Slot-machine

El mundo es una slot-machine,
con una ranura en la frente del cielo,
sobre la cabecera del mar.
(Se ha acabado la cuerda,
se ha parado la máquina…).

León Felipe

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Toda la noche
he sentido empotrarse contra mi ventana
enloquecidos, furibundos enjambres de billetes
que llevan en sus goznes
el impúdico sello de Wall Street.
A las cuatro de la mañana
extrañaba las gotas de lluvia
y lloraba por un mendigo
que gusta de posarse sobre la luna
y así acunar despacio sus cuencas muertas,
sus cuencas malheridas,
los restos de sus ojos
que asesinaron doce hombres por la televisión
después de naufragar en un telediario
en el que nadie se conoce.
Marx muere mutilado cada día
en multitudes de llaveros
y de camisetas de compra al por mayor,
pero al caer la tarde,
lo vamos a llorar sobre los cementerios
y a regalarle siemprevivas
que se funden en un enigma
vestido de noviembres.

Cinco de la mañana.
Burbuja financiera en alza.
Siete brokers dormidos
se olvidan de sus huellas dactilares
en la pantalla del ordenador
y por sus labios se desbordan
ríos amargos de humanidad
que alguien cambiará por bonos del tesoro.
Y Rafael Alberti suspira, abandonado;
el comunismo dejó de estar de moda
en los ochenta
y ahora sus poemas
se mueren de pena por las esquinas
y vienen a comer entre mis manos,
como galgos hambrientos,
desesperados y leales.
Arriba, parias de la tierra…

Ya dijo el gran León,
aquel viejo León titiritero y vagabundo,
que todo el mundo se resume en una slot-machine
«con una ranura en la frente del cielo».
Pero se me han gastado las monedas
y ahora tengo que robar o llorar,
o pedirle prestado al mendigo de lunas
un lucero de oro,
de aquellos que naufragan
entre las aguas macilentas de sus cuencas vacías,
para engañar a los guardianes del abismo,
al Dios Mercado y sus cadenas,
a la sonrisa histriónica del Tío Sam
agitándose en las caricaturas
que se visten con traje de chaqueta
y pronuncian discursos
tras la pantalla de la televisión
y se dicen tan españoles como el que más.
«España ha muerto»,
sentenció Luis Cernuda en un lejano año 39
y ninguno quisimos escucharlo,
pues los enjambres de billetes
se escapaban felices
como pequeños ícaros deslumbrados
por la radiante luz del porvenir,
y hoy esos que mataron
por atrapar su desusado vuelo esperan,
como hienas feroces y patéticas,
en despachos con soles de bajo consumo
fundidos por exceso de emoción
y nos apuntan con un rifle para cambiar
una estrella rendida
por un seguro médico
y una inversión a largo plazo.

Las seis de la mañana y todavía no ha llovido.
Y ahora se me han gastado las monedas,
las monedas y las mañanas,
y tal vez los mañanas, que vienen a llorarme
como galgos hambrientos
o Albertis olvidados, rechazados
por las correas sigilosas del futuro.
España muerta, desenterrada,
con su rostro amarillo
devorado por los insectos;
España desahuciada,
contemplando el abismo desde el piso más alto
de un rascacielos engreído.
Estoy en negative equality
y el futuro me niega el préstamo pedido.
Se me han gastado las monedas
y solo puedo preguntarme
qué será de mi sangre y qué será del mundo
o de esa slot-machine que lo ha sustituido
aprovechando que lloramos
con vendas en los ojos.

Y llegarán las siete
y ya nadie recordará cómo dar cuerda
a esta máquina hambrienta de monedas sin alma.
La luna bailará sobre la urbe antes de perecer
y un millar de pequeñas siemprevivas
coronarán los labios
de los que nunca vuelvan.

Marina Casado, Mi nombre de agua

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Emigrantes de la Ciudad Sin Nombre

París no era suficiente,
como no lo fue aquella despedida
en la Piazza San Marco de Venecia
–qué importa que esta historia
sea en Technicolor–.

“Tócala otra vez, Charles…”.
                     -Tu lejano recuerdo me viene a buscar…
(Y nunca fue ya más que tu recuerdo.)

Marina Casado, Mi nombre de agua

venecia

Hace tiempo que el Trapecista ya no puede verme. Tal vez él sea en realidad el muerto, pero soy yo quien ha dejado de existir. Miro su rostro aniñado, su cabello oscuro que antaño se derramaba en mechones algodonosos sobre su frente. Ahora, está pulcramente corto; la frente, despejada. Los ojos de color miel parecen más confiados, más serenos. Sus labios se mueven, sugerentes, mientras habla. Su voz también ha cambiado: es más ronca, y no se dirige a mí. Nunca se dirigirá ya a mí. Porque el Trapecista ya no puede verme.

Venecia todavía me sabe a despedida. Quizás el Trapecista comenzara a morir, sin yo saberlo, en esa despedida. Mucho antes de convertirse en el Trapecista. Y cuando lo recuerdo, flotan góndolas por mi memoria que después se convierten en el Big Ben. Y sobre él, mi Trapecista, con sus mechones algodonosos resbalando por la frente. Con su voz melodiosa pronunciando mi nombre y una guitarra, y aquella camiseta que no se quitaba.

Un día, me cogió de la mano para montar juntos en un tren. Pero no sabíamos que, en la Ciudad Sin Nombre, los trenes jamás parten, ni llevan a ningún sitio. Otro día volví a pasear de su mano, pero se disolvió, como siempre, envuelto en el espectro de la Ciudad Sin Nombre, que nos rodeaba.

Me marché de aquella ciudad maldita, pero a veces regreso a través de recuerdos mortecinos y luces que nacen al final del verano. Es la única forma que tengo de volver a mirarlo: a él, a quien fue, antes de dejar de ser. Yo también soy. Soy la única culpable de que aquella ciudad perdiera su nombre, por no haber sido capaz de llegar hasta ella mientras el Trapecista vivía allí. Cuando las góndolas seguían siendo góndolas.

Recibí una carta del Trapecista. Mi amiga Alisa le había escrito previamente, informándole de que yo pronto llegaría a su ciudad. La ciudad que todavía tenía nombre. En la que ya no existían góndolas ni cabellos algodonosos sobre la frente. La ciudad donde él comenzó a vivir después de haber muerto. Pero él, que ya no era él, se alegraba de poder volver a verme. Otra vez el ansiado reencuentro, tantas veces esperado –ni siquiera vivido- en mis sueños.

Despierta, todavía me parecía aguardar la carta del Trapecista. Incluso pensé que yo misma podría escribirle para concertar un encuentro en la ciudad que aún conservaba su nombre. Podría acostumbrarme a su cabello corto y a su voz más ronca.

Entonces recordé que el Trapecista ya no era capaz de verme, porque yo había dejado de existir. Solo la casualidad, ese destello transparente del tiempo, me pondría otra vez frente a él, que dejaría de recordarme como una sombra azul. Porque, tras el olvido, todos nos convertimos en sombras azules.

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Capítulos anteriores:

(I): Trenes en la ciudad sin nombre

(II): Retornos a la Ciudad Sin Nombre

(III): Sueños en la Ciudad Sin Nombre

(IV): La Ciudad Sin Nombre 

(V): Antes de la Ciudad Sin Nombre

(VI): Ruinas de la Ciudad Sin Nombre

Alguien más

Hasta las hojas más íntimas
Ojos de la Tormenta estaba enamorado
aun sin saber de quién.

(Luis Cernuda)

azulcinemascope

Hay noches en las que el mundo se parece a una canción de Al Stewart y me presiento cuajada de habitaciones de hoteles y de maletas a medio deshacer, en medio de rascacielos indiferentes y de ciudades sin alma. Si estás a mi lado, esas mismas ciudades se encienden y sonríen con fogonazos de neón y hay voces que gritan a todo color

MANHATTAN

MANHATTAN

MANHATTAN.

Nunca comprendo el motivo pero, en cambio, sé que podríamos pasarnos la noche entera vigilando las tormentas de los transeúntes desde la terraza del piso 72 de aquel rascacielos que todavía ningún arquitecto ha decidido construir.

Me gusta mirarte a los ojos. No los tienes de ningún color o, más bien, los tienes de todos los colores. A veces eres rubio y, poco a poco, tu cabello se va oscureciendo y tu sonrisa no es la misma. Eres muchas personas a la vez, y ninguna. Pero tu forma de mirarme no cambia, y siempre que eso  ocurre me acuerdo de aquellas palabras de Goytisolo, aquellas que decían: “Miras a quien te mira y quisieras tener el poder necesario para ordenar que en ese mismo instante se detuvieran todos los relojes del mundo”.

Luego el viento se deshace a nuestro alrededor y la noche se vuelve la nuit, y los colores cortantes del crepúsculo sucumben a aquel París bohemio que solo existe en imaginaciones sobrecargadas de fogonazos (MANHATTAN MANHATTAN MANHATTAN). Al fin y al cabo, de París únicamente queda un trocito junto al Sacré Coeur: un rinconcillo tamizado de acordeón en el que, mirando a través de unas rejas, se puede contemplar la Tour Eiffel. Porque todos los poetas malditos y las historias de revoluciones viajan en tus pupilas, esas cuyo color me gustaría adivinar. (Por fin logro escuchar “La vie en rose” sin la venenosa dosis de tristeza que me desbordaba las entrañas.)

Pero si tuviera que elegir una canción de amor, ya sabes cuál sería. Me la reservo para el sueño de alguna noche del verano madrileño en la que incluso las estrellas se atrevan a escapar por el lienzo postimpresionista del firmamento. No me preguntes en qué lugar estamos; no soy capaz de distinguirlo. Me siento hechizada por tu voz, que me envuelve y me acuna despacio, como si no fuera más que una niña que tuviera frío. Me coges de la mano, comenzamos a caminar por calles por las que nunca había pasado –tú, y solo tú, conoces todos sus secretos– y, a lo lejos, la ciudad resplandece. Sí: lo has adivinado. Es nuestra canción: aquella de los Moody Blues que se pierde por las lejanísimas fronteras del siglo veinte. Quisiera volver. No; más bien quisiera que volvieses. Aunque no te vea. O mejor aún: quisiera bailar, pero bailar de verdad, despacio, mirándonos a los ojos –a tus ojos desconocidos–. Parece que a todo el mundo se le ha olvidado, ¡y yo que todavía tengo que aprender…! Te estaba esperando; sabía que llegarías, para enseñarme, porque a ti sí te gusta bailar. Moriremos bailando las noches de blanco satén mientras Madrid se consume en su propio fuego de alto voltaje y, al despertar la mañana…

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¡…No! Has vuelto a cambiar de canción. ¿Es porque está amaneciendo? ¿Porque lentamente regresamos a Al Stewart y a mi Manhattan imposible y a las horas secuestradas en una maleta sin haberme movido de mi habitación? Sí, ya recuerdo cómo empezaba: On a morning from a Bogart movie, in a country when they turn back time… Humphrey nunca fue guapo, ¿verdad? Pero tenía algo en la mirada que… Algo que parecía decir: “Volveré”.

¿Volverás tú también? Sí; sí que lo harás; todavía no me has enseñado a bailar… pero vuelve convertido en ti mismo, para que pueda mirar tu pelo y el verdadero color de tus ojos.

Te vas otra vez, despacio, como arrepintiéndote. La ciudad comienza a desvanecerse de nuevo en el gris de los aires, y una pregunta se queda flotando entre la niebla.

¿Quién eres? 

Marina Casado, Mi nombre de agua

(Pincha aquí para comprar el libro)

Entrevista en Radio La Isla

radio la isla

Mi buen amigo y gran poeta Paco Ramos Torrejón, autor de El aprendizaje del miedo (Lápices de Luna, 2015), me entrevistó el pasado martes 23 de agosto en su espacio radiofónico La Duermevela de Radio La Isla. Hablamos de mi segundo poemario, Mi nombre de agua, y también del primero: Los despertares. La entrevista dio paso a un interesante debate acerca de las últimas tendencias poéticas, que consisten en la mezcla de géneros.

Aquí os dejo el enlace al podcast para que escuchéis la entrevista, a cargo de Paco y de su compañera Nazaret Medina.  ¡Fue para mí muy emocionante!

Presentación en Madrid de «Mi nombre de agua»

PORTADA
Portada de Mi nombre de agua, publicado en Ediciones de la Torre, 2016

Seguimos recordando los devenires de mi segundo poemario durante el mes de junio. Hoy quiero aludir a la presentación que tuvo lugar el pasado viernes 24 de junio en Madrid: una velada memorable, a pesar de que se cernía sobre mí la terrible sombra de las calificaciones del examen de oposición, que presentía -y no me equivocaba- funestas. Pero su proximidad no logró ensombrecer lo que se convirtió en una de las noches más bonitas de mi «carrera» literaria, gracias a las personas que me apoyaron y me transmitieron, con su presencia y su entusiasmo, la fuerza que necesitaba.

Fue en el precioso Pabellón del Espejo, en el Paseo de Recoletos. Allí ya había presentado en 2014 mi primer poemario y había quedado fascinada por el espíritu lírico, romántico, que desprendía, con su estilo art decó armonizado con las preciosas cristaleras. Los camareros, además, no podían ser más amables y solícitos con nosotros.

En la mesa, me acompañaron el editor, José María de la Torre -que ha vuelto a depositar su confianza en mis versos al publicarme Mi nombre de agua– y Eduardo Pérez-Rasilla, profesor de literatura de la Universidad Carlos III de Madrid. Su asignatura fue una de las únicas por las que no me arrepiento de haber estudiado Periodismo. Eduardo, con su sabiduría y su maravillosa capacidad para bucear por las aguas turbulentas de la literatura, hizo un análisis completo de mi obra, acertando plenamente respecto a su esencia.

Además conté con el inestimable acompañamiento musical de dos grandes de la guitarra eléctrica: Juan Casado y Álvaro Gabaldón, integrantes de la banda de rock The Vagus Group, y la ayuda técnica de Jacinto, trabajador del CEIPSO Tirso de Molina.

Junto a mí, recitaron poemas del libro, además de mi padre, mis queridos poetas compañeros de generación: María Agra-Fagúndez, Rebeca Garrido, Alberto Guirao, Eric Sanabria y Javier Lozano.

Entre el público asistente había familia, amigos cercanos, amigos más lejanos cuya presencia me sorprendió maravillosamente y conocidos interesados en mi libro. Hubo poetas y lectores de poesía; hubo personas a las que no les fascina la lírica, pero estuvieron allí por el aprecio que sienten por mí. Me sentí muy arropada y me encantó que el público disfrutara con el recital, porque la mayor aspiración de cualquier escritor es la de transmitir algo a quienes lo leen, a quienes lo escuchan: «Su canto asciende a más profundo cuando, abierto en el aire, ya es de todos los hombres» (Rafael Alberti).

Os dejo unas fotografías del acto tomadas, en su mayoría, por Javier Lozano, y por otros amigos que estuvieron presentes y tuvieron la amabilidad de enviármelas:

Y por último, una serie de vídeos de algunos poemas de la obra que recitamos a lo largo del acto, grabados por Javier Lozano:


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