El incendio de Pamela Courson
De aspecto delicado –muy delgada, no llegaba al metro sesenta de estatura-, piel lechosa, espolvoreada de pecas de canela; sonrisa blanca y pura, como de niña; ojos verde azulados y una larga y lisa cabellera roja, peinada con raya en el medio, en consonancia con la moda hippie, la cual también se reflejaba en su vestuario: camisolas amplias de bordados exóticos, vestidos sueltos, pantalones vaqueros. Su delicadeza y aparente vulnerabilidad disfrazaban un carácter dominante, rebelde y autodestructivo, emocionalmente desequilibrado, rayante en la locura. Así era la que muchos críticos musicales definen como una de las figuras más enigmáticas de la década de los sesenta.

Hoy se cumplen 40 años del sórdido fallecimiento, en 1974, de Pamela Susan Courson, que hubiera podido considerarse una integrante más del funesto “Club de los 27” en caso de haber sido rockera, pues tenía 27 años en el momento de su muerte. Pero su relación con el rock –desde luego, no carente de importancia- se debe a su atormentado noviazgo con Jim Morrison, líder de The Doors. Ella es la musa que se esconde tras la mayoría de temas de la banda: la misteriosa habitante de “Love Street”, la “Reina de la carretera”, la destinataria de “Orange County Suite”, esa compleja canción que ninguno de los Doors –salvo el propio Morrison, el compositor- llegó a comprender jamás del todo.
Fue precisamente en el Condado de Orange, al sur de la californiana ciudad de Los Ángeles, donde Pamela pasó su adolescencia -había nacido en Weed en 1946-. Era hija del director de un instituto público y se constituía como un ser rebelde, casi salvaje, desde temprana edad, malhumorado y solitario, con un aire misterioso. Aunque inteligente y despierta, nunca puso demasiado interés en los estudios y, en cuanto tuvo ocasión, se marchó a los Ángeles a vivir con una amiga y estudiar Arte. Allí se inició en las drogas y estableció contacto con los rockeros del momento. Es un secreto a voces que ella fue la “chica de canela” de la famosa canción “Cinnamon Girl” de Neil Young.
A los diecinueve años, Pamela ya tenía varios amantes. Los dos más importantes, que no la abandonarían nunca, fueron el actor Tom Baker y Jean de Breteuil, aristócrata francés que se ganaba la vida como camello –él fue, de hecho, quien suministraba la droga a la muchacha-. A esa edad conoció a Jim Morrison en el London Fog, un local de segunda donde actuaban The Doors antes de alcanzar el éxito. Fue un flechazo. Él tenía 22 años y unas cuantas amantes que merodeaban a su alrededor. Pero Pamela cambió su vida. Ambos se reconocían como salvajes, independientes, inestables emocionalmente, incapaces de comprometerse con nada o con nadie. Sus caracteres resultaban tan similares que chocaban exquisitamente. Jim la definió como su alma gemela, “su pareja cósmica”. Desde que se conocieron, iniciaron una tormentosa relación interrumpida constantemente por violentas discusiones, peleas físicas e infidelidades por parte de ambos, que a veces duraban meses. Sin embargo, después de cada aventura, siempre se buscaban el uno al otro.


Pam a menudo se frustraba por no poder doblegar la rebeldía de Jim. En realidad, él comía de su mano, deslumbrado por la espontaneidad e inocencia salvaje de la joven a la que conoció siendo casi una niña. Le compró una boutique que ella bautizó “Themis” por la diosa griega de las leyes, y la llenó de ropajes exóticos e hiperbólicos que a menudo importaba de Marruecos. La tienda fue más un gasto que una inversión, pero a Jim jamás le preocupó el dinero, y sí tener contenta a Pam. Se inspiraba en ella para escribir sus poemas y canciones; compuso “Twentieth Century Fox” –“La moderna del siglo XX”-, en la que la definía del siguiente modo:
Bueno, ella es delgada, como está de moda,
y es impuntual, siguiendo la moda.
Nunca montaría un escándalo,
jamás rompería una cita.
Pero ella no se arrastra;
tan solo, contempla su forma de moverse.
.
Es la moderna del siglo XX:
sin lágrimas, sin miedos,
sin años perdidos
y sin relojes.
.
Es la reina del descaro
y es la dama que espera.
Desde que su mente abandonó la escuela,
nunca ha dudado.
No perderá el tiempo
en charlas elementales.
.
Porque es la moderna del siglo XX:
tiene al mundo metido
en una caja de plástico.
.
La adicción de Pam por la heroína no hacía sino aumentar, mientras Jim se sentía un impotente testigo, ahogado en su alcoholismo. Ambos eran conscientes de su propio proceso de autodestrucción y se lo reprochaban mutuamente. Parecían destinados a consumirse juntos en el incendio que brotaba de los cabellos de Pam. Ella cada vez detestaba más a los Doors, llegando a chantajear a Jim para que los abandonara amenazándole con romper con él definitivamente. Después de grabar su último álbum en 1971, L. A. Woman, Jim dejó la banda y se fue a vivir con Pamela a París, dedicado totalmente a su faceta poética. Allí pasaron unos meses de relativa calma, hasta que el 3 de julio de ese año, Morrison falleció en extrañas condiciones; oficialmente, por una sobredosis. Pamela, un médico amigo suyo y su antiguo amante, Jean de Breteuil –al que seguía viendo, y que fue quien le proporcionó la droga a Jim que supuestamente acabó con su vida- fueron los únicos que vieron el cadáver conociendo su identidad, antes de que este fuera enterrado en el cementerio parisino de Pere Lachaise.



Jim, en su testamento, dejó a Pam como heredera única, por lo que hubo quien sospechó que ella tuvo algo que ver con su muerte. Sin embargo, los tres años que le sobrevivió, Pamela cayó en una espiral de vicio, decadencia y locura. Se definía como la esposa de Jim Morrison y llegaba incluso a decir que esperaba una llamada de su marido. Su drogadicción la condujo a una sobredosis mortal en 1974. Fue enterrada a los 27 en el cementerio del Condado de Orange con el nombre de Pamela Morrison.
En vida de Jim, Pam fue quien le animó a publicar sus dos libros de poemas y, después de muerto, organizó sus cuadernos y anotaciones para que fueran editados de forma póstuma. En los libros que publicó a finales de los sesenta, en la dedicatoria de Jim podemos leer: “A Pamela Susan”. Y es que él, a pesar de lo tormentoso de la relación, la amó profunda y desgarradoramente hasta el final. En su famosa canción “L. A. Woman”, dedicada a ella, escribió lo siguiente, pensando en el color de fuego de su pelo:
Veo que tu cabello arde,
las colinas se incendian.
Si te dicen que nunca te amé,
sabrás que mienten.

La historia de Luna
Recuerdo a la Jenny. Era una gata atigrada que vivía en mi calle y se alimentaba de los restos de comida que le proporcionaban los dependientes del supermercado de la esquina. La Jenny era una gata callejera, pero había nacido para llevar collar y recibir visitas. Lo intuía por el modo que tenía de restregarse por las piernas de los transeúntes, por su maullido dulce y su docilidad.
Un día que mi hermano y yo volvíamos de comprar unas latas del supermercado, descubrimos que la Jenny estaba más gorda de lo normal. Y, durante un tiempo, siguió engordando, hasta que, una tarde, nos la encontramos tumbada en una caja de cartón, en unos matorrales próximos al supermercado. Al acercarnos, vimos que, acurrucados contra ella, había cuatro diminutos gatitos: tres eran atigrados, como su madre, y uno, blanco.
No es un secreto mi desmedida pasión felina, desarrollada desde la más tierna infancia. Siempre he dicho que uno de los tres sueños de mi vida era el de tener un gato -concretamente, una gata blanca de ojos azules-. A mis catorce años, ya había sido dueña de Kiko, un divertido manojo de nervios que se nos escapó antes de cumplir doce meses en casa.
En mi sueño pensaba, precisamente, mientras miraba aquellos gatitos que ni siquiera habían abierto aún los ojos. Durante los siguientes días, y semanas, fui alimentando una conspiración dentro de mi cabeza, conspiración que acabé poniendo en común con mis padres. Mi idea era acercarme un día sigilosamente al cajón donde se encontraba la Jenny con sus crías… y quitarle una, para llevármela a casa. Y no una cualquiera: quería el gatito blanco. Contrariamente a lo que había previsto, mis padres no lo consideraron un despropósito. Ante a mí se abría la posibilidad de tener un gato… ¡por fin!
Así que, una mañana de domingo, mi hermano y yo nos deslizamos furtivamente por los alrededores del supermercado y llegamos junto al cajón. Puse a mi hermano de vigilante, para que no nos vieran los dependientes que cuidaban de la camada y, mientras, estudié mi posición. Sin embargo, como se suele decir, «había moros en la costa», y tuvimos que realizar una elegante retirada.
Los dependientes habían ganado una batalla, pero no la guerra. Volvimos al día siguiente, y de nuevo hubimos de marcharnos con el rabo entre las piernas. A la tercera intentona, nos acompañaron mis padres y, tal vez por lo extraño que resultaba ver a una familia al completo merodeando por unos matorrales junto a un supermercado de barrio, los dependientes acabaron dándose cuenta. Sin embargo, en lugar de echarnos la bronca, nos invitaron a que cogiéramos un gatito, porque, de hecho, pensaban regalarlos. Nos dijeron que había dos hembras y dos machos, y la blanca resultó ser hembra. No hace falta decir que vi muy clara mi elección. Pero una dependienta me dijo que la blanca ya se la iba a llevar ella…
Así que cogí la hembra atigrada. Tenía la tripa cuajada de lunares negros, y unos expresivos ojos del color de la esmeralda. Nada más cogerla, la gatita comenzó a trepar por mi pecho, clavándome las uñas. Yo me sentía radiante de felicidad, aunque no fuera blanca ni tuviera los ojos azules. Y, por supuesto, fuimos la envidia del barrio: ¡habíamos conseguido una hija de la Jenny!
Esa tarde, hubo debate en casa. Yo tenía algunas opciones de nombres, extraídos de la película El Rey León: Nala, Kiara… Demasiado extravagantes, me dijeron. Probé con Lúa. Así se llamaba la gata protagonista de un cuento que me encantaba de más pequeña. Expliqué que, en gallego, Lúa es Luna. «¿Y por qué no lo dejamos en ‘Luna’?», me propusieron. Y así es como bauticé a la gata con el nombre que debe tener, por lo menos, un ochenta por ciento de la población felina del momento.

Hace muchos años que cerró aquel supermercado de la esquina. Tampoco volvimos a saber nada de la Jenny ni del resto de sus hijos. Pero hoy, 24 de abril, Luna ha cumplido diez años y he sentido el impulso de contar su historia, para la cual necesitaré varias entradas. Algunos pensarán que la vida de un animal doméstico posee escaso o nulo interés, pero, desde que Luna llegó a casa aquella tarde de verano, se convirtió en una criatura muy especial para mí. Si Alberti les dedicaba poemas a sus perros, ¿por qué no puedo contar yo la historia de mi gata?
Memoria de otro 14 de abril

No he conocido a Luis Cernuda en su primerísima juventud. Alguna vez me lo he imaginado, en su tierra sevillana, paseando por aquellas calles estrechas, justo como el mismo aire de su libro inicial. Luis tenía veintiséis años cuando le vi por primera vez: en otro sitio lo he contado. Mas en alguna ocasión, en Sevilla, he pensado que me gustaría pasear con él y sorprenderle acorde con su ciudad. En Madrid, Luis Cernuda era sevillano. Lo decía su acento, quizá esa implícita sabiduría con que, joven, pasaba junto a las cosas, sin adhesión exterior, pero con aprecio que era conocimiento, creciente ante lo natural, levemente desdeñoso, ignorador, ante el múltiple artificio o la convención.
Recuerdo haberle visto gustoso en un movimiento humano exaltado: masa madrileña, la ciudad hervidora en un trance decisivo para el destino nacional. Era un día de abril y las gentes corrían, con banderas alegres, por improvisadas. Enormes letreros frescos, cándidos, con toda la seducción de lo vivo espontáneo, ondeaban en el aire de Madrid. Mujeres, jóvenes, hombres maduros, muchachos, niños. En los coches abiertos iban las risas. Cruzaban camiones llevando racimos de gentes, mejor habría que decir de alegría, gritos, exclamaciones. Pocas veces he visto a la ciudad tan hermana, tan unificada: la ciudad era una voz, una circulación y, afluyendo toda la sangre, un corazón mismo palpitador. Por aquella calle de Fuencarral, estrecha como una arteria, bajaba el curso caliente, e íbamos Luis y yo rumbo a la Puerta del Sol, de donde partía la sístole y diástole de aquel día multiplicador. Luis, con su traje bien hecho, su sombrero, su corbata precisa, todo aquel cuidado sobre el que no había que engañarse, y rodeándonos, la ciudad exclamada, la ciudad agolpada y abierta, exhalada, prorrumpida habría que decir, como un brote de sangre que no agota ni se agora, pero que se irguiese. La alegría de la ciudad es más que la de cada uno de los cuerpos que la levantan, y parece alzarse sobre la vida de todos, con todos, prometiéndoles, y cumpliéndoles, más duración. Así, cuando unas gargantas enronquecían, otras frescas surgían, y era un techo, mejor un cielo de griterío, de júbilo popular en que la ciudad cobraba conciencia de su existencia, en verdad de su mismo poder. Ella se sentía voz e hito, como un además que se desplegase en la historia.
Luis marchaba sin impaciencia. Todo había sido repentino. El encrespamiento de la ciudad, en la alegría resolutoria, la marcha o el hervor común, el regocijo sin daño, la punta de sol dando sobre las frentes: todo, una esperanza descorredora y, en el fondo, el ámbito nacional. Pero Madrid es chiquito y cada hombre un Madrid como un pecho con su porción de corazón compartido. Luis y yo habíamos marchado como un día cualquiera, porque aún no se esperaba del todo aquello, ignorado de cada cual. Recuerdo aquel movimiento súbito por aquella calle, como por tantas calles que no se veían.
¿De qué hablaba Luis Cernuda? En aquel instante, quién sabe; quizá de un tema literario. Cada uno de los transeúntes se hizo de pronto espuma del curso atropellador: curso mismo o su parte y él su coronante expresión. Luis y yo, flotadores, remejidos, urgidos, batidos y batidores, aguas hondas y salpicadas crestas, todo a instantes y todo en la comunión. Bajaba el río por la calle de Fuencarral y desembocaba en la Red de San Luis. Por la Gran Vía descendía otra masa humana, no apretada propiamente, sino suelta y fresca, con sus banderas y sus cantos, sus chistes públicos, sus risas primeras, una multitud niña, lavada, con lienzos blancos levantados a los rayos del sol. y en medio los grandes camiones como pesados elefantes que llevasen gentes iguales, reidoras, bailadoras, saludadoras con los ojos, con las manos, con las miradas salutíferas que eran propiamente una invitación a vivir. Porque era vida, vida del todo la ciudad, con los ojos puestos en su mismo esperanzado crecimiento natural.
Luis Cernuda y yo, inmersos, no disueltos, bajábamos casi a oleadas, arriba, abajo, tan pronto claros, tan pronto hondos, sostenidos o sostenedores, hacia la desembocadura o hacia la reunión, si la había, de las aguas, final. Un instante, en atención a él, al ser pasados en el movimiento de las aguas de la calzada a la acera, le dije: “¿Quieres que nos vayamos por esta bocacalle ahora, al pasar? Se puede”. “No”, oí su respuesta. “No”, dijo sonriendo; “no”, asintiendo, casi diría extendiendo sus brazos en el movimiento natural. Un momento le miré como nadador. Pero en seguida pensé; no, agua mejor, curso mejor. Y le vi a gusto. Sonrió y se dejó llevar.
Vicente Aleixandre, Los encuentros

Kurt Cobain, el ángel de la muerte

De cejas rectas, facciones suaves, casi angelicales; mirada dulce y azul, cabello rubio y desgreñado, barba incipiente; poseía un aura de tristeza rebelde que arrastraba desde la infancia y una voz vibrante y desgarrada que le convertiría en una de las grandes figuras del rock de todos los tiempos. Así era el líder de Nirvana, la banda creadora del género grunge que surgió en 1987 y en sus escasos seis años de actividad revolucionó el panorama musical internacional.
Kurt Cobain nos mintió en aquella canción, “Come as you are”, en la que aseguraba con vehemencia: “And I swear that I don’t have a gun”…
Por mucho que lo jurase, sí que tenía un arma: la escopeta que utilizó para suicidarse, de un tiro en la cabeza, el 5 de abril de 1994, hace ahora veinte años. Al menos, a esa conclusión llegaron las investigaciones oficiales, después de que su cadáver fuera hallado en un charco de sangre por un electricista que debía visitar esa mañana el domicilio de Cobain.
El joven había cumplido los 27 hacía apenas dos meses, por lo que se le suele incluir como parte del funesto “Club de los 27”, a pesar de que entre él y el último gran integrante, Jim Morrison, existe un determinante abismo de más de veinte años –Morrison falleció en 1971- que eliminaría cualquier tipo de conexión. En lo que sí se parece al resto de desdichados miembros del “Club” es que su muerte –como la de toda gran estrella de rock, por otra parte- aparece envuelta en un halo de misterio y condimentada por diversas teorías conspiratorias.

Sin embargo, en el caso de Cobain, las sospechas poseen una base más real. Ciertamente, siempre había tenido tendencias suicidas y, en el momento de su muerte, su adicción por la heroína era patente. Pero las circunstancias que rodean el hecho resultan, en cierto modo, inquietantes. La esposa de Kurt desde 1992, la cantautora Courtney Love, líder de la banda Hole, encabeza la lista de sospechosos en caso de que no se tratara de un suicidio, sino de un asesinato. Como se hizo público posteriormente, en 1994, Cobain pretendía divorciarse de ella y conseguir la custodia completa de la hija de ambos, Frances Bean que, con sus escasos dos años de vida, había vivido ya un proceso de desintoxicación a causa de su nacimiento con síndrome de abstinencia, provocado por el consumo de drogas de su madre, que se mantuvo durante el embarazo.
Existen múltiples pruebas en contra de la teoría oficial del suicidio. Las más destacables son la sobredosis de que Cobain era víctima en el momento de su muerte, que le hubieran impedido apretar el gatillo o realizar cualquier tipo de acto consciente, y el hecho de que no fueran halladas huellas dactilares en el arma del crimen.

Como suele ocurrir, la polémica en torno a su fatídica muerte ha velado otros datos asombrosos de la faceta artística de Cobain, como sus influencias literarias. Entre ellas, destaca la de William S. Burroughs (1914-1997), poeta perteneciente a la Generación Beat con quien mantuvo un encuentro en 1993, pocos meses antes de morir. El escritor, cuyo centenario de nacimiento se cumple precisamente en 2014, contaba entonces 83 años y destacó de aquella reunión «la expresión moribunda de sus mejillas». Según él, cuando Kurt fue a visitarlo a su domicilio de Kansas en octubre de 1993, «ya estaba muerto».
Cobain idolatraba a Burroughs, hasta el punto de haberle pedido protagonizar el videoclip de «Heart-Shaped Box«, un tema perteneciente al álbum In Utero -algo a lo que el viejo poeta se negó-. Burroughs era el autor de Yonqui, la novela de 1953 que trataba sobre la drogadicción y que se convirtió en el libro de cabecera de Kurt Cobain.

Kurt Cobain no sólo revolucionó el panorama musical con su banda Nirvana, sino que además se constituyó como uno de los grandes impulsores del estilo denominado «grunge» que tanta presencia tendría en la década de los noventa: vaqueros rotos, zapatillas Converse desgastadas, rebecas gruesas de lana y camisetas sueltas que, en conjunto, ofrecían una imagen desenfadada y no por ello carente de glamour.
Hoy todo, desde las oscuras letras de Nirvana hasta la propia tristeza reflejada en la mirada de Cobain y tan bien señalada por Burroughs, nos conducen a asociar al joven autor de «Smells Like Teen Spirit» con la muerte, convirtiéndolo en una suerte de mártir del rock, en una estrella caída antes de tiempo, un ángel rubio guillotinado por sus propias sombras.


