanto que no escribo. Pero faltaba un último despertar en mi pequeña biografía que convertiría todos los anteriores en inocentes actos de sonambulismo.
Aquí ha regresado la primavera. Los árboles han vuelto a vestirse de pétalos rosas y yo he buscado para nombrarlos, angustiada, palabras que pongan fin a mi desmemoria. Solo puedo recordar algunas. Tenía todavía tanto que aprender.
Las personas estamos hechas de agua, carne, huesos y recuerdos. Hoy los recuerdos se mezclan con la sangre y nos definen, porque el presente está cuajado de espinas e imaginar el futuro es, en parte, morirse de frío. Somos porque fuimos. Pero también porque podemos seguir siendo, porque el calor del sol regresa para iluminarnos las mejillas y jamás lo habíamos sentido tan suave, a la par que tan triste.
Ahora el frío es más intenso y los atardeceres más luminosos, más amables. La lluvia se me clava más pausadamente en la piel, transmitiéndome su telegrafía del suspense. Ya no es solo melancolía derramándose tras un cristal. Ahora detengo mi mirada en los brotes de las plantas y en cada especie diferente de pájaro que se cruza en mi camino. Trato de nombrarlas. Veo cruzar las nubes a sus velocidades de relámpago y comprendo que hemos vivido muy deprisa, sin detenernos a paladear el presente que siempre nos había acariciado. Ahora, cuando nos araña, solo nos resta llorar. La sabiduría, mezclada con el llanto, es lo que queda bajo esa carne arada, bajo esa herida que amenaza con no cerrarse jamás.
Por todo ello, me aferro a los instantes de luz. A la primavera que ha regresado, a los aviones que surcan el cielo llenándome la imaginación de futuros viajes. Al calor, en sus múltiples tonalidades. Pero no quiero olvidar. No quiero quedarme anclada en una sempiterna despedida cuando sé que, en realidad, habitan en mí otras vidas que se entrelazan con la propia. La tristeza hará crecer mis cabellos y algún día sabré reconciliarme con las lágrimas. Seré más triste y más sabia, sentiré más intensamente las caricias de la vida, igual que abril o que el ritmo monocorde de la lluvia. Se han cerrado para siempre las puertas del País de las Maravillas. Este es el despertar definitivo. Pero mientras se mantenga intacta mi identidad, lograré renacer cada día. Encontrándome.
El espléndido palacio de papel de los peregrinajes infantiles.
Alejandra Pizarnik
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“La vida te da sorpresas; sorpresas te da la vida”, que cantaba Rubén Blanes. Últimamente, esta canción viaja constantemente en mi cabeza, prendida a una retahíla de recuerdos azules. Han pasado tantos años desde que Pedro Navaja cruzó aquella avenida. Hay vidas que se trastocan de forma tan vertiginosa que empiezan a asemejarse al argumento de algunas de esas películas españolas que son demasiado dramáticas para resultar creíbles, y me viene a la cabeza Alas de mariposa, de Juanma Bajo Ulloa. Pedro Navaja y su diente de oro. Yo era muy niña, por entonces. Canturreaba distraídamente al abrigo de las noches de verano en el patio de la urbanización. Eran los tiempos en los que la piscina permanecía abierta hasta las doce de la noche, sin socorrista. Bucear con gafas de agua era entonces sumergirte en una película en blanco y negro. Las historias de amor eran más creíbles antes del Technicolor. Pero Casablanca, en el presente, puede seguir emocionando, porque un beso sigue siendo un beso, un suspiro sigue siendo un suspiro; aunque se disfrace de “ciudad de las estrellas”. Siempre pensé que me enamoraría de un pianista; tal vez porque inconscientemente buscaba un final dramático y un local al que saber regresar después de muchos años. El amor no debería pasar del blanco y negro. El auténtico drama es la vida, con todas sus espinas, y para eso no es necesario acudir a las películas; pero nos gusta emocionarnos con Ingrid y Humphrey, aunque ya no sean Ingrid y Humphrey. Siempre nos quedará… No siempre. Tal vez no siempre. Pero sí siempre mientras sepamos recordar. Al final, la filosofía que nos ocupa consiste en recordar y dejarnos llevar, apresando las luces del presente mientras la realidad huracanada nos empuja. Ninguna luz es eterna. La vida te da sorpresas, sí. Casi nunca buenas. Pero alguna vez también extrañaremos este tiempo.
Mary Poppins regresó a Londres cuando empezó a soplar el viento del Este. El Almirante Boom, aquel viejo oficial de la Marina retirado, lo anunció desde su azotea-barco. Bert, el simpático hombrecillo que a veces era deshollinador, otras pintor y, algunas otras, incluso vendedor de cometas; intuía también su regreso, con una pasión platónica muy firme, muy entrañable.
Por aquí, siento que cambia también la dirección del viento. Londres nos recibirá con niebla, con fotogramas de película antigua. No negaré que sobrevive dentro de mí la esperanza de bailar por los tejados junto a aquel deshollinador, ahora que en el mundo “todo está roto y baila”, como diría Jim Morrison. Londres, la ciudad habitada por sombras “con un olor a gato”, según Luis Cernuda. Demasiadas referencias para una sola realidad.
Mary Poppins se marchó con el viento del Este. Una bandada de cometas la despedía. Por aquí, también empieza a cambiar el viento y eso me desestabiliza, me bautiza de niebla. La vida y las niñeras mágicas se empeñan en demostrarnos que todas las cosas son transitorias: las personas se vuelan entre cometas, o se vuelven diferentes y extrañas, como si de repente se trasladaran a otra dimensión. Como siempre, persigo el equilibrio y lucho contra los sentimientos que me conducirían al país de los abismos; pero el viento es más fuerte.
Londres es también una ciudad con perfumes de promesa, la ciudad del Trapecista, y una promesa antigua que no se llegó a cumplir. No puedo esperar para saber qué nos depara el viento.
Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
Mariano José de Larra, “El Día de Difuntos de 1836”
«Abbey In The Oak Forest», Caspar David Friedrich
Hace 180 años, Fígaro merodeaba entre las lápidas, visibles e invisibles, de la ciudad de Madrid. Hoy lo acompaño, paseando por esta Villa y Corte como lo hiciera en su día Diego de Torres Villarroel junto a Don Francisco de Quevedo. Le recuerdo al Pobrecito Hablador que, aunque él no lo llegara a ver, ya tuvimos constancia de esta muerte colosal hace muchas décadas.
Lo sentenció en 1939 Luis Cernuda:
España ha muerto.
Lo sostuve yo misma 85 años más tarde:
España muerta, desenterrada, con su rostro amarillo devorado por los insectos
Hoy, Día de Difuntos de 2016, se van sumando lápidas al inmenso osario español. La última resulta especialmente conmovedora, por cuanto ha significado en la historia de este país. Mírala, Fígaro, conmigo. Espántate conmigo.
“Aquí yace el Partido Socialista Obrero Español (1879-2016)”
Tú no llegaste a conocerlo, Fígaro; aquel tiro en la sien te arrebató de este mundo años antes de su fundación. De que Pablo Iglesias –el auténtico Pablo Iglesias– construyera, sobre bases marxistas y socialistas, un partido por y para la clase obrera. En 1918, Fígaro, ese mismo partido, todavía con Iglesias a la cabeza, se declaró en su programa a favor del laicismo y de la educación gratuita, de la supresión del presupuesto del clero y de la confiscación de sus bienes.
Pablo Iglesias, fundador del PSOE
Después, durante la II República –ese sueño perdido–, brillaron en el seno del PSOE tantos nombres convertidos en astros: el flamígero Francisco Largo Caballero, el intelectual Fernando de los Ríos, íntimo amigo de los García Lorca; Juan Negrín. Ay, Negrín, aquel médico valiente que se hizo cargo del timón cuando la tempestad arreciaba, que resistió con arrojo hasta el trágico final. Un final en el que mi abuelo, en su pueblo, tuvo que deshacerse del carnet del partido antes de ser descubierto por los rebeldes.
Mira todos aquellos nombres legendarios, Fígaro, reflejando aún los fulgores de su pasión en el mármol frío de esta lápida. Ya por aquel entonces se hallaba el PSOE dividido en dos bandos: la izquierda radical de Largo Caballero y la más moderada del inflado y pacífico Indalecio Prieto. Con el tiempo, todo se iría escorando hacia la derecha, como arrastrado por la resaca del océano en un día ventoso. Pero no nos adelantemos…
Cartel del PSOE en las elecciones generales de 1982
Tras una noche de cuarenta años, despertó una mañana España a la democracia. Poco tiempo después, en 1979, el PSOE abandonó el marxismo como base ideológica, para modernizarse. Por aquel entonces, un joven sevillano con chaqueta de pana movilizaba al país con pasión y bravura. Se llamaba Felipe González y dotó de nuevo aliento a la izquierda española. O eso creíamos, Fígaro. Porque hoy, aquel joven “progre” y apasionado es un millonario que da paseos en su yate mientras planea nuevas declaraciones públicas propias de la derecha más conservadora, que mueve los hilos de la política nacional a través de llamadas determinantes y conversaciones secretas. El Vito Corleone de la política española es ese mismo hombre que admiraban mis padres, mi tío y mis abuelos, que yo veía en la televisión antes de ir al colegio, discutiendo con aquel bigote viviente apellidado Aznar.
Puedo decir con orgullo, Fígaro, que la primera vez que voté en unas elecciones fue a Zapatero. Aquel joven de ojos verdes y sonrisa bondadosa, dialogante y conciliador, que devolvió la esperanza al socialismo. Sí; lo voté y ganó. Y tras una primera legislatura brillante en cuanto a políticas sociales, irrumpió la terrible crisis europea en la segunda.
Después dejó de estar de moda ser socialista. Una casi se arrepentía al confesarlo públicamente. Considerarte socialista era casi declarar que votabas al PP. Y más cuando llegó Pablo Iglesias II, con su pose ensayada de mesías pseudo intelectual y sus ambiciones maquiavélicas. Lo cierto es que el PSOE, ese partido que partió de bases marxistas, nos decepcionó cuando, tras la abdicación de Juan Carlos I, no movió un dedo para promover una modificación en la Constitución que permitiera plantear un referéndum. Pero, claro; la cuestión republicana está por detrás de la crisis. O eso dicen algunos, sin comprender que, en la política, todo se encuentra entretejido en una tela de araña y un hilo puede desestructurar el conjunto.
En las últimas elecciones yo no voté al PSOE. Y no me arrepiento, Fígaro, porque los recientes acontecimientos de la política nacional me confirman que, con ese voto, habría contribuido a investir al anodino Rajoy como Presidente del Gobierno. Porque los que lo han permitido no son el PSOE; son otra cosa. No queda en ellos el más mínimo reflejo de los hombres que han luchado por el progreso de este país a lo largo de 137 años. Pedro Sánchez, por mucho escepticismo que nos genere, ha sido el único que se ha mantenido fiel a sus principios. A los principios socialistas. A no encumbrar en el poder a un partido corrupto y ladrón que parece reírse del concepto de la democracia. Y ya solo por eso, Pedro Sánchez merece nuestro respeto.
Lo que queda del PSOE no se encuentra en Susana Díaz ni en el taimado Felipe González; no. Permanece en algún que otro político decente, como Borrell; en los casi todos los avances de este país; en la lápida fría que ahora contemplamos y que contribuye a reforzar esa otra más grande, la que alberga la democracia. Y en nuestros corazones, porque uno puede ser socialista de Fernando de los Ríos y de Juan Negrín y no sentirse representado por el partido que ha guardado silencio mientras Mariano Rajoy, el Rey de los Ladrones, subía los peldaños de la Presidencia del Gobierno. Sí, Fígaro. Recordando a Don Miguel –al que acabamos de sorprender merodeando entre las tumbas-, he de decir que a mí también me duele España.
Algo me queda siempre cuando estoy solo, cuando emprendiendo el camino del corazón, subiendo las empinadas cuestas de la memoria, elijo de un prado lateral borroso, de una triste sauceda, una vertiente perdida, un separado río de solitarios rumores o una playa, elijo lo que más me revive llamándome.
Rafael Alberti
1995
Nunca quise crecer. Creo que, por ello, fui una niña bastante sabia, pero demasiado idealista. Al final, no cayó un misterioso meteorito que detuviera el tiempo y que me regalara una infancia infinita.
Hoy soy un año mayor, aunque cada vez creo más en la relatividad del tiempo. Tal vez eso sea consecuencia de la madurez –o inmadurez– a la que me encamino. Los adultos siempre dicen que el tiempo se sucede desenfrenadamente, a un ritmo progresivo y ascendente. Empiezo a comprenderlos y esto me lleva a plantearme si yo misma habré alcanzado la adultez. La pregunta sería si realmente nos hacemos adultos del todo. Yo me siento incapaz.
Estoy aquí, en un extraño limbo. Persiguiendo el equilibrio, como siempre. O como nunca. Porque jamás había sido el equilibrio tan resbaladizo y mi ansiedad por apresarlo tan aguda. Será que a veces se apaga la luz y nos desorientamos. La idea de una humanidad como un enjambre de polillas absurdas, cegadas por la claridad de un farol utópico que en unas ocasiones llamamos amor y en otras adquiere denominaciones más terrenales y precisas, como ambición, fama, futuro.
Sí; futuro. Una luz añorada como futuro; una luz que tratamos de intuir, agitando las alas empañadas de sueños y elevándonos en nuestra naturaleza de polillas gastadas, errabundas, ordinarias. Intentando vislumbrar el futuro, en vano. Y sin embargo es el pasado el que nos define y el que se impone de manera constante en nuestros pensamientos.
Mi recuerdo más antiguo es… Es ridículamente antiguo, tanto que casi pierde su sentido. Soy simplemente yo, mirando por la ventana del dormitorio de mis padres, contemplando los edificios y comprendiendo la muerte. La muerte como consecuencia de la llegada de un Tiranosaurio Rex de la misma altura que esos edificios, devorando a sus víctimas. No existían más muertes, por entonces. Las enfermedades podían curarlas los médicos.
Pensar en la muerte en la frontera de los tres años me convertía en una niña bastante sabia, pero demasiado idealista. Porque después llegaría aquella revelación terrible: que los dinosaurios se habían extinguido hacía millones de años. La muerte nunca volvería a ser lo mismo.
Los recuerdos acuden como fogonazos en todos los cumpleaños; parece algo inevitable. Al de los dinosaurios le sucede otro que me retrotrae unos años más tarde, tal vez tres, en otro día de cumpleaños. Un regalo: esa muñeca llamada “Novia-princesa”, que parecía diseñada especialmente para mí. Con su falda rosa y blanca, su cabello rubio y su corona. Después, aquel otro trece de octubre inolvidable, cuando cumplí diez años y acudieron a mi casa un montón de compañeros del colegio…
Y de todas aquellas personas, ¿cuántos quedan? ¿No avanzamos de algún modo hacia la soledad? ¿O este pensamiento no es más que un producto de la nostalgia? De la inseparable nostalgia, que diría Alberti: la idea de extrañar paraísos temporales que en su momento nos parecieron rutinarios. A la vida llega mucha gente nueva, pero solo algunos se quedan, quién sabe hasta cuándo. Hoy he soñado con dos personas a las que ya no veo; una se deshizo antes de llegar a su lado. Comprendí que aquellos dos o cuatro años que pasó por mi vida no significaron nada. Un borrón de tiempo; poco más. Una larga cabellera castaña perdida por el calendario de los recuerdos.
Al final no somos nada más que polillas, que cuentos que esperan a ser escritos. No terminamos de comprender que no existen más autores de nuestra propia historia que nosotros mismos, porque las decisiones son llaves en el seno de un laberinto y, como Teseo, a nosotros también nos toca huir del Minotauro del Fracaso. Perdiendo personas, sueños, ilusiones. Ganando experiencias, pequeñas luces dispersas que constituyen la verdadera identidad de esa idea inmensa y omnipresente que en otro tiempo teníamos de la felicidad.