Entrevista para «Experiencias literarias»

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Esta noche, os recomiendo visitar la web Experiencias literarias, cuyo equipo realiza una magnífica labor por la difusión de la cultura, entrevistando a nuevos talentos.

Hoy me han entrevistado a mí. La entrevista ha corrido a cargo de Carlos Desán, un enamorado del arte, muy polifacético, que también dirige la página Ochenta’s, centrada en las décadas doradas del pop-rock.

Ha sido una entrevista completísima en la que hemos tocado muchos temas: desde mis dos poemarios, pasando por mi faceta rockera, hasta llegar a algo tan irreverente como… el marinismo.

Os dejo aquí el podcast de la entrevista.

Gracias a Carlos Desán y al equipo de Experiencias literarias.

Emigrantes de la Ciudad Sin Nombre

París no era suficiente,
como no lo fue aquella despedida
en la Piazza San Marco de Venecia
–qué importa que esta historia
sea en Technicolor–.

“Tócala otra vez, Charles…”.
                     -Tu lejano recuerdo me viene a buscar…
(Y nunca fue ya más que tu recuerdo.)

Marina Casado, Mi nombre de agua

venecia

Hace tiempo que el Trapecista ya no puede verme. Tal vez él sea en realidad el muerto, pero soy yo quien ha dejado de existir. Miro su rostro aniñado, su cabello oscuro que antaño se derramaba en mechones algodonosos sobre su frente. Ahora, está pulcramente corto; la frente, despejada. Los ojos de color miel parecen más confiados, más serenos. Sus labios se mueven, sugerentes, mientras habla. Su voz también ha cambiado: es más ronca, y no se dirige a mí. Nunca se dirigirá ya a mí. Porque el Trapecista ya no puede verme.

Venecia todavía me sabe a despedida. Quizás el Trapecista comenzara a morir, sin yo saberlo, en esa despedida. Mucho antes de convertirse en el Trapecista. Y cuando lo recuerdo, flotan góndolas por mi memoria que después se convierten en el Big Ben. Y sobre él, mi Trapecista, con sus mechones algodonosos resbalando por la frente. Con su voz melodiosa pronunciando mi nombre y una guitarra, y aquella camiseta que no se quitaba.

Un día, me cogió de la mano para montar juntos en un tren. Pero no sabíamos que, en la Ciudad Sin Nombre, los trenes jamás parten, ni llevan a ningún sitio. Otro día volví a pasear de su mano, pero se disolvió, como siempre, envuelto en el espectro de la Ciudad Sin Nombre, que nos rodeaba.

Me marché de aquella ciudad maldita, pero a veces regreso a través de recuerdos mortecinos y luces que nacen al final del verano. Es la única forma que tengo de volver a mirarlo: a él, a quien fue, antes de dejar de ser. Yo también soy. Soy la única culpable de que aquella ciudad perdiera su nombre, por no haber sido capaz de llegar hasta ella mientras el Trapecista vivía allí. Cuando las góndolas seguían siendo góndolas.

Recibí una carta del Trapecista. Mi amiga Alisa le había escrito previamente, informándole de que yo pronto llegaría a su ciudad. La ciudad que todavía tenía nombre. En la que ya no existían góndolas ni cabellos algodonosos sobre la frente. La ciudad donde él comenzó a vivir después de haber muerto. Pero él, que ya no era él, se alegraba de poder volver a verme. Otra vez el ansiado reencuentro, tantas veces esperado –ni siquiera vivido- en mis sueños.

Despierta, todavía me parecía aguardar la carta del Trapecista. Incluso pensé que yo misma podría escribirle para concertar un encuentro en la ciudad que aún conservaba su nombre. Podría acostumbrarme a su cabello corto y a su voz más ronca.

Entonces recordé que el Trapecista ya no era capaz de verme, porque yo había dejado de existir. Solo la casualidad, ese destello transparente del tiempo, me pondría otra vez frente a él, que dejaría de recordarme como una sombra azul. Porque, tras el olvido, todos nos convertimos en sombras azules.

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Capítulos anteriores:

(I): Trenes en la ciudad sin nombre

(II): Retornos a la Ciudad Sin Nombre

(III): Sueños en la Ciudad Sin Nombre

(IV): La Ciudad Sin Nombre 

(V): Antes de la Ciudad Sin Nombre

(VI): Ruinas de la Ciudad Sin Nombre

Luis Cernuda y el otoño

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Luis Cernuda en 1928

Luis Cernuda nació en el equinoccio de otoño. Nació en el momento exacto del año en que se asume el final del estío; en el que el frío, la lluvia y la oscuridad se convierten en las únicas certezas durante los meses siguientes. Tal vez esa sea la razón de su pesimismo vital, su carácter otoñal, su melancolía crónica.

El otoño llama a la melancolía. Los modernistas lo apresaron en sus poemas y ahora resulta difícil escribir sobre él sin esperar el asalto de un ejército de jardines con estatuas, árboles amarillos sobre lagos en los que se deslizan lánguidamente cisnes de cuellos de interrogante. Hojas doradas perfumadas de infancia, amores imposibles. No puedo ocultar que yo también nací en otoño.

Me imagino a un joven Luis apoyado en su escritorio lánguidamente, cual cisne modernista, con un fondo algo frívolo de música moderna; tal vez un fox-trot, con el que intenta curar en vano su tristeza o, por el contrario, regodearse en ella. Mira por la ventana y contempla los árboles amarillos y piensa en su último gran amor frustrado. Después suspira, escribe unas palabras doloridas. Igual que en aquel viaje por Pedraza en 1935, durante las Misiones Pedagógicas, cuando escribía:

Hacía frío y el cielo estaba cubierto. ¿Qué hacer? Interminables horas las de la tarde en estos lugares inacostumbrados. El aburrimiento va con nosotros por la ciudad, pero disfrazado de nostalgia, que unas veces ostenta un motivo amoroso, otras un motivo menos tornasolado y más concreto. […] Leer era imposible. Cómo me ha apresado la realidad, y más si recuerdo que durante tantos años, horror, la lectura era mi jornada. Pensaba, no sabía por qué, en la triste e inexplicable necesidad vital de que las personas a quienes queremos deban separase un día de nosotros. […] El gramófono rugía […]. Un poco de vagabundeo por el limbo aquel me dejó más aburrido aún y, lo que es peor, arrepentido, aunque no sabía de qué, si de vivir, de estar triste o de no haber cometido aún ningún crimen.

Es fácil imaginar a Luis. Sus versos, sus palabras, reflejan el grueso de su alma. Tal vez, por ser una persona introvertida en su día a día, se dio en su escritura como respuesta a una necesidad intrínseca a esa introversión. Incluso en sus versos más surrealistas es posible perfilar detalles de su carácter, guiños diminutos. Es fácil encariñarse con él, aunque después se lea por ahí que era un ser intratable y amargado. Hay gente que tampoco comprende el otoño.

Si Luis siguiera vivo, hoy habría cumplido 114 años. Murió a los 61 sintiéndose un anciano. Una vez fue joven, aunque no llegó a darse cuenta. Contemplaba por entonces las horas con tristeza, esperando que una de ellas se llevara para siempre su juventud, igual que el reo de muerte espera el alba. Igual que el otoño naciente espera el frío.

Remordimiento.                            
Fuiste joven,                    
Pero nunca lo supiste                  
Hasta hoy que el ave ha huido                 
De tu mano.

Luis Cernuda, «Nocturno yanqui»

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Entrevista en Radio La Isla

radio la isla

Mi buen amigo y gran poeta Paco Ramos Torrejón, autor de El aprendizaje del miedo (Lápices de Luna, 2015), me entrevistó el pasado martes 23 de agosto en su espacio radiofónico La Duermevela de Radio La Isla. Hablamos de mi segundo poemario, Mi nombre de agua, y también del primero: Los despertares. La entrevista dio paso a un interesante debate acerca de las últimas tendencias poéticas, que consisten en la mezcla de géneros.

Aquí os dejo el enlace al podcast para que escuchéis la entrevista, a cargo de Paco y de su compañera Nazaret Medina.  ¡Fue para mí muy emocionante!

Rafael y el levante

con rafa

Alguien reía junto a la orilla.
En una playa que se escapaba al tiempo
donde a lo lejos,
tímidamente suspendidas sobre el acantilado,
se levantaban mis miradas.
Lo veía jugar, incandescente,
rodeado de azules y blancos gaditanos,
y en sus ojos de cielo
descansaba la espuma del Atlántico.
Sus temblores de niño de principios de siglo
hablaban ya de versos tachonados de nube,
de enigmas vanguardistas, de ángeles sombríos,
de sangre de acuarela derramada en sonetos
y en palomas ligeras, filarmónicas,
que confundían dulcemente la noche y la mañana.
Y aquella playa era su playa.
La Andalucía rota de cante jondo y de luceros
desgarraba la realidad como en un sueño,
dibujándolo a él en cada sacudida:
a él y a aquella infancia ciega
que respirase para siempre en cada verso.

El levante es locura disfrazada de viento:
azules que se mezclan con épocas remotas
y con atardeceres de poesía que nunca contemplé,
donde jugar en una playa
era apenas el único horizonte recordado.

Volvería una y otra vez sobre tus aires, Cádiz;
regresaría para desvanecer crepúsculos y lágrimas,
colorear inviernos,
imprimir lunas en forma de baladas
y soñar con aquella silueta de contrapuntos italianos
que me regala una mirada pícara
antes de desteñirse nuevamente
bajo el pincel del tiempo.

Marina Casado, Mi nombre de agua

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