Sé que 2013 ha tenido que ser, de algún modo, esencial en mi biografía. Varios de los acontecimientos que han marcado mi existencia sucedieron un día 13, incluido mi propio nacimiento.
A medida que nos vamos haciendo mayores, los años se pasan más deprisa. Parece que hace una semana estaba celebrando la Nochevieja de 2012. Y sin embargo, tantas cosas han cambiado desde entonces. Los años transcurren de forma acelerada, pero eso se debe a que en uno solo de ellos suceden más cosas de las que sucedían en diez de los antiguos. Los acontecimientos parecen comprimidos, envueltos en un aura vertiginosa. La madurez llega con golpes o con jarras heladas de agua. Nadie nos avisa. No hay una progresión continua, sino caídas sucesivas al abismo.
Paradójicamente, lo más difícil es ser quien realmente eres y no lo que te imponga una determinada circunstancia. Debería ocurrir al contrario, pero a menudo nos dejamos llevar por la sentimentalidad y acabamos traicionando, de algún modo, no solo a aquellos que nos quieren de verdad, sino también a nosotros mismos. Sin embargo, es la libertad la que nos permite ser lo que queremos ser, y es su ausencia la que nos obliga a desvanecernos. Lo que nunca debemos perder –y eso es algo que he aprendido- es la propia dignidad.
En 2013 he saludado muchas veces al abismo, y alguna caída ha sido más dolorosa que las demás. Pero mis brazos insisten en abrazar el mundo porque aún no les enseñaron que ya es demasiado tarde. He soñado mucho, como siempre, y he llorado aún más. He conocido gente maravillosa y he echado de menos a otra que también me lo parecía. Me he desengañado y me he ilusionado. He cumplido algún sueño antiguo y he despertado de otros. Al final, y a riesgo de caer en el estereotipo, trato de llevarme los buenos recuerdos, que encienden fogonazos de película antigua en mi memoria. Los buenos recuerdos son lo único que nadie podrá arrebatarnos.
Y, como en aquella canción de Oasis, he acabado viendo estrellas que parecían haberse desvanecido para siempre.
Feliz fin de año. Feliz comienzo del siguiente. Perseguid muchos sueños. Yo me despido junto a mi inseparable Luna, que es la gatita más valiente y la más cabezona del mundo, y gracias a eso ha sobrevivido, porque ha estado muy malita. Otro triunfo del 2013…
Me hallaba sentada en un pupitre situado en lo que parecía el aula de un colegio, porque a mi alrededor había muchos más pupitres, en cada uno de los cuales se sentaba un niño. Sin embargo, el ambiente era inusualmente silencioso para tratarse de una clase, y los niños lucían un rostro demasiado serio e inexpresivo para tratarse de niños. Su mirada estaba ausente, posada sobre algún inexistente punto del vacío. Se me pasó por la cabeza que más bien parecían estatuas de cera.
Mi presencia resultaba imperceptible, como si me hubiera vuelto invisible para aquellos niños. Quizá ni siquiera pudieran verme.
De repente, una mujer entró en el aula. Supuse que debía tratarse de la profesora. La mujer llevaba consigo unas láminas. Cogió la primera y la mostró ante los silenciosos alumnos. En la lámina aparecía retratado un anciano de largos cabellos blancos. Debajo, se podía leer una palabra: Enero.
Un silencio sepulcral, más denso aún que el que había encontrado a mi llegada, invadió la sala. Y como una piedra rompiendo la superficie de un cristal se pudo oír la aterrada voz de una niña:
– ¡Es mi abuelo! Murió hace tres años…
Tras estas palabras la niña, como movida por un resorte, se levantó de su sitio y se acercó a la mujer de las láminas, que la condujo hasta una sala anexa y cerró la puerta. La mujer, ya sola, se volvió hacia el resto de niños, que parecían tan inexpresivos como en un principio. Nadie se preguntaba dónde habría ido la niña.
Con toda la tranquilidad del mundo, la mujer mostró la siguiente lámina: el retrato de una mujer de mediana edad, debajo del cual se podía leer Febrero. Enseguida, la voz de un niño se dejó oír rompiendo el inquietante silencio:
-¡Es mi madre! Pero… está muerta.
Acto seguido, el niño repitió los mismos movimientos que había realizado antes la niña: se levantó, caminó hacia la mujer de las láminas y esta le condujo hasta la misma sala por la que desapareciera la niña. Y como antes, la mujer volvió a su posición inicial y mostró la siguiente lámina: un retrato de un hombre con bigote debajo del cual estaba escrita la palabra Marzo.
-Mi tío… murió el año pasado- declaró la helada voz de otro niño, que repitió exactamente las mismas acciones que los dos anteriores.
Y ocurrió lo mismo con las siguientes láminas que fueron mostradas por la mujer: Abril, Mayo, Junio, Julio, Agosto, Septiembre, Octubre y Noviembre. En todos los casos, un nuevo niño o niña reconocía en el retrato a un familiar fallecido, se levantaban y eran conducidos por la mujer a aquella sala anexa. Uno a uno, los once niños fueron desapareciendo tras la puerta, hasta que solo quedamos la impasible mujer y yo en la sala. Horrorizada, me percaté de que aún quedaba un mes para completar el año, y de que la mujer aún sostenía una lámina en sus manos.
Entonces, como si hubiera leído mis pensamientos, mostró la última lámina. A pesar de que no la podía distinguir desde donde estaba sentada, un resorte invisible me hizo levantarme y avanzar hacia la misteriosa dama. Cuando me encontré a su altura, levanté a vista y me detuve a contemplar la lámina que sostenía en su mano. Y lo que en ella había no era un retrato, como en los casos anteriores, sino un espejo. Así que cuando miré lo único que pude ver fue…
Aparté la vista y seguí a la mujer hacia aquella sala cerrada. Así concluyó aquel treinta y uno de diciembre.
(Este relato pertenece a mi libro Encefalografías)
Mañana iremos a Navidazonia. Navidazonia es una feria de Navidad. Hay muchas cosas: Papás Noeles que dan caramelos, cabalgatas de Reyes que no paran de pasar… Lo bueno es que, aunque en el resto de sitio ya se haya terminado la Navidad, en Navidazonia siempre sigue estando.
Sin más, se despide tu amiga:
Marina
C/ San Gatos de Dueño, nº. 2, piso 1ºB. CP 28076, Gatoburgo.
Encontré esta «carta» en un viejo cuadernillo esta mañana, mientras me lamentaba de que hoy fuera Nochebuena. Una oleada de ilusión que guardaban las páginas marchitas me hizo estornudar y después sonreír -la ilusión antigua es peor que el polvo… Me invadieron unas ganas terribles de regresar a mi antigua residencia, situada en «Gatoburgo» y, más concretamente en aquella calle de «San Gatos de Dueño» en la que también se erigía la Mascotería del Miau-Miau.
Navidades del 96
Vivía allí cuando mi hermano pequeño se empeñaba llamarse como el Power Ranger Azul, y cuando yo ignoraba que su nombre, Willy, no se escribía con «gu-» -y, encima, sin diéresis-. En aquellos tiempos, la Navidad era la mejor que podía pasarte a lo largo del año -por encima, incluso, de los cumples-, por eso empezaba a poner villancicos desde septiembre -para desgracia de los que me rodeaban-, adelantándome incluso a El Corte Inglés. Pero al igual que las Navidades resultaban maravillosas, la tortura más elevada de cuantas se pudieran imaginar era cuando, unos días después de Reyes, había que quitar el decorado navideño. En mi casa, siempre lo retrasábamos lo más posible, hasta que nuestro abeto se convertía en el elemento absurdo del vecindario. Para mí, constituía un drama el fin de las Navidades.
Por eso inventé Navidazonia: un parque temático donde todo el año era Navidad. Para crearlo, confieso que me inspiré en la «Isla de los Juegos» de la película Pinochode Walt Disney, aquella isla a la que los niños malos eran conducidos por un zorro llamado «El Honrado Juan» y, después de divertirse y de comer cuantas golosinas desearan durante toda una tarde, acababan convertidos en burros. Navidazonia lo imaginaba de ese estilo, pero más nevado y con atracciones navideñas. Incluso la figura de «los Papás Noeles que regalaban caramelos» surgían en mi mente a partir de las enormes estatuas de indios de madera que repartían puros a los niños diciendo: «Aquí se fuma… ¡fumen hasta empacharse!»
Fotograma de la película Pinocho (1940), de Walt Disney
Qué mecanismos más extraños y retorcidos posee la imaginación infantil. Cómo echo de menos la ausencia de futuro que me embargaba, la felicidad al alcance de un acción tan poco trascendental como poner el Árbol de Navidad.
Casi veinte años después, un sentimiento de melancolía decadente me invade cuando pienso que hoy es Nochebuena. Ya no escucho villancicos, sino canciones desasosegantes de Jim Morrison. Temo encender la tele para verme asaltada por todas esas películas de finales felices y reuniones familiares bajo los ojos del bueno de «Santa». De amores que siempre llaman a la puerta el 25 de diciembre, de vidas que se arreglan y sorpresas inesperadas.
Y me parece que la tristeza es una especie de ermitaña en esta época, lo cual me hace sentirme aún más lejos. La Navidad son fiestas para disfrutar en la infancia. Después, se convierten en caldo de cultivo para la nostalgia de los días y de las personas que ya no te acompañan. Como diría Morrison: «todo está roto y baila».
Voy a pedirle al Papá Noel que nunca viene a mi casa un pasaje sin retorno a Navidazonia. Mientras lo espero, os deseo una feliz noche y me despido de la mano de Lennon…
Hoy Rafael Alberti, pintor de poemas de la Generación del 27, habría cumplido 111 años. Murió junto a su mar gaditano, el mismo que llevó consigo siempre en el azul de sus ojos. Fue en octubre de 1999, cuando yo tenía diez años y él, los cabellos coloreados por el pincel del Tiempo. Alberti siempre pensó que cumpliría los 100, pero le faltaron tres años. Tres años y dos meses…
Últimamente, he escuchado demasiadas veces decir que Alberti no fue tan poeta como otros de su generación: Lorca, Cernuda, Aleixandre… Me sigue chocando, y no se corresponde esta imagen con la que tenía de él cuando era pequeña. Recuerdo a mi padre leyéndome poemas de aquella antología titulada Rafael Alberti para niños, de Ediciones de la Torre. Palomas, mares y cielos se sucedían en sus versos. Mi padre también me contaba, con orgullo, cómo una vez le escuchó recitar en Parquesur. Alberti era entonces una especie de dios viviente de la literatura. Alberti era, junto a Lorca, el Poeta.
En el mundo literario, las modas pesan demasiado. Por ejemplo, antes de 2002, año en que se celebró el centenario del nacimiento de Luis Cernuda, este era considerado un segundón dentro del marco de la Generación del 27 –me refiero a la crítica en general, no a los poetas; evidentes resultan las influencias que Cernuda produjo en la Generación del 50-. Desde entonces, la valoración de Cernuda fue in crescendo hasta llegar a la situación actual, en la que algunos críticos le consideran como el mejor poeta de su generación.
Con Rafael Alberti ha ocurrido al contrario. Pasó de ser una figura popular durante la Transición a una especie de huella literaria de un pasado cercano. Ahora, queda muy moderno decir: “yo no leo a Alberti”, “no me gusta Alberti, creo que tuvo su momento”, “Alberti me resulta muy simple”. Ellos, por supuesto, se inclinan por voces más “complejas” como la de Aleixandre –aunque a veces me pregunto si muchos realmente son capaces de desentrañar sus versos…-. ¿El poeta de la calle? Tampoco: para eso ya tenemos a Miguel Hernández –que, tristemente, parece más reconocido en nuestra sociedad por su perfil de “poeta-cabrero” que por su poesía en sí-. Al hablar de Alberti, indefectiblemente, la gente alude a su compromiso político, al hecho de que militara en el Partido Comunista: gran parte lo considera un punto negativo. Efectivamente, durante la Guerra Civil, Alberti tuvo una etapa de poesía social, furibunda e incendiaria, como no la tuvo, por ejemplo, Cernuda. Pero no solo existe la poesía social en su obra: Alberti es, de hecho, uno de los poetas más aventureros respecto a corrientes y escuelas. Lo ha experimentado casi todo.
Rafael Alberti junto a Dolores Ibárruri, «La Pasionaria», como diputado del PC por Cádiz en las primeras Cortes democráticas españolas desde la Transición, en 1977
Que Alberti militara en el PC o participara en mítines políticos no le resta o le suma calidad a su literatura. Ha habido muchos poetas en la Historia que no han ocultado su ideología, y que incluso han utilizado la poesía como medio para alcanzar sus metas políticas. Me refiero, por ejemplo, a cuando André Breton quiso convertir el surrealismo en la expresión lírica del comunismo. ¿Y quién, hoy en día, no reconoce la trascendencia de Breton en la literatura del siglo XX? A Alberti, sin embargo, su compromiso político le sirvió para no ganar el Nobel.
Porque, no nos engañemos: no le concedieron el Nobel debido a que, en plena Transición, resultaba mucho más políticamente correcto dárselo a Aleixandre, que no se había decantado públicamente por ninguna ideología en concreto. Y con esto, no quiero decir que Aleixandre no se lo mereciera, simplemente explico por qué no se lo dieron a Alberti. Pero es ofrecer este argumento y que los cuatro eruditos de turno te digan que, claro, que Marinero en tierra no se puede comparar, por ejemplo, con La destrucción o el amor.
¿De verdad vamos a juzgar la obra de un poeta como Alberti por un libro como Marinero en tierra? Alberti es mucho más que Marinero en tierra, y se debe mirar ese libro en el contexto de la época en que se publicó, cuando se puso de moda el neopopularismo. A pesar de no ser su mejor poemario, contiene imágenes muy plásticas que ya adelantan lo que vendría después. Sin embargo, recuerdo que cada vez que salía en clase el nombre de Alberti, automáticamente se asociaba a Marinero en tierra. Quizá los profesores de Lengua y Literatura deberían saltarse el canon y buscar la forma más efectiva de que la poesía de Alberti llegue de verdad a los alumnos. A partir de mi fugaz –pero intensa- experiencia como profesora en un instituto público de Madrid, puedo afirmar que los adolescentes se sienten mucho más atraídos por un poema como “Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca”, que por aquel otro tan conocido que comienza así: “El mar. La mar. / El mar. ¡Sólo la mar! / ¿Por qué me trajiste, padre, / a la ciudad?”
Rafael Alberti junto a Manuel Altolaguirre y José Bergamín (abajo) durante la Guerra Civil española
Confieso que mi primera intención era hacer la tesis sobre Cernuda. Si me acabé decantando por Alberti fue porque era consciente de esta situación: de la necesidad de revitalizar los estudios sobre su obra y su persona, de devolverle su lugar en la historia de la Literatura. Realmente, creo que los investigadores actuales tenemos una deuda con Rafael: el más plástico de los poetas de su tiempo, el que buscó por el cielo a Miss X y se vio invadido por un alud de ángeles equivocados, el que le dedicó el más entrañable y estúpido poema de todos cuantos le hayan dedicado a Charlot. Quien después levantó el puño y cantó para el pueblo, se exilió y logró que su voz alcanzara España y resonara por los campos, por los mares andaluces, que removiera las conciencias de los poetas que no veían más allá de sus propias miradas. El mismo Alberti que puso palabras a los colores y me hizo temblar con un solo verso: “Me enveneno de azules Tintoretto”.
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También lo elegí para mi doctorado porque me siento próxima a él, de alguna forma. Al fin y al cabo, es el único poeta de la Generación del 27 cuya existencia coincidió, aunque fuera unos pocos años, con la mía. Y comparto su amor por Cádiz, por los azules y blancos gaditanos. Lo contemplo en la distancia de los años con nostalgia –una “nostalgia inseparable”, tan suya- y me reafirmo: es necesario que devolvamos a este inmenso poeta el lugar que le corresponde.
En mayor o menor medida, todos poseemos la psicología del voyeur. No en un sentido estrictamente clínico o criminal, sino en nuestra actitud física y emocional ante el mundo. Cada vez que tratamos de romper este hechizo de pasividad, nuestras acciones se vuelven crueles y torpes y, por lo general, obscenas, al igual que un inválido que ha olvidado cómo caminar.
Jim Morrison, Los Señores
Estas palabras, contenidas en uno de los poemarios de Jim Morrison, podrían constituir una justificación de su trayectoria vital. El legendario líder de The Doors, que hoy habría cumplido 70 años, murió en 1971, a los 27, dejando un halo de preguntas sin resolver acerca de su persona. ¿Quién fue realmente Jim Douglas Morrison? ¿Un dios del rock, un icono sexual, un poeta beatnik, un joven obsesionado permanentemente con llamar la atención, un adolescente brillante e introvertido que nunca llegó a madurar, el último romántico…? Ante todo, Jim Morrison se constituyó como un luchador, en constante batalla consigo mismo para evitar convertirse en aquello que más temía: un espectador de su propia vida. Tal como él mismo escribió en Los Señores, su desasosegada huida de la contemplación existencial le condujo, en muchas ocasiones, a la obscenidad, a la torpeza y, finalmente, a su autodestrucción. Morrison murió ensayando la vida.
Jim Morrison en 1967, foto de Joel Brodsky
Yo soy el Rey Lagarto,
puedo hacer cualquier cosa.
Así se definía Jim Morrison en Celebration of the Lizard, una serie de letras concebidas para formar, en conjunto, un espectáculo poético. Como los lagartos mudan de piel, él fue variando su propio personaje a lo largo de su corta existencia. Así, encontramos un Morrison adolescente solitario, creativo y con sobrepeso; a otro Morrison de 23 años, esbelto y de una belleza rebelde y, por último, a uno grueso, barbudo, de mirada profundísima, subiendo al altar del anonimato por las calles de un París donde saludó a la muerte.
Jim Morrison condensó su vida en 27 años. En 1971, su aspecto era el de un hombre de 40, y no sólo por el envejecimiento prematuro al que le condujo el alcoholismo –sobrepeso, descuido de su propio aspecto-; la mirada que muestra en las fotos de esta época denota madurez: es la mirada de un hombre experimentado, que ha vivido demasiado como para no contemplar todo con una cierta indulgencia, un abandono bondadoso, una tranquilidad reflexiva.
Sus últimos meses transcurrieron en París junto a Pamela Courson, su eterno y atormentado amor. Morrison se había cansado de los escenarios y sólo quería dedicarse a escribir poesía y a mendigar sueños por la Ciudad de la Luz, la misma que había albergado las dramáticas desventuras de sus admiradísimos Verlaine y Rimbaud.
Jim Morrison en 1970
Pero no podemos olvidar que el aparentemente maduro Morrison de 1971 era, en realidad, un chico de 27 que, sólo dos años antes, incendiaba los escenarios con sus provocativos bailes y unos ajustados pantalones de cuero. Su serie de fotos más famosa, “The Young Lion”, que actualmente encontramos impresa en camisetas, pósters y todo tipo de artículos de merchandising, fue realizada en 1967 por el fotógrafo Joel Brodsky. Las imágenes muestran a un Jim Morrison de 23 años, rabiosamente guapo, en la cumbre de su carrera musical, posando provocativamente para la cámara. El torso desnudo, a excepción de un collar de cuentas estilo indie, la melena castaña cuidadosamente despeinada, los ojos azules mirando intensamente; en conjunto, una combinación de fiereza, rebeldía y belleza angelical propia de las estatuas griegas.
Jim Morrison en 1967. Foto de Joel Brodsky
Ray Manzarek, un antiguo compañero de la Universidad de Los Ángeles, percibió en Jim dicha aura de divinidad tan favorecedora para una estrella de rock en potencia. Eso, junto a la creatividad poética de Morrison a la hora de componer letras, fue la semilla de The Doors en 1965, que bautizaría así en alusión a las «puertas de la percepción» a las que se refirió William Blake. A él y a Manzarek se unirían rápidamente Robby Kriegger y un escéptico John Densmore.
El mismo año en que nacía The Doors, el ejército estadounidense efectuaba un bombardeo intensivo sobre Vietnam del Norte, organizando una violenta masacre. Entre la población norteamericana surgían los movimientos contraculturales bajo el lema “Peace and Love”, acompañado éste no solo de flores y corazones, sino también de nuevas drogas, como el LSD y las anfetaminas, con las que los jóvenes pretendían alejarse de la realidad y establecerse en su propio mundo, un mundo dominado por el amor universal y libre. Las chicas se alisaban el pelo, los hombres se dejaban crecer la barba, unas y otros apostaban por el desaliño como estilo de vida. Era “tiempo de vivir, tiempo de mentir, tiempo de reír, tiempo de morir”, como dice la letra del tema “Take It As It Comes” de The Doors:
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Jim Morrison no fue hippie, pero tuvo contacto con la poesía de la Generación Beat –en especial, con el poeta beat Michael McLure-, la cual sirvió de impulso para el surgimiento de la contracultura en la década de los sesenta. Por detrás de la fachada de provocación tras la que se escondía como líder de The Doors, Jim fue algo más. Las lecturas de los poetas románticos ingleses que llevaba a sus espaldas desde la adolescencia, los estudios de cine en la Universidad de los Ángeles, una asombrosa inteligencia natural: todo ello le había conferido la capacidad de crear un personaje a la medida de lo que exigía la sociedad en ese momento, relegando a un segundo plano su lado poético, sensitivo, filosófico. Jim Morrison fue, sobre todo, su propia creación. Lo que ocurrió es que, a finales de los sesenta, se cansó de representar el papel.
Supo reflejar, en sus canciones, un mundo que se desmoronaba vertiginosamente. The Doors brilló con luz propia porque contaba con un Jim Morrison que era capaz de cantar a la sangre que invadía los tejados y las palmeras de Venice Beach, el verano, el amor; que podía reflejar el naufragio existencial –y romántico- en forma de un barco de cristal, que habló de los ángeles perdidos en la caótica ciudad de Los Ángeles, en ese tema titulado “L. A. Woman” donde se llamó a sí mismo «Mr. Mojo Risin» -cambiando de orden las letras de su nombre y apellido-, que hoy se perfila como uno de los temas definitivos de la historia del rock.
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Morrison siempre atribuyó su rebeldía a un episodio de su niñez, cuando viajando en coche con su familia, fue testigo de un accidente en la carretera que había matado a varios indios, dejando a otros moribundos. Según la leyenda, cuando alguien ve a un indio morir, el alma de ese indio se reencarna en él. Esta anécdota se repetiría de forma obsesiva en las letras de sus canciones -«Indios sangrando diseminados en la autopista del amanecer: / fantasmas invadiendo la frágil mente de un niño»-. Jim Morrison sintió durante toda su vida un auténtico fervor por la libertad, por no sentirse atado a nada ni a nadie, un impulso que le conducía a marcharse durante días enteros al desierto, sin avisar a nadie, y a no conseguir formalizar sus relaciones sentimentales.
Como icono sexual, tuvo aventuras con innumerables chicas, algunas de las cuales no alcanzaban los 18. Nico, la malograda cantante alemana de la Factory que participó en un álbum de The Velvet Underground, se enamoró de él hasta el extremo de teñirse sus pálidos cabellos rubios de rojo, porque Jim sentía predilección hacia ese color. Tal vez se debía simplemente a que era el color del cabello de Pamela Susan Courson, una muchacha que conoció en 1965, cuando The Doors aún no habían alcanzado la fama. Por entonces, ella tenía 19 años y él, 22. Pamela se caracterizaba por una larguísima y lacia melena roja, ojos de color verde azulado y una sonrisa de niña pequeña. Bajita y muy delgada, daba una impresión de debilidad que en realidad no poseía, puesto que era dominante y caprichosa. Su relación con Jim a partir de 1965 fue tormentosa, interrumpida por constantes discusiones que los alejaban durante meses, para después volver siempre juntos. El desequilibrado carácter de Pamela se complicó más a medida que su adicción por la heroína aumentaba. Jim sentía impotencia ante esta situación, mientras ella lo veía caminar hacia su autodestrucción debido a su creciente alcoholismo. Jim y Pamela eran, de alguna forma, almas gemelas, enamoradas de la libertad, de caracteres tan fuertes que no podían no chocar entre sí. A pesar de todo, el amor que sintieron fue mutuo y verdadero.
Jim y Pam en 1969
Al principio de dos poemarios de Jim podemos encontrar la dedicatoria “A Pamela Susan”. Me estoy refiriendo a Los Señores y Las nuevas criaturas, ambos autopublicados por él en 1969. Otros libros de poesía, como Desierto y Una oración americana, fueron publicados de manera póstuma gracias a Pamela, que se encargó de organizar sus papeles y todas sus caóticas notas. En estos poemas hallamos al Morrison más profundo, esencial y sensitivo, caída ya la máscara, capaz de burlarse de su propio personaje.
No sabemos qué otro Jim Morrison hubiéramos podido conocer de no haber muerto dramáticamente –y en misteriosas condiciones- a los 27 años, envuelto en un aura desquiciante de locura y adicciones. Irónicamente, falleció incluso a una edad más temprana que la de su adorado Arthur Rimbaud, quien condensó su vida en 37 años. Pero Jim, a diferencia de Rimbaud, no había agotado su capacidad creativa, de hecho, tenía en mente numerosos proyectos literarios y cinematográficos. Murió cuando nacía el poeta que siempre llevó dentro. Pero hoy, a los 70 años de su nacimiento, nos llega aún su voz –la del Rey Lagarto, la de Mr. Mojo Risin-, inquietante y desasosegada, mística, errática, eufórica; susurrando que las dimensiones espacio temporales, que la muerte y la vida, son límites absurdos impuestos por nuestra frágil condición humana:
Puedo lograr que la Tierra se detenga en seco. Hice que los coches tristes desaparecieran.
Puedo hacerme invisible o disminuir de tamaño. Puedo volverme gigantesco y alcanzar las cosas más lejanas. Puedo cambiar el curso de la Naturaleza. Puedo transportarme a cualquier parte del espacio o del tiempo. Puedo convocar a los muertos. Puedo percibir acontecimientos en otros mundos, en lo más profundo de mi mente y en las mentes de los demás.