Una flecha directa a la conciencia. «Los muertos de Bilderberg», de Paco Ramos

La poesía de Paco Ramos es un grito, el temblor de la llama en medio de este mundo tan frío. Lo era ya en su primera obra, El aprendizaje del miedo, en la que una experiencia personal (la enfermedad y muerte de la madre) supo alcanzar la cumbre de lo universal y logró lo que, en mi opinión, debería ser la aspiración de todo poeta: conmover al lector. Cada vez resulta un reto más complejo, porque la sensibilidad parece dormida y hay que agitarla para que despierte. Pero el poemario más reciente de Paco lo ha vuelto a conseguir.

Los muertos de Bilderberg (Huerga y Fierro) pone un espléndido broche a la trilogía poética iniciada por El aprendizaje del miedo y continuada con Breves apuntes sobre el arte de mantener el equilibrio. No es el más oscuro de los tres, pero sí aquel cuya oscuridad se extiende hasta fronteras más lejanas. Una oscuridad que cubre el mundo. Porque, en esta ocasión, el grito lírico de Paco quiere representar a una generación maltratada por la crisis económica, la suya, y a una clase social, la de los oprimidos. Es un grito que denuncia la injusticia, la pobreza y la falta de libertad en un universo gobernado por una élite a la que ha llamado “Bilderberg”, en alusión al célebre Club Bilderberg: “una verdadera casta formada siempre por élites blancas de Europa y Norteamérica y cuyo objeto, heredado de ancestrales círculos de poder, es mantener los privilegios que vieron peligrar tras el proceso de descolonización”. Bilderberg es el “Moloch” de Allen Ginsberg: “¡Soledad! ¡Inmundicia! ¡Ceniceros y dólares inalcanzables!”. Es el monstruo sin rostro del capitalismo, los hilos que mueven el mundo desde la sombra.

Parte de la originalidad del libro reside en que Paco invierte los símbolos del cristianismo para establecer una identificación entre Dios y Bilderberg, por lo que encontramos cuatro secciones diferenciadas: “Génesis”, “Antiguo Testamento”, “Nuevo Testamento” y “Apocalipsis”. En su magnífico prólogo, la profesora María Jesús Ruiz precisa la clave de esa inversión: “si bien es cierto que el artificio del poeta ha sido relatar un trasunto bíblico que comienza con la creación y termina con el caos, no lo es menos que la noble trampa que nos tiende consiste en la propuesta contraria, a saber: guiarnos por la oscuridad presente de nuestro apocalipsis hasta la luz de un nuevo orden”.

Comienza el Génesis: “En el principio creó Bilderberg los Estados y el dinero / y decidió llamar capitalismo al sistema imperante, / Y Bilderberg dijo: / sean para nosotros los recursos del planeta”. A continuación, el “Antiguo Testamento”, compuesto de “Los mandamientos de la Ley de Bilderberg” y once plagas. En los mandamientos, el poeta traza un perfil de Bilderberg, que exige confianza ciega (“Creerás a Bilderberg sobre todas las cosas”), anonimato (“Omitirás el nombre de Bilderberg como si nunca hubiera existido”), ausencia de moralidad (“No tendrás convicciones éticas ni morales”, “Desprenderás al pobre de todo cuanto posea”), control de los medios (“Utilizarás los medios de comunicación a tu antojo”) y poder absoluto (“Todo cuanto sea deseo de Bilderberg será de su propiedad”).

La obra da voz a los silenciados, los olvidados, los pobres, cuya dignidad se asemeja a “la violencia salvaje de los reyes”. El mar se extiende como la frontera entre uno y otro mundo: “A esta orilla, / desde la que observamos el mar y sus prodigios, / no llegan los gritos. / Somos los sordos / de la noche aciaga y ciega”, “A lo lejos, / un hombre grita democracia / pero nadie oye el hambre de África”, “Del mar / es su dolor, / los cayucos que navegan sin puertos, Ítacas ni esperanzas”. Pero el mar no olvida y “nos mira / con los ojos / de todos sus ahogados”.

La voz se alza contra los políticos (“Ellos, / que han dirigido nuestras vidas / hacia lo que se suponía / un futuro de esperanza”) y contra ese mundo académico que no desemboca en trabajos dignos y estables (“Y sólo sé de la juventud dilapidada”). Esa inestabilidad laboral genera el fracaso en una dimensión más íntima que también queda reflejada en la obra: “si para amar / también hace falta un trabajo, / una cartera que no huela a humedad / o una seguridad social llena de cotizaciones”. No obstante, el poeta reivindica ese fracaso, porque lo contrario sería venderse a Bilderberg: “Conviene / cultivar una serie / de fracasos cotidianos”, “Las autoridades sanitarias desaconsejan amar como yo amo, / pero no sé vivir de una forma que no sea a corazón abierto”. Efectivamente, Bilderberg no soporta la sentimentalidad. La poesía es una forma de rebelión contra esa dictadura impuesta, y pide el poeta: “Arrastradme al centro, / donde la luz no llega, / quiero ser solo, / quiero ser una salvaje criatura en el equilibrio de este bosque. / Dadme la oscuridad para ser feto”. La libertad no es tan fácil de alcanzar, porque ha de existir una voluntad inicial de alcanzarla, un deseo de huir de las garras del capitalismo: “He peleado con las jaulas / hasta hacer volar a los pájaros, / ahora sólo tienen que perder / el miedo de ser libres”.

En el Apocalipsis, la añorada libertad arrasa con el orden de Bilderberg, configurando un caos que no se limita a lo semántico, sino que juega también con lo visual, con lo lingüístico. Proclama la voz lírica con rotundidad: “Y ahora, Bilderberg, / la voz del pueblo es nuestra. […] / Hágase en mí la fuerza que ha de cambiar el mundo”.

Tal vez el mundo es una dimensión demasiado grande, pero el lector sí hallará un cambio en sí mismo al terminar este libro, que nos empuja a reflexionar acerca de la sociedad y la época en la que vivimos a través de la poesía, y no cualquier poesía, sino la de Paco Ramos Torrejón, que es una flecha directa a la conciencia.

Para que el tiempo no nos sepulte. “Vivir a contratiempo”, de José María Ariño Colás

Hace ya unos cuantos años que conozco a José María Ariño Colás, articulista, crítico, ensayista, Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Zaragoza, antiguo profesor de Secundaria que conserva ese afán pedagógico, reflexivo y soñador, inherente a todos los buenos profesores. A lo largo de estos años, he comprobado que su pasión por la literatura y por la historia no ha dejado de crecer. Ahora acaba de publicar un primer poemario y confiesa, con una humildad muy machadiana, que él solo se considera “aprendiz de poeta”. Lo somos todos los que escribimos versos, le respondería yo. Porque si no mantuviéramos esa sed de aprendizaje, esa consciencia de margen de mejora, nos quedaríamos anquilosados, y la poesía nunca puede estar quieta.

Me interno, pues, en este primer poemario de José María, titulado Vivir a contratiempo (Cajón de Sastre, 2023), una filosofía existencial definida así por el propio autor: “Es esencial vivir a contratiempo, afrontar la vida con la coraza de los valientes, con las armas del amor sincero, de la humildad auténtica, de la tolerancia y la ilusión a flor de piel”. Porque es la vida “una andadura contracorriente, una lucha cotidiana”. Me llama la atención, en un comienzo, esa humildad que no es impostada, rara joya entre toda la poesía contemporánea, en los salvajes corrillos literarios donde cada escritor se jacta de haber descubierto algo nuevo, de poseer una voz absolutamente original. Los poemas de José María están atravesados de citas: desde León Felipe hasta Joan Margarit, pasando por los renacentistas, la Generación del 27, Nietsche, Kavafis, Blake, Ovidio… Sin olvidar la época contemporánea, con José Antonio Labordeta, Raquel Lanseros o… ¡Amaral! Se trata de un homenaje consciente a todos los poetas “que han guiado sus pasos hacia la pasión por lo que se puede considerar la vertiente más auténtica de la Literatura”. Pero en estas citas también se refleja el espíritu humanista del autor, su cultura inabarcable, su curiosidad por todas las épocas.

Antonio Machado se pasea de manera explícita por sus versos –“Machado en el recuerdo, / desde el Duero fugaz por San Saturio, / desde un olmo ya seco y descarnado”–, pero también de manera implícita, porque respira en cada poema. Encuentro en ellos su misma melancolía otoñal, fundida con el paisaje, que se enreda en la memoria: “Recuerdos de una infancia adormecida / allá en la sierra austera del Maestrazgo”, “Cualquier recodo vale / para acunar / esa melancolía / que alberga uno tan dentro / como el paisaje azul / de las infancias”. Y no solo en su propia memoria, sino también en la memoria compartida, histórica: “Todo ello es una herencia / incomprensible, / vestigio de un pasado / tan lejano”. El compromiso con su tierra –“la herida profunda / de esta España vacía / sin remedio”–, con los paisajes familiares y las tradiciones –“por mucho que te evadas, / sabes que volverás / a tus raíces”–, nos revela también ecos de la poética del ya mencionado José Antonio Labordeta: “el Moncayo, / ese dios silencioso, / extiende su mirada ensombrecida”.

Enquistados en esa memoria tan viva, surgen los ausentes: “como en sueños, / reaparecen todas las personas / que encendieron la luz / de tu sonrisa”, “el peso de la ausencia / de los seres queridos / que vuelven cada noche / a iluminar las sombras del ocaso”. Pero, mezclada con la nostalgia, encontramos también la esperanza: “Quizás un día de estos / se levante la niebla / y este cierzo tenaz / aleje los fantasmas / de esta melancolía / casi eterna”, “Siempre es tiempo de amor, / aunque la luz nos ciegue / y la penumbra ahogue / el aleteo suave de la vida”. Finalmente, a pesar de evocar el pasado, la voz lírica declara su amor hacia el presente, hacia el instante que se pierde en cada bocanada de aire: “es mejor recrearse en el camino”, “Disfruta de la vida / y atesora los sueños / cotidianos”. Para el poeta, existe una sencilla alegría en el simple hecho de vivir: “Si pides a la vida / demasiado, / te privará sin duda / del regalo secreto de las horas / y del latido gris / de los otoños”.

Es la poesía de José María Ariño honda y certera, de verso corto y musical –a veces, con rima asonante o consonante–, plagado de imágenes modernistas –los otoños y la noche, los ocasos–, pero predomina la emoción. Como afirma muy acertadamente Esther González Sánchez en el prólogo, “prescinde de lo ornamental y prioriza el contenido y el fondo, […] la transparencia significativa”.

Su lucha contra el tiempo es constante; la rebelión comienza en el mero hecho de escribir, de resucitar a los poetas muertos, a los paisajes olvidados y a los seres queridos. Y aunque declara “Somos como ese árbol / casi desnudo ya / y estremecido / al borde del camino”, su juventud es patente: “Llevas la juventud en las entrañas”, “Tienes el alma joven / y un corazón alegre, / sin arrugas”. Un joven de alma que busca, como Machado, “Ser o no ser más que hombre sincero, / un hombre del montón de los mortales / –en el mejor sentido del vocablo–”, y encuentra la eternidad en la naturaleza –“más allá de los chopos / moribundos, / más allá de estos pueblos / olvidados / hay un paisaje eterno”– y un refugio en los actos cotidianos, en la literatura y en la historia. Y lee y escribe, “para que el tiempo no nos sepulte”.

Todavía la inocencia: “Nadar en seco”, de José Luis Morante

Conocí un adelanto de Nadar en seco en la magnífica antología Ahora que es tarde (La Garúa, 2020): una cuidada selección de la obra de José Luis Morante desde 1990. Con ella, el autor confirmó lo que muchos ya sabíamos: un lugar definido en el panorama poético nacional. Su dilatada trayectoria refleja el tiempo que le ha tocado vivir, pero, más allá de influencias, ha logrado una voz reconocible, propia, que es una de las mayores aspiraciones de cualquier poeta. Dicha voz ha partido de una asombrosa madurez, presenta ya en los primeros libros, para continuar evolucionando.

Llegamos así a la obra que ahora nos ocupa: Nadar en seco, recientemente coeditada por Isla Negra y Crátera. Poesía pausada, meditativa, honda, para hacer frente a un universo vertiginoso. Cuando leo a José Luis Morante creo verlo a él, con ese aire inocente y lúcido, con su sabiduría sosegada. En esta obra hay poemas que me arrancan una sonrisa, porque en ellos se proyecta de forma muy precisa su particular visión del mundo. Por ejemplo, aquel en el que un gimnasio le trae el recuerdo de Saramago recordando, a su vez, a Platón, con su alegoría de la caverna. El extrañamiento del poeta en un espacio cotidiano como el gimnasio lo conduce a pensar en aquellas sombras que imitaban la realidad. O en “Ombligo”, donde disecciona las emociones surgidas a partir del visionado de un partido de la Champions League: “Nada nos une más que un gol de champions”. La voz poética parece, en estas ocasiones, bajarse del mundo rutinario e incuestionable para contemplarlo en la distancia con los ojos hambrientos del buen observador.

Es fundamental en su poética esta curiosidad por el mundo que lo rodea, a través del cual desarrolla una búsqueda de la propia identidad. Como escribe José Antonio Olmedo López-Amor en su acertado prólogo, su poética “nació de la soledad contemplativa, no ante un paisaje natural e idílico, sino en plena urbe. […] Nadar en seco es una carta abierta a la otredad, una experiencia interior, aunque apunte su mirada hacia lo urbano”. Para diseccionar el mundo, el poeta necesita estar solo, y de su soledad y sosiego brota una voz honda, pero contenida, una voz reflexiva que va desperdigando, aquí y allá, sentencias de tono filosófico que bien podrían convertirse en aforismos independientes: “Sé que soy mientras busco”, “La memoria concreta los átomos dispersos del poema, / es un germen de luz / que ilumina la noche, en paz consigo”, “En su abierto costado / hila espejos la noche”, “En un rellano próximo esperaba / la gravedad portátil del futuro”. No en vano Morante se ha forjado un reconocimiento también como aforista.

Ese poema concretado por la memoria confirma que, para el poeta, el presente es la consecuencia del pasado, y asistimos a una identificación entre poesía y vida: “Te sueño y me propongo / hacer de nuestra vida / un poema continuo”. Resulta recurrente la imagen del frío, como algo próximo o acechante, que podría identificarse con el futuro, con la vejez: “Cuando miro la línea de horizonte / todo es un socavón difuso y frío”. Pero, ante esto, hay un sentido constante de lucha que se refleja muy bien en el poema que da título a la obra, “Nadar en seco”: “No dejo que el cansancio me carcoma. / Sacudo el agua ausente. / En los brazos maltrechos / hay jirones de mí”. Aquello que “nada en seco” es “el tiempo que no tuvo”: las posibilidades cegadas por el presente. La poesía continúa erigiéndose como refugio de la realidad: “toco fondo / y me quedo a vivir en el poema”. Siempre persiste la esperanza, “un temblor auroral, / la claridad pujante del comienzo”. Es esa semilla en la que “a resguardo del tiempo, / y su rumor de tábanos” duerme otra semilla. En cierto modo, el poeta sigue siendo un niño esperanzado, ese niño “que cobija sus preguntas / en los frágiles bordes / de una página escrita”, el que resucita cuando el adulto visita la casa de su infancia.

El poeta, crítico y aforista José Luis Morante. Imagen extraída de Diario de Rivas

También es el niño quien protagoniza el primer recuerdo de aquel mayo del 68 que da título a un poema, y su visión es inocente, pero atenta, como la del poeta adulto que, muchos años después, reflexiona: “Ha transcurrido más de medio siglo / y cabe preguntarse / si la revolución es periferia por donde nadie pasa, / si está todo más claro, / o si aquel viejo mayo encanecido / es continuo derrumbe, / una imposible torre de babel”. Porque la mirada de la voz poética no se limita a su propio interior. Como escribía el prologuista, la poesía nace de la contemplación de la urbe. También del mundo, en general: se refleja la preocupación social en poemas como “La voz del sueño”, en el que ahonda en las emociones de una marroquí cuyo “sueño estéril” es “la cóncava humedad de la patera / y el furtivo oleaje de aguas turbias”. Emocionante es también el poema “Funerales”, en el que dice de los muertos: “Extraños en la nada y la negrura, / en su espanto secreto, / ellos tampoco saben olvidar”. O aquel titulado “España”, en el que, tras citar a Blas de Otero, escribe: “España ya no existe como tema poético; / es solo un sustantivo que dormita / en el viejo jergón / del poeta social”.

Otras veces, se vuelve a sus escritores de referencia o a la mitología griega; hacia Homero, “ese poeta ciego que no tuvo biografía”, o hacia Argos, “el perro que guardó la memoria de Ulises”. Y así, mirando también hacia fuera, el poeta se va encontrando: “Es aquí donde estoy, / tras las grietas de un yo parapetado / en la profundidades de sí mismo”. En “Invitación al otro”, resume su poética en seis versos: “Aprendo a articular los argumentos / en torno a otros motivos. / Contención y pudor. / El yo debe quedar inerme entre la grava; / ser reliquia. / Quien importa es el otro”. Y también “El futuro es de otros”, como confiesa en el último verso del poema “En clave autobiográfica”, en el que encontramos un bonito guiño a Alberti: “Yo nací (perdonadme) / con la televisión en blanco y negro”.

La poesía de Morante es condensada, hace uso de la palabra justa y eso no impide, sin embargo, que nos regale brillantes metáforas, como esta: “Sobre la sed ferrosa pongo el labio, / sorbo zumo en el borde / y es un cuenco repleto de nostalgia”. Sobresale también, como un rasgo muy propio del autor, el acertadísimo sentido del ritmo, que aleja sus versos del exceso prosaico.

Aunque a veces sobrevuela los poemas un cierto pesimismo –muy característico, por otra parte, de la Generación del 50–, prevalece siempre la esperanza. La voz poética “no cede nunca al extravío / de perder la inocencia”. Porque, en sus propias palabras –en un magnífico cierre del poemario–, al fin y al cabo, “La nada es otro modo de empezar”.

El polvo y la ceniza: “Marrón cobalto”, de Sergio de los Santos

Hay una forma especial de sensibilidad que solo cultivan aquellos que ya no tienen nada que perder, salvo unas gafas, una vieja bicicleta o una máquina de escribir rota. Este es el caso del protagonista de Marrón cobalto, un hombre del que desconocemos casi todo, incluso el nombre. Casi todo, menos los tres aspectos fundamentales: está solo, arruinado y enfermo. Como tantas otras personas invisibles que pasan desapercibidas en la ciudad. En su primera novela publicada, en Ediciones de la Torre, Sergio de los Santos ha querido dar voz a una de estas personas, y ha resultado una voz temblorosa, anhelante de calor y de esperanza, derrotada. Una voz que lucha contra el frío de la vida.

Que no sepamos el nombre del protagonista o su pasado es lo de menos. Los nombres sirven para definir las realidades o para inventarlas y, precisamente, eso es lo que él hace con Violeta, la joven y desvalida drogadicta que encuentra un buen día desplomada en las escaleras del descansillo de su portal. Violeta, cuyo nombre real tampoco llegamos a conocer, a quien bautiza así por un tatuaje con forma de “V”. La idealizada muchacha se convierte para él en una luz en medio de la desgastada realidad. Asistimos a un extraño proceso de enamoramiento por parte del protagonista, al transcurrir de un romance fuera de lo habitual, forjado sobre un ambiente y una situación sórdidos, pero atravesado, por qué no, por momentos de ternura. La ternura que puede brotar entre dos criaturas náufragas. Porque, en palabras del propio protagonista, “Solo un espíritu ensuciado por el polvo puede comprender a un corazón de ceniza”.

Inmersos en esta sencillez honda, los lectores avanzamos por las páginas sin que ocurran sucesos extraordinarios, y precisamente en ese punto encontramos el mayor encanto de la novela. El autor es capaz de conmovernos sin alardes, incluso en medio de la sordidez. La terrible y vívida humanidad del protagonista se apoya en la idealización de Violeta, que para él es una suerte de Dulcinea del Toboso, la razón que halla para aferrarse a la existencia. Los personajes secundarios también resultan decadentes y algunos rayan en lo grotesco, como el casero o la obesa AleX, cuyo hechizo de seducción solo sucede en la penumbra. En contraste con ellos, una familia feliz de turistas extranjeros, rubios y pálidos, que constituyen todo aquello que no alcanzará el protagonista.

La desesperación por conseguir dinero marca todos los rumbos, el de los antagonistas -el casero o el drogadicto ladrón- y el de Violeta, que se mantiene cerca del protagonista para poder recibir su pago a cambio de su mera compañía. Ella también posee su propia historia, sugerida en detalles apenas perceptibles, como su reacción ante una fotografía. El único personaje que parece actuar guiado por el corazón es el propio protagonista, que cree estar enamorado y, tras conocer a Violeta, concibe el dinero exclusivamente como un medio para acercarse a ella.

El argumento se sitúa a lo largo de un período de tiempo indeterminado, en una ciudad desconocida, con bares, monumentos y supermercados: una ciudad cualquiera en la que, bajo el ajetreo de sus habitantes, las luces y el circular de automóviles, una serie de criaturas náufragas luchan en su propia guerra: la supervivencia diaria. Marrón cobalto es un fragmento de la historia de esa otra ciudad al margen de la luz.

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La novela mereció una mención especial del jurado del Premio de Novela Ateneo de Madrid.

“Mar de Varna”, de Álvaro Hernando Freile

No es fácil escribir sobre el último poemario de Álvaro Hernando, Mar de Varna, publicado con Baile del Sol. Desde el comienzo, el lector tiene la impresión de internarse en un universo onírico y complejo, un bello laberinto tejido de metáforas, símbolos. Un espacio que habita dentro de la mente del autor, que conecta con nuestra propia mente, como si siempre hubiéramos sido poseedores de la llave que lo abre. En su introducción, el poeta hace dos afirmaciones fundamentales para comprender su obra. La primera: “Nos identificamos con los que fuimos y con lo que queremos ser, eludiendo quiénes en realidad somos”. La segunda: “Los lugares son tiempos”. Ambas afirmaciones se sostienen mutuamente, porque configuran el espacio en el que brota la poesía. La poesía nace, precisamente, en ese lugar indeterminado, el presente, donde el autor reflexiona sobre su propia identidad contemplando el pasado y el futuro, se enfrenta al olvido y a sus propios demonios: “Soy un ser transitorio, indeterminado por la vida, salvo en el momento en que el mar de Varna me atraviesa”. Pero, ¿qué es el mar de Varna?

Para empezar, es el protagonista de la primera sección de la obra, que, en palabras del autor, está “dedicado a los momentos que nos devuelven la identidad”. Hay, desde el inicio, una batalla contra el olvido. En el primer poema, el lector asiste a una de las imágenes más bellas, oníricas y enigmáticas del libro: “Mientras, todo / se asemeja a un puente con forma de cisne / que reposa tranquilo sobre la sal / de un mar antiguo, muerto junto a nuestros muertos”. No existe el mar, solo su recuerdo, un recuerdo que el poeta teme olvidar. Y sin embargo, existe más que algunas realidades. Es un espacio accesible desde los sueños: “Voy con todo a los sueños, / como si nada hubiera en ellos, / salvo la necesidad de encontrarte. […] / Con todo a los sueños que habitas, / por si hay que quedarse a dormir bajo la tierra / o construir una casa de viento”.

Destaca en esta primera parte una clave de la poética de Álvaro Hernando: la presencia de las aves, del vuelo, de las plumas. Se identifican con la idea misma de poesía. Hay “poemas de estorninos”, “poemas de vencejos”, “poemas que son bandada de aves temerosas”. Los estorninos, especialmente, tienen un significado esencial. A veces, el lenguaje limita la poesía: “Las palabras nos enjaulan / como una enredadera / que anida dentro de la tráquea”.

La segunda sección, “Tapias”, trata “sobre los lugares de tránsito”. Escribe el poeta: “Pensamos el tránsito como un lugar desde el que morar cuando todos los alrededores cambian”. Se refiere al tránsito físico, pero también al psicológico. A las historias inacabadas, al propio tránsito de la vida como camino hacia la muerte. Aparecen personas de su pasado, como el padre llevándolo al colegio, ese colegio que comienza y acaba en una tapia.

Precisamente, el padre protagoniza el poema que da nombre a la tercera sección, “Ab imo pectore”, que trata “sobre quienes nos habitan para siempre”: “Me queda el rostro blanco de mi padre, / como una memoria líquida”. Y lo íntimo se expande a una dimensión más universal: “De la historia no solo habría de aprenderse recordando las piezas, diseccionadas, sino como de una sombra que proyecta cada uno de nuestros movimientos. Son como los lunares, como los tatuajes: están en nosotros. La historia está en nosotros, aunque no necesariamente en nuestra memoria”. También aquellos que se fueron siguen formando parte de la poesía, que, al fin y al cabo, es la propia alma del autor traducida en palabras.

Y así llegamos a la última sección, “Cicatrices”, que el poeta define como “donde uno puede orientarse a partir del caos, de la duda y de una identidad a la deriva”. No en vano el libro está dedicado “A los perdidos”. ¿Quién no ha estado nunca perdido? ¿Quién podría afirmar que ya no lo está? Solo aquellos que no se han detenido lo suficiente para pensarlo. Se compone esta última sección de prosas poéticas, en las que la tendencia surrealista de todo el poemario se intensifica, especialmente en los magníficos “La cadena trófica” y “Conejos”. Quizá esta imaginería responde al intento de explicar el extrañamiento frente al mundo que lo rodea o a la imposibilidad de autodefinirse: “Vivo en el lugar en que lanzamos plumas al cielo, y decimos entonces que somos dioses que han creado pájaros y que nos pertenecen”, “La nueva normalidad consiste en mirar para otro lado, o en agujerear una montaña, para descubrir si hay una montaña al otro lado”. Contribuye a este extrañamiento la pandemia, que atraviesa varias de las prosas: “El ser humano aprende que deambular es volar dentro de un encierro. El domingo podría ser sábado y no se asusta ante los lunes”. La realidad es “una nueva Venecia que nace hundida en el lodo”. El poeta asume y abraza también su propia oscuridad: “Yo me inventé un abismo. […] Lo beso cada noche. Es un agujero, una cicatriz, un brazo amputado que siempre pica en su fantasma”, “Comprendo que algunos se dediquen entonces a pintar los infiernos”.

Afirmaba al comienzo que no resulta fácil escribir sobre Mar de Varna, y no porque el lector se pierda o no comprenda, sino por la cantidad de símbolos, imágenes y mensajes que proyecta. No se trata de una poesía “de aquí y ahora”, sino que encaja dentro de aquella que agradece dos, tres o cuatro lecturas, en cada una de las cuales van despejándose distintos enigmas. La influencia del simbolismo o del surrealismo es innegable, pero el poeta no corta nunca los lazos con su realidad, con su mundo tangible, lo cual permite que el lector siga orientándose y hasta identificándose con los poemas. A cambio, nos regala una variedad de imágenes y metáforas que contribuyen a hacernos “comprender / desde la palpitación del eco / al centelleo de la belleza”.

Álvaro Hernando es docente, antropólogo, gestor cultural y muchas cosas más. Entre ellas, poeta, como queda demostrado en este libro, que recomiendo a todos los perdidos, pero también a todos los que crean haberse encontrado. Un libro con vocación de viaje, que abre una dimensión que todos albergamos.