Hasta hace poco, era yo casi la única persona en acordarse de que un 21 de septiembre de 1902 nacía en Sevilla Luis Cernuda, el poeta que me hizo enamorarme perdidamente de la poesía. Hoy casi se puede decir que su «cumpleaños» es trending topic en Twitter, y me siento como una madre que se percata de que su hijo se ha hecho mayor y no la necesita. A estas alturas, la poesía de Cernuda ha recibido, por fin, la valoración que se merecía, cumpliéndose la estremecedora profecía realizada por el propio poeta en «Un español habla de su tierra». Dice en este poema, dirigiéndose a España: «Un día, tú ya libre / de la mentira de ellos, / me buscarás. Entonces, / ¿qué ha de decir un muerto?».
Descubrí a Luis en un libro de texto del instituto, en aquella época en la que solo existían Rubén Darío y Bécquer. Sentí un escalofrío al leer aquel poema a partir del cual todo cambió. Terminaba con las palabras: «aparte, como naipe cuya baraja se ha perdido».
Hoy, con motivo del 113º aniversario de su nacimiento, Javier Lozano y yo hemos publicado un videopoema interpretando «mi» poema cernudiano, «Para unos vivir», en nuestro canal de Youtube La Canción Vagabunda, en el que cada semana os ofrecemos un nuevo videopoema. Os dejo aquí los enlaces de los publicados hasta el momento:
Aunque bien es cierto que la poética de Cernuda sufre una gran evolución desde su temprano Perfil del aire hasta su última obra, Desolación de la Quimera, pasando por numerosas corrientes, estéticas e influencias; hay algo esencial que se mantiene a lo largo del tiempo, que el autor intuye en sus primeros poemas y asume totalmente al entrar en el período de madurez, y que es precisamente lo que impulsa su trayectoria. Me refiero a la concepción que Cernuda tiene de la poesía, de la figura del poeta y, consecuentemente, de sí mismo.
Tal vez sea en Ocnos, su gran obra autobiográfica de prosa poética, donde podamos encontrar más claves para profundizar en esta concepción cernudiana de la poesía. La obra, precisamente, comienza con un texto titulado «La poesía», donde se refiere a una experiencia infantil en la que, escuchando un piano, empieza a vislumbrar por primera vez la presencia de «otra realidad»:
¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía como no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso.
Ese “algo alado y divino”, ese “nimbo trémulo”, no es otra cosa que la poesía. Para Cernuda, por tanto, esta se encuentra en una suerte de realidad tan solo perceptible para los poetas: los verdaderos poetas, que se descubrirán a sí mismos como tales ya desde la infancia. Desde ese momento preciso, asumirán la responsabilidad de comunicar al resto de la humanidad la poesía, que Cernuda llamó “Belleza oculta” en Ocnos:
Apoyado sobre el quicio de la ventana, nostálgico sin saber de qué, miró al campo largo rato.
Como en una intuición, más que en una percepción, por primera vez en su vida adivinó la hermosura que todo aquello que sus ojos contemplaban. Y con la visión de esa hermosura oculta se deslizaba agudamente en su alma, clavándose en ella, un sentimiento de soledad hasta entonces para él desconocido.
El peso del tesoro que la naturaleza le confiaba era demasiado para su solo espíritu aún infantil, porque aquella riqueza parecía infundir en él una responsabilidad y un deber, y le asaltó el deseo de aliviarla con la comunicación de los otros. Mas luego un pudor extraño le retuvo, sellando sus labios, como si el precio de aquel don fuera la melancolía y aislamiento que lo acompañaban, condenándole a gozar y y a sufrir en silencio la amarga y divina embriaguez, incomunicable e inefable, que ahogaba su pecho y nublaba sus ojos de lágrimas.
Este texto resulta fundamental, pues nos ofrece una definición exacta de lo que para Cernuda es la poesía y lo que esta supone. Es, simultáneamente, un don y una maldición: una capacidad de vislumbrar la belleza oculta que existe en las cosas, a cambio de un precio terrible: la soledad, el aislamiento. Desde que el poeta empieza a intuir su capacidad, comienza a presentir también el sentimiento de soledad “hasta entonces para él desconocido” que le acompañará el resto de su vida.
Luis Cernuda en su exilio mexicano
El don de la poesía no constituye una elección, por tanto, sino una responsabilidad que se produce en forma de alumbramiento y que el poeta debe asumir. El vate se convierte, así, en un héroe, en un elegido cuasi divino cuyo poder, en este caso, se lo otorga la Naturaleza, con la que adquirirá una deuda. La relación entre poeta y Naturaleza se volverá muy estrecha y conformará uno de los ejes centrales de la poética cernudiana.
La responsabilidad del poeta, entonces, será la de comunicar esa belleza oculta a las demás personas, que son incapaces de descubrirla por sí mismas. Dicha responsabilidad no termina en vida: la poesía, al identificarse con la Naturaleza, es eterna como ella y supera a la condición humana del poeta, que queda como mero transmisor. Un poeta solo podrá serlo verdaderamente al continuar viva su palabra cuando él ya no lo esté. He ahí la auténtica dimensión del verso cernudiano “Para el poeta la muerte es la victoria”, que dedica a la memoria de su gran amigo Federico García Lorca en 1937.
Acto poético en la casa de Vicente Aleixandre. Foto de Fernando Antequera
Anoche, la abandonada casa de Velintonia 3 volvió a abrir sus puertas a la poesía y a la música. El aire olía a verano en el jardín donde se alzaba el inmenso cedro plantado, en el año 1940, por el poeta Vicente Aleixandre (1898-1984), antiguo propietario de la morada. Eran entonces otros tiempos y otros crepúsculos manchaban aquellos cielos cercanos a la Moncloa, y eran distintos los rostros que visitaban la casa y su jardín: Luis Cernuda, Federico García Lorca, Gerardo Diego… También Miguel Hernández (1910-1942), aquel muchacho provocador llegado de Orihuela que todavía olía a sierra y que guardaba en el pecho un corazón inmenso que a veces se le salía por la boca y por los ojos grandes, melancólicos.
Él pisó la casa de Velintonia 3 en 1935. Aleixandre, tan acogedor como siempre, le recibió tras haberle llegado una atrevida carta suya en la que se interesaba por su poemario La destrucción o el amor, con el que acababa de recibir el Premio Nacional. El joven tenía entonces 24 años; su simpatía y espontaneidad calaron muy hondo en el alma del maduro Aleixandre, que desde aquel momento se desvivió por ayudarlo y guiarlo por el complejo mundo cultural madrileño de la época. Fue el comienzo de una hermosa amistad que duraría hasta la muerte del oriolano en 1942, en el Reformatorio de Adultos de Alicante, donde había sido encerrado y condenado a muerte tras la Guerra Civil por haber luchado en el bando de la II República. No dio tiempo a que fuera juzgado: las vergonzosas condiciones de la prisión le provocaron una tuberculosis que acabó con su vida sin que nadie se molestase en trasladarlo a un hospital.
La fructífera amistad entre Aleixandre y Hernández incluyó también una nutrida relación epistolar, parte de la cual podemos disfrutar hoy gracias a la obra que acaba de publicar el también oriolano Jesucrito Riquelme, De Nobel a novel. Epistolario inédito de Vicente Aleixandre a Miguel Hernández y Josefina Manresa, editado por Espasa. El volumen contiene 309 cartas escritas por Aleixandre a Miguel Hernández y a su esposa, Josefina Manresa; junto a un brillante estudio previo en el que Riquelme, experto hernandiano, nos introduce con maestría en esa esfera íntima de conexión entre los dos monstruos de la poesía.
De Novel a novel (Espasa, 2015)
La publicación del libro sirvió como excusa para el evento tan magnífico que tuvo lugar anoche en la casa de Vicente Aleixandre, organizado por la Asociación de Amigos de Vicente Aleixandre, maravillosamente presidida por el apasionado Alejandro Sanz, y con el apoyo de las Fundaciones de Miguel Hernández y Gerardo Diego. También estuvieron muy presentes la secretaria de la Asociación, Asunción García Iglesias, y el poeta Miguel Losada, que salpicaba de alegría a todos los visitantes. En el acto participaron, además de Jesucristo Riquelme, figuras próximas a los dos homenajeados, como María Amaya Aleixandre, sobrina de Vicente –y heredera de sus ojos azules- y Lucía Izquierdo, nuera de Miguel Hernández; poetas de la talla de Javier Lostalé, Juan Carlos Mestre y Vicente Molina Foix. Leyeron poemas y distintas cartas recogidas en el libro de Riquelme, resucitando a Vicente y a Miguel en el aire embelesado del anochecer.
También contamos con la presencia de los actores Miguel Molina y José Sacristán, veterano de los escenarios que nos deleitó con su voz honda y tormentosa, leyendo la elegía que Aleixandre compuso a la muerte de Hernández, y que comenzaba así: “No lo sé. Fue sin música. / Tus grandes ojos azules / abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante, / cielo de losa oscura, / masa total que lenta desciende y te aboveda, / cuerpo tú solo, inmenso, / único hoy en la Tierra, / que contigo apretado por los soles escapa”. Aquellos “ojos azules abiertos”, en efecto, nadie consiguió cerrarlos cuando el gran Miguel murió, abandonado como un perro en la prisión alicantina.
Con Fernando Antequera y el actor José Sacristán
No existiría la poesía sin la música. El evento comenzó con la voz rota y flamenca de Carmen Linares, que hizo suyos los versos de Miguel Hernández, y finalizó con un pequeño concierto del célebre Luis Eduardo Aute, que interpretó los temas “Anda” y “Giraluna”, y concluyó con el famoso “Al alba”, que el público entonó, emocionado, mientras la brisa nocturna jugaba con la vegetación del jardín, como si la presencia invisible pero imborrable de Aleixandre y Hernández estremeciera a la noche con una larga cadencia de suspiros.
Es la segunda vez que tengo el privilegio de entrar en Velintonia 3. La primera ocasión la hallé el año pasado, cuando Julia Labrador me habló del evento que tendría lugar para presentar el libro Entre dos oscuridades, el relámpago, coordinado por Alejandro Sanz, a quien conocí entonces. También me reencontré, en aquel junio de 2014, con Miguel Losada. Este año, me ha acompañado el poeta Fernando Antequera. Entre el notable público asistente se encontraba el encantador Antonio Miguel Carmona, político del PSOE que ha sido candidato a la alcaldía de Madrid en las últimas elecciones municipales. Carmona es el único político, hasta la fecha, que ha demostrado un interés fehaciente por comprar la casa de Vicente Aleixandre, que se halla en un triste estado de abandono. Entre sus propuestas está la de convertir Velintonia 3 en la Casa de la Poesía.
Madrid necesita la poesía y la poesía necesita esta casa en la que los fantasmas de los grandes escritores y artistas de varias generaciones todavía pasean sus sombras evanescentes por el jardín, por los anchos pasillos, por la puerta verde en la que un día podía encontrarse la sonrisa sincera de Vicente Aleixandre, que fue anoche nuestro invisible anfitrión.
Hace un año, escribía acerca de la escasa e injusta valoración que hoy en día posee en España la obra de Rafael Alberti, miembro de la Generación del 27 que gozó de gran popularidad durante los años de la Transición. Alberti nació –“¡respetadle!”- con el cine, en 1902, y fue el último de su generación, falleciendo en octubre de 1999 a los 96 años, a punto de ver cumplido su sueño de entrar en el siglo XXI. Había tenido que exiliarse al concluir la Guerra Civil, debido a su ideología comunista y republicana: su exilio le condujo a Buenos Aires, Uruguay y Roma. En 1977, dos años después de la muerte del dictador Francisco Franco, regresó a España acompañado de su esposa, la también escritora María Teresa León, que ya comenzaba a sufrir los primeros signos de la enfermedad mental que la acabaría confinando en un sanatorio, donde pasaría sus últimos y desolados años de vida.
Más allá de la popularidad de Alberti en los años de la Transición y de su intensa actividad política como miembro del Partido Comunista, su extensa obra literaria constituye el reflejo de todo un siglo y se caracteriza, principalmente, por su plasticidad y colorido, poso tal vez de segunda faceta artística: la de pintor. Los poemas albertianos, cuajados de claroscuros, luces y sombras, azules de diferentes gamas; se hallan envueltos en una musicalidad que dibuja en el alma del lector inacabables universos bañados de inocencia y traspasados por el filo punzante de la nostalgia, la que él llamó “nostalgia inseparable”. Lo que también fascina de su obra es su evolución por diferentes estilos, partiendo del neopopularismo y pasando, sin apenas transición, al neogongorismo, y de él al surrealismo, para después vivir en la poesía social y concluir su carrera con un sorprendente poemario de tono erótico.
La voz poética de Alberti se erige como una de las más altas de la poesía española y resulta original e incomparable a ninguna otra. Por eso, a día de hoy me sigue horrorizando que, a menudo, cuando explico que su obra es el tema de mi tesis doctoral, la gente –entre ella, profesores universitarios, críticos e intelectuales de diversa índole- me sorprenda con una valoración desdeñosa del estilo: “A mí es que la poesía de Alberti…”; seguida de una justificación confusa acerca de por qué Alberti no puede ser considerado buen poeta, justificación en la que, en numerosas ocasiones, se incluye la faceta política del gaditano, que para muchos es la única a tener en cuenta. Tantas veces me he preguntado: ¿por qué ha alcanzado estos niveles injustos de infravaloración?
Rafael Alberti y María Teresa León en los años treinta
Estas Navidades, cayó en mis manos un libro supuestamente muy recomendable, publicado en 1994 y con una ampliación de contenido en 2010: Las armas y las letras. Su autor, Andrés Trapiello (León, 1953) es un reconocido escritor y considerado “ensayista”, principalmente, por esta obra. En el prólogo, ya me sorprendió que alardeara de que su libro no es un ensayo y tampoco una novela, sino una recopilación de anécdotas de los escritores durante la Guerra Civil. Se jactaba de no haber incluido referencias ni bibliografía en la obra por no tener la intención de “formar alumnos o codearse con catedráticos”, resolución que me resultó chocante tratándose, como se trata, de un libro con perspectiva histórica y no de ficción.
En el mencionado prólogo, Trapiello nos habla de una “tercera España” que no intervino en la Guerra Civil y no se sentía identificada por ninguna de las dos posturas enfrentadas en ésta. Cabe cuestionarse la existencia de esta “tercera España”, neutral y centrista, defendida a ultranza por Trapiello, en el contexto de Guerra Civil, de tensión internacional que dejaba a Europa al borde de una II Guerra Mundial. ¿Cómo no implicarse, cómo mantenerse impasible, indiferente, ante la catástrofe que se fraguaba? La tesis de Trapiello carece de sentido. Inquietan, además, sus intentos de justificación, mal disimulados, del levantamiento franquista en 1936.
Portada de Las armas y las letras, de Andrés Trapiello. Ediciones Destino
Pero este punto no es lo más grave del contenido de Las armas y las letras, ni mucho menos. En el libro, su autor arremete, desde el principio, contra Rafael Alberti, a quien comienza acusando de ser el causante de la ejecución, por parte de la II República, del escritor Ramón Martínez de la Riva, a quién supuestamente señaló en una de sus intervenciones públicas. Más adelante, dedica gran parte de un capítulo a denostar la figura y la actividad literaria y social tanto de Alberti como de su esposa, María Teresa León. Incluye supuestos testimonios de intelectuales de la época que los conocieron, como Manuel Azaña o Juan Gil-Albert, e incluso se atreve a esbozar hipótesis sobre lo que de él pudiera opinar Ortega y Gasset. Ninguna de estas opiniones aparece contrastada ni referenciada.
Tras esta vejatoria presentación de Alberti a los lectores, suelta Trapiello la bomba: una supuesta acusación, en 1992, de “alguien”, “sin prueba alguna”, que culpaba al poeta de haber firmado sentencias de muerte durante la Guerra Civil. Alberti, afiliado al Partido Comunista, formaba parte entonces, junto con otros escritores como José Bergamín, André Malraux, Pablo Neruda o Luis Cernuda, de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, cuya labor se limitaba a defender el patrimonio cultural español durante la guerra y a organizar actividades culturales para animar a los soldados republicanos. No tenían, pues, responsabilidades políticas ni militares.
Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre y José Bergamín durante la Guerra Civil
Ante la falta de datos en ese “tirar la piedra y esconder la mano” de Trapiello en el libro, he investigado al respecto del episodio, descubriendo que el “alguien” acusador no era otro que Torcuato Luca de Tena (1923-1999), nieto del fundador de ABC, director de dicho periódico y franquista hasta la médula. En su libro de memorias Franco si… pero. Confesiones profanas. Unos años decisivos de la vida de España vistos y narrados por un testigo excepcional (Planeta, 1993) señala a Alberti como responsable de muchas muertes y, por supuesto, sin aportar la más mínima prueba. El episodio, acaecido aún en vida de Alberti, causó una gran polémica en su día, haciendo que historiadores, investigadores y biógrafos se levantaran contra la injusticia y probaran que tales acusaciones constituían una infamia.
La defensa de la inocencia de Alberti ya se había producido cuando Trapiello sacó a la luz la primera versión de su libro y, a pesar de detenerse en la acusación de Luca de Tena, no menciona la resolución del conflicto. Una decisión sospechosa, la suya, y ciertamente tendenciosa. Tras no aportar pruebas o nombres, escribe este vergonzoso párrafo, que deja muy clara su postura –subrayo en negrita las palabras o frases que me resultan más escandalosas-:
Para unos, Alberti fue testigo de muchas de aquellas muertes. Otros, en cambio, van más lejos y aseguran que llegó a estampar su firma en algunas sentencias, y otros, en fin, que “sólo” fue cómplice. Por último están los que creen que Alberti sólo fue consecuente con la responsabilidad de ganar la guerra. En cierto modo todos tienen razón. No habido una sola guerra que se haya ganado limpiamente. […] Fue Neruda quien en sus memorias reconoció la barbarie de aquellas checas, de aquellos paseos capitaneados por forajidos. Cierto que lo admitió treinta años después. Un poco tarde para los muertos. ¿Firmó Alberti sentencias de muerte, las conocía, las toleraba, se opuso a tales muertes tan violentamente como cincuenta años después negó que tuviese relación con ellas? […] No es nada nuevo decir que el Partido Comunista, al que Alberti pertenecía, no solo no evitó muchas de esas ejecuciones, sino que a veces, como en los sucesos del POUM, las propició. Alberti, como militante, pudo entonces estar o no informado de la política de su partido, pudo estar o no de acuerdo con sus actuaciones. Desconocimiento es también la primera excusa que aducen los criminales de guerra a los que se sienta en un banquillo para hablar del Holocausto. Por otro caso las guerras se ganan matando gente, y quien está en una trinchera es solidario y responsable, por el principio de subsidiariedad, no solo de la trinchera, sino del frente y de la guerra. Incluso sin ser leninista, un solo revolucionario es responsable de toda la revolución (Trapiello (2014), Las armas y las letras. Madrid: Austral. P. 132).
¿”Unos”, “otros”, “algunos”? ¿Dónde se encuentra aquí el rigor de las fuentes manejadas? ¿Por qué Trapiello se niega a mencionar a Luca de Tena, acaso teme que un lector avispado lo relacione correctamente con la ideología franquista? ¿Qué decir ante la vergonzosa insinuación acerca de los criminales de guerra que aducen desconocimiento, como si Alberti fuera uno de ellos? Trapiello incluso justifica su odio visceral contra el poeta alegando que, simplemente por apoyar a la República, Alberti ya ha de considerarse responsable de las muertes que la guerra trajo consigo.
El escritor Andrés Trapiello, autor de Las armas y las letras
Y como bien indica el título, no solo se ocupa de “las armas”, sino también de “las letras”, asestando una última y canalla puñalada contra la faceta poética de Alberti, en un párrafo que comienza diciendo: “Incluso como poeta es difícil tener de Alberti una idea clara” (Trapiello, 2014: 133). A dicha afirmación le sigue una serie de testimonios sin contrastar y referencias dispersas, muy en la línea de esta obra que, incomprensiblemente, ha alcanzado una fama inusitada en España. En mi opinión, no constituye más que una maraña de opiniones caóticas y recopilación de anécdotas, más o menos verídicas, que el autor haya podido leer aquí y allá o, como dice el refrán, haya oído campanas y no sepa dónde.
Pero a su desconocimiento e incapacidad de contextualizar la época de la Guerra Civil española hay que sumarle una intención clara de dañar la memoria y el valor poético de una figura como la de Rafael Alberti. Y por testimonios sin fundamento que se vuelven populares, como este, hemos conseguido que demasiada gente infravalore hoy a un poeta tan inmenso, que necesita ser necesariamente reivindicado, leído y revisado. Como investigadora literaria, ya me he comprometido a aportar todo lo que pueda en este terreno, pero filólogos, biógrafos e historiadores deberían tomarse más en serio la cuestión.
Concluyo con unas palabras del propio Alberti, cuando en 1993 tuvo que defenderse ante las injustas acusaciones de Luca de Tena:
«Las únicas armas con las que defendí fervorosamente la legalidad republicana fueron mi pluma y mi palabra» (El País, marzo de 1993).
Recuerdo siempre la cordialidad, la simpatía con que Aleixandre me acogió. No sabía yo como él, regulando su jornada de manera precisa e invariable, dedicaba al reposo, para atender a su salud, las horas en que yo, sin previo aviso, había irrumpido con mi visita. Que rompiera su reposo para recibirme fue ya una gran gentileza. Era en su casa tan recogida y silenciosa, entre los árboles del Parque Metropolitano. En el salón, donde me habían hecho pasar, mientras anunciaban mi nombre, apareció un mozo alto, corpulento, rubicundo, de cuya benevolencia amistosa daban pruebas, ambas sonrientes, la entonación de su voz y la mirada de sus ojos azules.
(“Vicente Aleixandre”, Luis Cernuda)
Vicente Aleixandre y Luis Cernuda en 1927
Así describe Luis Cernuda su primer encuentro con su compañero de generación, Vicente Aleixandre (1898-1984), en 1927. Por supuesto, como telón de fondo aparece su célebre casa de la calle Wellington, número 3 –que después pasaría a llamarse calle Velintonia y más tarde, para desdicha del poeta, calle de Vicente Aleixandre-, situada en la zona de Metropolitano, en Madrid. Aquella casa, a la que Aleixandre y su familia se mudaron, precisamente, en 1927, resultó desde entonces inherente a su persona. Aleixandre era muy delicado de salud, por lo que salía poco y prefería recibir las visitas en su casa, que pronto comenzó a ser frecuentada por Cernuda, García Lorca, Gerardo Diego y el resto de poetas de la legendaria Generación del 27. Miguel Hernández, más joven que todos ellos, se convirtió en un incondicional. Mientras Lorca o Cernuda le daban la espalda, el bondadoso Aleixandre no solo le abrió las puertas de su casa, sino también las de su corazón, convirtiéndolo en uno de sus amigos más cercanos. Fue él quien veló por la publicación de gran parte de su legado después de morir Hernández en la cárcel como prisionero de guerra, en 1942.
Durante la Guerra Civil, la casa de la calle Velintonia sufrió el impacto de algún bombardeo, quedando destruidos los fondos de la biblioteca. Aleixandre fue uno de los pocos de la Generación del 27 que no marchó al exilio, no porque estuviera conforme con el nuevo régimen franquista, sino, sobre todo, por su delicada salud, que le obligaba a llevar una vida de reposo. Su obra Sombra del paraíso, publicada en 1944, se enmarca dentro de la corriente que Dámaso Alonso definió como “poesía desarraigada”, que ahonda en la angustia vital y la perspectiva existencialista, provocadas por la experiencia traumática de la guerra. Dámaso fue autor de otra obra situada en esta corriente, Hijos de la ira, publicada en el mismo año.
Jardín de Vicente Aleixandre.Medardo Fraile, Claudio Rodríguez, Carlos Bousoño, José Hierro, Vicente Aleixandre y Concha Lagos
Ausentes la mayoría de los del 27, la casa de Velintonia se convirtió en lugar de reunión para los jóvenes poetas que contemplaban a Aleixandre como un maestro. Escritores de la talla de Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma, José Manuel Caballero Bonald, José Hierro, Carlos Bousoño, Francisco Brines, Vicente Molina Foix, Luis Antonio de Villena, José Luis Cano; aún se pasean en el recuerdo por los jardines y los elegantes pasillos que una vez habitara la sonrisa amable de Vicente.
Tras la muerte de su hermana, Conchita Aleixandre, última habitante de la casa después del fallecimiento del poeta, esta quedó en un lamentable estado de abandono. A pesar de tratarse del hogar de un Premio Nobel –Aleixandre recibió este galardón en 1977- y de un lugar de reunión para varias generaciones de escritores y artistas, las administraciones públicas nunca han demostrado demasiado interés por comprarlo y convertirlo en un centro cultural o poético, como se haría en cualquier país civilizado. Por su parte, algunos herederos exigen precios desorbitados a las administraciones, alegando su valor histórico. Las administraciones esgrimen la vergonzosa excusa de que la casa ya no está amueblada. Ahora, este vano tejemaneje parece que ha terminado: los herederos han puesto a la venta el edificio, cuyo triste fin podría ser la demolición. El tiempo se agota y ningún mesías aparece para salvar a la poesía. La Asociación de Amigos de Vicente Aleixandre, presidida por Alejandro Sanz, reivindica la memoria del poeta que persiste en su casa, y lucha para que esta pueda reconvertirse en una Casa de la Poesía. Sin embargo, las administraciones públicas permanecen escalofriantemente indiferentes.
Casa de Vicente Aleixandre contemplada desde el jardínVicente Aleixandre en su salón, años ochenta
En cualquier país europeo a excepción de España –país donde sólo el fútbol goza de privilegios y valoración social– considerarían una aberración la posibilidad de demoler la casa de un Premio Nobel, por muy desamueblada que esté. Siento una terrible impotencia ante esta situación, en la que políticos tanto de derechas como de izquierdas han vuelto la cara.
El pasado viernes, asistí a la presentación del libro que acaba de publicar La Revista Áurea, de Miguel Losada, coordinado por Alejandro Sanz. Se titula Entre dos oscuridades, el relámpago, y en él escriben poetas como Caballero Bonald, Javier Lostalé, Luis Eduardo Aute, Pere Gimferrer o Vicente Molina Foix. Encontramos, además, un poema del ya fallecido José Luis Cano y un inédito del propio Aleixandre, “La vida”, que comienza así:
No te quejes de que los hombres sufran.
No te quejes, al despertar, de que todos los hombres sufran,
de que el dolor del mundo esté en las palmas de las manos,
mientras las plumas suaves vuelan libres, lejanas.
Manuscrito de «La vida», un inédito de Vicente Aleixandre de los años treinta (Archivo de Alejandro Sanz)
El acto se desarrolló en el jardín de la casa de Velintonia, junto al hermoso cedro plantado por el poeta en los años veinte. La voz serena de Aleixandre, recitando, invocó el silencio de los doscientos asistentes y despertó temblores en las pupilas. El crepúsculo dio paso a la noche, una noche de verano precoz, que suspiraba brisa de la sierra cercana. Faltaron Caballero Bonald y Clara Janés, pero resultaron emocionantes los poemas recitados por Fernando Delgado, Molina Foix o Lostalé. Fue una velada mágica de poesía y de música, con el cantautor Luis Eduardo Aute interpretando tres canciones a modo de colofón final. Y la luna llena, sonriente como el rostro ovalado de Aleixandre, nos alumbraba.
Luis Eduardo Aute cantando en el jardín de la casa de Velintonia 3. Foto de El País
Al terminar el acto, se nos ofreció la posibilidad de visitar la casa por dentro. Por primera, vez, crucé la puerta verde que tantas veces se había abierto en mi imaginación y en todos los libros de memorias y biografías que he leído. Nuestro guía, Alejandro Sanz, tenía que conducirnos con una linterna, porque solo algunas salas disponían de luz eléctrica. Las habitaciones, inmensas y vacías, con largas paredes verdes, descansaban en medio de un silencio en penumbra. Sin embargo, no tuve la sensación de hallarme en un lugar deshabitado, sino temporalmente en reformas. Parecía que la esquina más inesperada daría paso a una estancia donde encontraría a Aleixandre, repantigado en un sillón de oreja, flanqueado por Lorca, que reiría mientras contaba algo con su gracia granadina, y por Cernuda, armado de una sonrisa diminuta y prudente. La calidez que debió de existir no se había extinguido del todo. Desde el ventanal del salón de la planta baja, se adivinaba la luna llena alumbrando el jardín ahora asilvestrado. Me imaginé a Aleixandre allí parado, contemplándolo, y volviéndose hacia mí con una sonrisa acogedora. Y me sentí un poco más poeta porque, como tantos otros antes que yo, por fin había visitado la Casa de la Poesía, aunque fuera en las desérticas condiciones impuestas por el deshumanizado siglo XXI…